Darby abrió las puertas traseras de la furgoneta y corrió hacia el lado del conductor. Le pesaban las piernas. Se sentó al volante y suspiró aliviada al ver que las llaves seguían puestas en el contacto. Arrancó y pisó con fuerza el acelerador. Su cuerpo se vio impulsado hacia delante mientras cruzaba el jardín. El sonido de un disparo le llegó por el auricular. Banville abrió fuego de nuevo: dos tiros cada uno.
Darby detuvo la furgoneta entre Washington y la puerta de la casa y, usando el vehículo como escudo, salió a atender al agente caído.
La tela de la chaqueta estaba rasgada por el impacto de la bala. No había sangre. Darby le bajó la cremallera. A través de la tela rota vio el chaleco antibalas con un orificio
Washington la miró, tenía los ojos muy abiertos y vidriosos; de su garganta salían sonidos entrecortados, vacilantes.
Darby lo agarró por los sobacos.
– Aguanta, te pondrás bien -dijo ella, y repitió esas palabras una y otra vez mientras lo arrastraba por el jardín, mientras una ráfaga de viento atroz hacía volar las hojas.
Por el auricular seguían llegando ruidos de gritos y estropicio de cristales.
Darby consiguió apoyar la parte superior del torso del agente en la parte de atrás de la furgoneta. Saltó al exterior, le cogió por las piernas y lo subió al vehículo.
Arrodillada a su lado, Darby le quitó el arma SIG Sauer de la cartuchera. Le desabrochó la camisa de un tirón y desató las tiras de velcro del chaleco para reducir la presión sobre la herida.
Más cristales rotos, pero éstos no procedían del auricular sino del exterior.
Con la pistola en la mano, cerró las puertas de la furgoneta. Boyle estaba en el garaje, armado.
Darby se echó al suelo. Un disparo rebotó en la puerta de la furgoneta. Rodó hacia un lado, se incorporó y corrió hacia la puerta delantera. El siguiente disparo impactó en la placa de la matrícula.
Le zumbaban los oídos. Sacó la pistola por encima de la capota delantera y apuntó al techo…
Boyle salió a la calzada.
«Va a por el coche», se dijo ella, y disparó dos veces.
Estaba demasiado lejos. Las balas se estrellaron contra un lado del garaje. Boyle tropezó y volvió a disparar… dentro del garaje. «Banville debe de estar allí.»
Boyle dio media vuelta y se fue hacia el bosque.
Darby le siguió. De camino vio a Banville dentro del garaje. Corrió hacia el bosque, pendiente del crujido de las ramas que se partían frente a ella; corría con la misma velocidad que en sus pesadillas, abriéndose paso entre las ramas secas que le herían la cara, los brazos, las manos.
Un nuevo disparo fue a impactar contra un árbol. Se le paralizaron las piernas y cayó al suelo, dándose un fuerte golpe contra las rocas y las ramas rotas. Darby se levantó enseguida y oyó los pasos de Boyle corriendo hacia ella, a toda prisa.
Oyó otros pasos acercándose por detrás, cruzando el bosque. Banville. De repente no oyó nada delante.
¿Dónde estaba Boyle?
Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y ahora podía ver el terreno que se extendía ante sus ojos, un montículo que luego descendía para luego subir de nuevo. Darby subió por la colina, abriéndose paso entre la densa arboleda, sujetando con fuerza la pistola.
El terreno se bifurcaba. Derecha o izquierda. Se imponía una decisión rápida.
Giró a la izquierda y se topó cara a cara con Daniel Boyle.
Darby elevó la pistola. Boyle la golpeó con la culata en la sien y ella sintió un dolor intenso antes de caer de espaldas. Boyle le pisó la mano que sujetaba el arma, partiéndole los dedos, y apoyó el cañón caliente de la pistola en su garganta.
Un disparo.
Boyle se tambaleó hacia un árbol. Banville dio media vuelta y le disparó de nuevo en el pecho. A pesar de eso, Boyle volvió a levantar el arma y Banville siguió disparándole hasta que la cara de Boyle se deshinchó como un globo y su cuerpo fue resbalando por el tronco del árbol, dejando a su paso un húmedo rastro rojo.
Capítulo 63
A Darby le temblaban las piernas. No podía aguantar de pie. Banville la cogió por la cintura y la alejó del cadáver. Ella no paraba de mirar a su espalda para asegurarse de que Boyle no iba tras ella.
– Está muerto, ya no puede hacerte daño -le susurraba Banville una y otra vez-. Se acabó.
Cuando por fin salieron del bosque la carretera ya no estaba a oscuras. Había coches de policía estacionados por todas partes, y sus luces azules giratorias alumbraban los árboles y las ventanas de la casa de Boyle.
Un poli de rostro abotargado se hallaba en el camino de acceso a la casa. El sheriff Dickey Holloway no se anduvo con rodeos. Le cabreaban los tiroteos en su territorio.
Darby se separó de ellos y fue hacia la casa. Trozos de yeso habían saltado de las paredes. El lugar emanaba un fuerte olor a cordita. Fue deambulando por las habitaciones hasta encontrar la puerta del sótano.
Los escalones conducían a un dantesco laberinto de pasillos tenebrosos. Darby gritó el nombre de Carol mientras iba de una habitación a otra, todas polvorientas y atestadas de cajas y muebles viejos. En el extremo más alejado del sótano había una pequeña bodega, llena de telarañas y olor a humedad.
Carol Cranmore no estaba allí. Allí no había nadie.
Se encontró a Banville en el salón cuando subió del sótano.
– Aquí abajo no hay celdas -dijo Darby-. Boyle tuvo que encerrar a Carol y a las demás mujeres en algún otro sitio.
Holloway estaba en el dormitorio, observando la maleta que había en el suelo. Una de las ventanas estaba rota.
– Se parapetó aquí y escapó por la ventana -dijo Banville-. Te disparó desde el tejado.
La maleta contenía una gran cantidad de ropa y un ordenador portátil. En los sobres había documentación falsa y mucho dinero.
– Da la impresión de que se estaba preparando para emprender un largo viaje -dijo Holloway-. Llegasteis justo a tiempo.
– Me gustaría echar un vistazo al ordenador -dijo Darby-. Tal vez encontremos algo que nos lleve hasta Carol.
– Ahora mismo alguien tendría que curarle esa herida. Con todos mis respetos, señora, está usted llenando de sangre mi escena del crimen.
Un enfermero le dio unos puntos en la mejilla y luego le aplicó una bolsa de hielo para controlar la hinchazón. Darby apenas podía ver con el ojo izquierdo, pero se negó en redondo a ir al hospital.
Darby se quedó sola en la parte trasera de la furgoneta, con la bolsa de hielo apretada contra la herida de la cara, mientras observaba a Holloway y a sus hombres dirigirse hacia el bosque.
Los focos de las linternas cruzándose en zigzag en medio de la arboleda trajeron a su mente el doloroso recuerdo de la búsqueda de Melanie. Ella se había convencido de que Melanie estaría a salvo, pero Mel nunca volvió a casa.
«Dios, por favor, haz que Carol esté viva. Creo que no podré superar esto otra vez.»
Banville se acercó y se sentó junto a ella.
– Uno de los hombres de Holloway tiene maña con los ordenadores. Ha puesto en marcha el portátil, pero al parecer todo su contenido está protegido por una contraseña. Vamos a necesitar a alguien que sea capaz de franquear ese código de seguridad si no queremos que se borren los archivos.
– Puedo recurrir al Laboratorio Informático de Boston. Están en otro edificio, así que la bomba no les afectó -dijo Darby-. Pero no trabajan de noche. Habrá que esperar hasta mañana. Preferiría no tener que perder tanto tiempo.
– ¿Se te ocurre otra idea?
– Podrías llamar a Manning. Tal vez conozca a alguien… y está por aquí.
Darby le puso al tanto de los detalles de su conversación con Evan. Banville se abstuvo de hacer ningún comentario. Tenía la mirada puesta en la punta de sus zapatos, sus manos jugueteaban con las monedas de los bolsillos.
Holloway salió del bosque.