La puerta seguía abierta. La última vez se había cerrado después de un par de minutos.
¿Acaso esperaba que ella saliera?
Para alcanzar la bandeja tenía que arriesgarse a cruzar ese umbral. Tenía que correr el riesgo de que él la viera. Y si la veía, su plan de fingir que estaba acostada se iría al garete.
Pero no podía defenderse sólo con las manos. El hombre de la máscara era demasiado fuerte. Y tenía un cuchillo. Ella necesitaba la bandeja. Carol se acercó más aún a la puerta abierta, atenta a cualquier ruido, a cualquier movimiento, a cualquier sombra.
Carol se situó en el rincón. Con mucho cuidado, se volvió a mirar.
La bandeja de plástico había sido desplazada hasta el final del largo pasillo. Debajo de la bandeja, ennegrecido por la débil luz, había un charco de sangre. Procedía de la mujer que yacía boca abajo en el suelo.
«No grites, que no se te ocurra gritar o él te oirá.»
Carol se mordió el labio inferior y concentró todos sus esfuerzos en apaciguar el pánico que la invadía.
«Ve a por la bandeja.»
Carol no se movió. Pensaba en la mujer muerta que yacía en el suelo. No se movía.
«Tienes que hacerte con esa bandeja. Si él vuelve con el cuchillo…»
Carol corrió.
La puerta empezó a cerrarse.
Carol siguió corriendo. Concentrada en la bandeja, la meta.
«Sigue corriendo.»
El final del pasillo parecía no llegar nunca. Levantó la bandeja, notando el tacto pegajoso de la sangre bajo los pies. Carol dio media vuelta, a punto de regresar a su cuarto, cuando sintió la mano de la mujer agarrándola del tobillo.
Carol gritó.
– Ayúdame -dijo la mujer con voz somnolienta-. Por favor.
Bam. Una puerta se cerró.
«Vuelve a tu cuarto.»
No puedo abandonarla…
«Está muerta, Carol. Vuelve a tu cuarto ya.»
Carol corrió bandeja en mano. Corrió tanto como pudo, forzando las piernas, susurrando: «Ayúdame, Dios mío, por favor, haz que la puerta esté…».
La puerta de su cuarto estaba cerrada.
No había manija. Carol clavó los dedos en el resquicio de la puerta, dedos manchados de sangre sobre el frío acero, intentando encontrar el modo de abrirla. Era imposible. La puerta estaba cerrada y ella se había quedado fuera, atrapada con la mujer muerta…
BAM. Otra puerta se cerraba. Y una segunda… Y otra.
El hombre de la máscara venía a por ella.
Capítulo 50
Darby despertó cuando la penumbra aún teñía la habitación de su madre, con una manta colocada sobre sus piernas. Sheila debía de haberla tapado mientras dormía. Darby no recordaba haberlo hecho.
Sheila estaba inmóvil. Darby se levantó, se inclinó hacia ella y oyó la suave y forzada respiración de su madre. Comprobó las pulsaciones. Todavía eran fuertes.
Pero no por mucho tiempo. Pronto, muy pronto, Sheila descansaría junto a Big Red y Darby se quedaría sola; sola en esa casa llena de fotos y recuerdos almacenados a lo largo de toda una vida, la bisutería barata que su madre había comprado en mercadillos y tiendas de descuento, toda orgullosamente guardada en una de las únicas piezas valiosas que poseía: un precioso joyero hecho a mano que había pasado por las manos de dos generaciones de mujeres McCormick.
Se acabarían las llamadas. Se acabarían las palabras de aliento. Se acabarían los cumpleaños compartidos, las vacaciones y las cenas del domingo por la noche en la ciudad. Se acabarían las conversaciones. Ya no habría nuevos recuerdos.
¿Y cómo podía ella luchar para evitar que se desvanecieran los que ya tenía? Darby pensó en el chaleco de franela de su padre, en cómo solía ponérselo después de su muerte para perderse en su calor y en sus efluvios a humo de puro y a loción Canoe, y así sentirse más cerca de él. ¿Qué prenda de su madre se pondría para luchar contra el olvido? ¿Qué había tenido en las manos Helena Cruz para mantener vivo el recuerdo de su hija Melanie? Ahora mismo, ¿estaría Dianne Cranmore despierta en la misma oscuridad, víctima del insomnio, sentada en el cuarto de su hija, presa de una mezcla de desesperación y esperanza, preguntándose dónde estaba Carol, preguntándose si estaría bien, preguntándose si volvería a casa o si no volvería a verla nunca más?
Darby se acostó en la cama de su madre. Se envolvió con la manta, notó que la almohada estaba húmeda de sudor. Sin saber por qué le vino a la cabeza la imagen de Rachel Swanson, aterrada en la cama del hospital. Ahora yacía en el frío depósito con una incisión en forma de Y dibujada en el pecho, con el miedo aún sellado en su interior.
¿Y Carol? ¿Estaría despierta ahora, respirando la misma penumbra?
Darby ignoraba muchas cosas de sí misma, pero de algo estaba segura: no podía, no estaba dispuesta a dejar de buscar a Carol. La encontraría, viva o muerta.
Salió al pasillo y se dirigió al cuarto de invitados. Encendió una lamparita de mesa, puso en marcha el ordenador y volvió a ver las fotos.
Rachel Swanson, con aquel rostro fuerte, vulgar y aquel bonito cabello.
Terry Mastrangelo, de aspecto normal, morena. Rachel era castaña.
Y Carol Cranmore, la más joven, con un cuerpo ya lo bastante formado como para atraer la atención de los hombres. En unos años sería una belleza. Darby ya había eliminado la atracción física como elemento unificador. Las mujeres ni siquiera se parecían. ¿Acaso se trataba de algún aspecto de su personalidad?
Darby intentó imaginarlo sentado al volante de una furgoneta, deambulando por las calles, en busca de mujeres que le llamaran la atención. ¿Las encontraba por casualidad y luego decidía vigilarlas durante un período de tiempo antes de trazar un plan de secuestro?
El hecho incuestionable era que secuestraba a estas mujeres y las mantenía encerradas en algún lugar donde nadie podía encontrarlas. No había cuerpos, no había pruebas. El Viajero era muy concienzudo.
Pero en casa de Carol había cometido un error. Había dejado un rastro de sangre. Rachel Swanson había escapado. Él planeaba hacerle algo, y librarse de ella parecía la única explicación razonable. Rachel estaba enferma. Ya no le servía de nada.
Y Rachel Swanson lo sabía. Así que se le anticipó. Era una superviviente. Había aprovechado el tiempo para concebir un plan, se había escapado y el Viajero la había matado porque temía que Rachel supiera algo que posibilitaría su captura. ¿Qué era? ¿Qué estaba pasando por alto?
Frustrada, Darby cogió el walkman y escuchó de nuevo la conversación grabada en la habitación del hospital.
– Me ha pillado -decía la voz de Rachel a través de los auriculares-. Esta vez me ha pillado del todo.
– Él no está aquí.
– Sí que está. Lo he visto.
– Aquí no hay nadie aparte de ti y de mí. Estamos a salvo.
– Vino anoche y me puso estas esposas.
Darby apretó el STOP. La llave de las esposas. Rachel dijo que tenía la llave de las esposas. Darby no la había encontrado bajo el porche.
Volvió a apretar el PLAY y se inclinó hacia delante, atenta a cada una de las palabras.
– Sé lo que anda buscando -decía Rachel-. Se lo quité del despacho. No puede encontrarlo porque lo enterré.
– ¿Qué enterraste?
– Te lo enseñaré, pero tienes que encontrar el modo de librarme de estas esposas. No encuentro la llave. Debe de habérseme caído.
Darby volvió a detener la cinta y miró las fotos.
Había una de Rachel Swanson en la parte trasera de la ambulancia. Tenía los brazos cubiertos de lodo. Las siguientes tres fotos eran instantáneas, tomadas desde más cerca, de las heridas que Rachel había sufrido en el pecho.
Encontró una de las manos de Rachel. Las uñas estaban llenas de tierra, la piel estaba llena de cortes; sangraba, pero no de pelear sino de ¡cavar!