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– Señora Swanson…

– No puedo hablar ahora. Tengo que irme.

– La acompaño en el sentimiento.

Wendy Swanson colgó el teléfono. Darby apretó el aparato con fuerza y, sin darse cuenta, posó la mirada en la ventana del cuarto de su madre.

Capítulo 48

Darby contemplaba los charcos que llenaban lo que antaño había sido el jardín de su madre, donde Sheila se entretenía antes de caer enferma. Mientras fumaba pensaba en las víctimas del Viajero. Evan Manning había dicho que las elegía al azar. Si eso era cierto, les costaría mucho trabajo encontrarlo. Les sería difícil de todos modos: el Viajero parecía haber sopesado todas las opciones y se había tomado muchas molestias para no ser localizado. Quizá ya había matado a Carol y a las otras. Quizás estaba huyendo en ese mismo momento. «No, no seas derrotista», se dijo.

Todos los e-mails de trabajo se enviaban con copia a su cuenta de Hotmail, para así tener acceso a la información desde cualquier lugar. Darby apagó el cigarrillo y entró en la casa; fue hacia su cuarto para mirar el correo. Había un mensaje de Mary Beth referente a las fotos de la escena del crimen.

Mary Beth siempre tomaba dos juegos de fotos: uno en carrete convencional, el otro con una cámara digital. Las fotos digitales no se admitían como prueba porque podían ser manipuladas. Mary Beth las tomaba para que los investigadores dispusieran de copias para sus archivos.

Darby las estaba revisando cuando oyó toser a su madre. Asomó la cabeza por la puerta y vio una línea de luz que salía del dormitorio de Sheila. Estaba despierta, viendo la tele.

Cuando abrió la puerta, vio las imágenes de la explosión reflejadas en las gafas de su madre.

– ¿Qué te ha pasado en la cara?

– Resbalé y me caí. Es más aparatoso que otra cosa -dijo Darby-. ¿Cómo te encuentras?

– Mejor, ahora que te tengo en casa. -Sheila bajó el volumen del televisor-. Gracias por la nota.

Darby se sentó en la cama.

– Intenté llamar, pero las líneas estaban cortadas. Lamento haberte preocupado.

Sheila le quitó importancia con un gesto, pero Darby pudo ver cómo aún la corroía la preocupación. Incluso bajo aquella luz tenue su rostro aparecía demacrado, pálido. «Cualquier día a partir de ahora.»

Darby se acostó junto a su madre y la abrazó.

– ¿Sabes en lo que he estado pensando todo el día? En aquella vez que te pilló una resaca y casi te ahogas. Tenías ocho años.

Darby recordaba la sensación de ser arrastrada hacia el océano, de la frialdad creciente del agua. Cuando por fin logró salir a la superficie, se pasó una hora escupiendo agua.

Pero era el frío intenso que sintió mientras estaba atrapada bajo el mar lo que se negaba a desaparecer, incluso cuando se sentó al sol. No podía dejar de sentir frío, incluso cuando ya estaba acostada en la cama bajo un montón de mantas. El frío le recordaba que había cosas en este mundo invisibles a simple vista: cosas que estaban agazapadas, listas para atacar, cuando una menos se lo esperaba.

– No lloraste. Tu padre parecía más afectado que tú -manifestó Sheila-. Fue a comprarte un helado y le dijiste algo que nunca he olvidado: «No tienes que preocuparte por mí, papá. Puedo cuidar de mí misma».

Darby cerró los ojos y los vio a los tres montados en el coche, de camino a casa, envueltos en un olor a mar y a Coppertone. Los tres juntos. Sanos y salvos. Era un buen recuerdo. Tenía muchos como ése.

– Coop pasó a verme -dijo Sheila-. Quería informarme de que estabas bien.

– Fue muy amable por su parte.

– Es un chico amable. Y gracioso.

– Eso es lo que se empeña en decirme.

– Me recuerda a ese jugador de baloncesto. ¿Cómo se llama…? Brady.

– Tom Brady. Juega al rugby. Es quarterback de los Patriots.

– ¿Está soltero?

– Sí.

– Creo que deberíais quedar un día. Encajáis bien.

– Te juro que lo he intentado pero, por desgracia, Tom Brady no ha respondido a mis llamadas.

– Me refería a Coop. Me recuerda a tu padre. Posee el mismo aire de tranquilidad y de confianza. ¿Sale con alguien?

– Coop no es de los que se comprometen.

– Me dijo que está pensando en sentar la cabeza.

– Con una de sus modelos de lencería, seguro -dijo Darby.

– Te tiene en mucha estima. Me dijo lo lista que eras, lo mucho que te dedicas a tu trabajo. Dijo que eras la persona más de fiar que había conocido nunca…

Darby se había dormido.

Capítulo 49

Después de que la puerta se cerrara, Carol se había llevado las manos a los oídos para aislarse de aquellos tremendos gritos. No procedían sólo de una mujer. Eran varias las que estaban allí, en algún lugar al otro lado de la puerta, y gritaban.

Lo que había asustado aún más a Carol fueron los golpes. Bum, grito. Bum, bum, bum, grito. BUM, BUM, BUM. Sonidos aterradores que se intensificaban, se hacían más cercanos.

Carol había realizado otra búsqueda desesperada, intentando encontrar algo que le sirviera de arma, algo que pudiera haberle pasado por alto. Todo estaba clavado con firmeza al suelo, incluso el retrete. No había nada a su alcance. Lo único que tenía era la manta y la almohada.

Habían transcurrido horas desde aquel momento. La puerta no se abrió, pero eso no significaba que el hombre de la máscara no fuera a volver a por ella.

De pie en la oscura estancia, Carol no había malgastado el tiempo alimentando su pánico. Lo había aprovechado para trazar un plan.

Sabía que los hombres tenían un punto especialmente vulnerable: los cojones. En una ocasión Mario Densen había apoyado su gorda mano en el culo de Carol y lo había apretado con fuerza. Aunque Mario era el doble de alto y pesaba casi el triple que ella, se había desplomado como un castillo de naipes tras propinarle un buen puntapié en los testículos.

Carol se había quitado la sudadera y, con la ayuda de la almohada, había colocado el bulto debajo de la manta. Había concebido un plan.

Cuando se abriera la puerta, el hombre de la máscara creería que ella estaba acostada en la cama, pero en su lugar estaría de pie contra la pared. En cuanto él entrara, ella saldría por su espalda y le patearía con fuerza los huevos. Le propinaría una buena patada y, cuando él cayera al suelo -siempre se caían-, ella seguiría pateándole la cara y la cabeza.

Carol, vestida únicamente con la ropa interior, temblaba en la fría celda. Para mantenerse despierta y entrar en calor fue recorriendo la pequeña zona que la separaba de la puerta, a sabiendas de que eran sólo seis pasos los que la separaban de la pared. Cuando se cansaba, cuando el miedo empezaba a asediarla, golpeaba la pared con las manos para que la ira volviera a estar a flor de piel.

Pensó en la bandeja de comida y se preguntó si seguiría en el pasillo. El mero hecho de pensar en comer le produjo un hormigueo en el estómago. Se recordó que no le hacía falta alimentarse: podía sobrevivir a base de agua, y de ésta no carecía. Había bebido un poco antes: quería mantenerse hidratada y eliminar las drogas administradas de su organismo…

Un momento. La bandeja. La comida iba en una bandeja de plástico. Si la rompía podía utilizar algún fragmento afilado para defenderse. Podía clavárselo en la cara. Podía clavárselo en los ojos.

La puerta empezó a abrirse. Crac, crac, crac.

Carol apoyó la espalda en la pared, tensa, con los ojos fijos en el tenue cuadrado de luz que rasgaba la oscuridad. Tenía que concentrarse, tenía que estar lista. Sólo dispondría de una oportunidad y no podía desaprovecharla.

El hombre de la máscara no entró en la celda; ni siquiera estaba junto a la puerta. Su sombra no se reflejaba en el suelo.

Una música empezó a sonar, una melodía parecida a jazz anticuado que recordó a Carol la época en que los hombres llevaban fedoras e iban a salas de baile. Los golpes y los gritos habían cesado.