Hartwig derribó al Viajero al suelo.
Darby saltó hacia el exterior. El rato de espera le había entumecido las piernas. Quería entrar con el agente del SWAT, quería ver la cara del Viajero cuando éste pronunciara el nombre de Carol.
Hartwig bajó de la furgoneta. Negaba con la cabeza. Fue a decirle algo a Banville.
Coop estaba ahora a su lado. El Viajero estaba tendido en el suelo. Inmóvil.
Banville regresaba.
– ¿Qué pasa? -preguntó Darby.
– Es un cadáver sujeto a una cadena -dijo Banville-. ¿Qué coño significa esto?
– ¿Qué? La granada no ha podido matarlo.
– Lleva varias horas muerto -dijo Banville-. Estrangulado.
– ¿Y a qué viene todo ese montaje?
Banville no contestó. Había vuelto a entrar en el vehículo y tenía el teléfono en la mano.
– Tiene que ser él -dijo el técnico del FBI-. La señal de los micrófonos nos lleva a esa furgoneta. Mirad, hay un receptor L32 dentro.
– Tal vez esté usando el equipo para retransmitir la señal hacia otro lugar -dijo su compañero.
La conmoción y el ruido, amén de la visión de ocho miembros del SWAT cerniéndose sobre la furgoneta, había atraído a los vecinos. Pese a la pertinaz lluvia estaban en las puertas de sus casas, ansiosos por saber qué estaba pasando.
– Acordonemos la escena -dijo Darby a Coop.
En medio de la calle había una niña, de no más de ocho años. Llevaba un impermeable amarillo e iba cogida de la mano de su madre. La niña parecía asustada, al borde del llanto. Darby la estaba mirando cuando la explosión de la furgoneta levantó a la cría y a su madre por los aires.
Capítulo 44
La sirena de evacuación resonaba por los altavoces del hospital. Daniel Boyle se abrió paso entre un gentío de civiles, médicos y enfermeras que corrían en todas direcciones, personas que chocaban unas contra otras, que caían, en esa búsqueda desesperada de encontrar una salida que los alejara del polvo y del humo que invadían los pasillos.
La sala de espera de la UCI estaba vacía; las puertas, abiertas. Nadie vigilaba la habitación de Rachel. Los dos policías encargados de la guardia habían sido requeridos o bien habían decidido marcharse.
Boyle corrió pasillo abajo. Las enfermeras de la UCI habían abandonado sus puestos. Estaba solo. Miró por la ventana de la habitación de Rachel Swanson. Estaba dormida.
Boyle empujó la puerta con el brazo, con cuidado para no dejar huellas.
Del bolsillo de la chaqueta sacó una aguja hipodérmica. Partió el envoltorio de plástico con los dientes, dejando la aguja al aire, y presionó el pulgar contra el extremo opuesto mientras avanzaba hacia la cama.
Boyle habría deseado despertarla, habría deseado oírla gritar una última vez antes de que empezaran las convulsiones.
La aguja penetró en el catéter. Daniel Boyle inyectó el aire en el tubo.
Pasó el puño de la chaqueta por el tubo con gesto enérgico y en unos segundos se dirigía hacia la puerta. Misión cumplida.
Cubrió la jeringuilla con la cápsula de plástico y se la guardó en el bolsillo.
Cruzó el umbral y caminó rápidamente por el pasillo. Nadie se fijaba en él…
Un guardia de seguridad del hospital estaba al lado de la unidad de enfermería. El hombre iba vestido con un impermeable oscuro y llevaba un auricular y un micrófono en la solapa. Miraba a su alrededor, en busca de heridos, cuando vio a Boyle.
Boyle corrió hacia él.
– Aquí no hay nadie -le dijo-. Todo despejado.
Una alarma sonó detrás del mostrador central.
El guardia de seguridad se giró para mirar los monitores.
– ¿Qué pasa?
Boyle fingió estudiar los números del monitor.
– Uno de los pacientes ha sufrido un paro cardíaco -manifestó Boyle-. Ya me ocupo yo. Asegúrese de que todo el mundo llega hasta la escalera.
– ¿Está seguro de que no necesita ayuda?
– No, puede irse. Ya me encargo yo.
El guardia de seguridad no se movió.
Con mucha calma, como si buscara un bolígrafo, Boyle deslizó la mano en el interior de la bata blanca y desprendió el cierre de la cartuchera. Abatiría a aquel poli de alquiler si no le quedaba otro remedio; primero lo abatiría y luego iría corriendo hacia la escalera.
No hizo falta. El guardia se había ido. Boyle le vio marchar, luego dobló la esquina y entró en los servicios. Recogió la mochila de la papelera y avanzó hacia un policía que orientaba a la gente hacia la escalera. Boyle se fundió entre la multitud formada por pacientes, visitas y personal del hospital.
La mañana era una mezcla de lluvia y de sirenas. Corrió por Cambridge Street y bajó las escaleras del metro.
El día anterior, cuando volvía a casa desde Belham, había comprado una tarjeta multiviaje en South Station. La introdujo en el lector magnético, sin dejar huellas, y permaneció junto al resto de los pasajeros observando el caos. Nubes de humo salían de las ruinas del aparcamiento de carga y descarga. Camiones de bomberos, ambulancias y coches patrulla venían por todas partes. Cambridge Street estaba cubierta de cascotes, trozos de cristal y fragmentos de ladrillo. Boyle vio que la explosión había destruido varias ventanas del almacén.
Cuando llegó el tren, Boyle ocupó un asiento junto a la ventanilla, sacó la BlackBerry y escribió un mensaje para Richard: «Misión cumplida».
Boyle se distrajo pensando en lo que le haría a Carol Cranmore en cuanto ella saliera de su celda. Más pronto o más tarde saldría a buscar comida. Todas lo hacían.
Pero no disponía de todo el tiempo del mundo. Ahora no. Los preparativos para la partida ya estaban hechos. Tendría que matarlas a todas pronto. Esa misma noche, tal vez.
Capítulo 45
Darby sentía palpitar el lado derecho de la cara mientras ayudaba a Coop a trasladar a otro agente del SWAT herido hasta la camilla. El agente estaba inconsciente, pero respiraba.
Pisaban con cuidado sobre los escombros húmedos y avanzaban raudos entre la lluvia y el humo hacia el extremo de la calle donde los heridos yacían en el suelo. Docenas de ellos eran atendidos por el servicio de urgencias y por médicos del Hospital de Belham. Los muertos yacían bajo telas de plástico azul, aseguradas con piedras.
Darby dejó al agente en una camilla. Estaba a punto de salir de nuevo cuando distinguió a Evan Manning, arrodillado en el suelo; levantaba una de las sábanas azules para examinar la cara del fallecido. Ella se abrió paso entre el personal médico, entre sus órdenes dadas a pleno pulmón para que fueran oídas por encima del incesante aullido de las sirenas, del griterío y los sollozos.
Cogió a Evan del brazo.
– ¿Has encontrado al Viajero?
– Aún no. -Parecía realmente sorprendido de verla-. ¿Qué te ha pasado en la cara?
– La onda expansiva me derribó.
– ¿Qué?
– Aquí hay demasiado ruido. Ven.
Darby le llevó al otro lado de la calle, hacia la zona de árboles. Las frondosas ramas los protegían de la lluvia. Allí se podía disfrutar de cierta tranquilidad, aunque no demasiada.
– He intentado llamarte al móvil -dijo Evan, secándose la cara.
– Creo que se rompió con la caída. ¿Qué pasa con el Viajero?
– Todas las calles están bloqueadas, pero hasta el momento no le hemos encontrado.
– No podía andar muy lejos si hizo estallar la bomba, ¿no? Tenemos que asegurarnos de que los coches patrulla registran a todos los transeúntes. Aún podría estar por aquí, tal vez caminando ahora mismo.
– Lo estamos haciendo. Escucha, tengo que irme. Creo que tendré que ir a Boston. Esto no pinta bien.
– ¿Qué pasa en Boston?
– Ha habido una explosión en el laboratorio. Aún no tengo todos los detalles.
De repente, Darby sintió la necesidad de sentarse. No había dónde hacerlo, así que se apoyó en un árbol y respiró hondo. El suelo le temblaba bajo los pies.