Una tarde, después de que Sheila se hubiera ido a trabajar, el agente del FBI Evan Manning le hizo una visita, con una pizza y dos latas de Coca-Cola. Comieron en una mesa coja cerca de la piscina, disfrutando de la deliciosa vista compuesta por la tienda de bebidas alcohólicas y el aparcamiento de los camiones.
– ¿Cómo lo llevas? -le preguntó.
Darby se encogió de hombros. El aire cálido transportaba el denso ruido del tráfico y el olor a cansancio.
– No pasa nada si no quieres hablar de ello -dijo Manning-. No he venido a bombardearte a preguntas.
Darby pensó en hablarle del colegio, de cómo todo el mundo -incluidos la mayoría de los profesores- la miraba como si acabara de descender de un ovni. Incluso sus amigos la trataban de forma distinta: se dirigían a ella con cierta cautela, como si hablaran con alguien afectado de una enfermedad rara y terminal. De repente se había convertido en una persona interesante.
Y sin embargo no quería serlo. Anhelaba volver a su aburrido y antiguo yo, a ser una adolescente vulgar que espera con ansiedad la llegada del verano para leer, ir a la piscina y salir con Mel por el Cabo.
– Quiero ayudar a la policía a encontrar a Mel -dijo Darby.
Ella creía que, si conseguía colaborar en la búsqueda de Mel, todo quedaría perdonado y la gente dejaría de mirarla como si lo que les había sucedido a Mel y a Stacey fuera culpa suya.
Manning apoyó una mano en su brazo y le dio un apretón.
– Haré todo cuanto esté en mi mano por encontrar a Melanie. Y por capturar al hombre que te ha hecho esto. Te lo prometo.
Cuando Manning se hubo ido, Darby se dirigió a la máquina de bebidas a por otra Coca-Cola. Había una cabina telefónica junto a la puerta del despacho. Las palabras que llevaba ensayando durante toda la semana pugnaban por salir.
Metió una moneda en la ranura.
– ¿Diga? -contestó la señora Cruz.
«Siento todo lo sucedido. Siento lo de Mel, y siento que estén pasando por todo esto. Lo siento, lo siento, lo siento.»
Por mucho que lo intentó Darby no pudo pronunciar esas palabras. Se quedaron atascadas en la garganta, instaladas en ella como piedras calientes.
– Mel, ¿eres tú? -dijo la señora Cruz-. ¿Estás bien? Dime que estás bien.
La esperanza de la señora Cruz, vibrante y viva, hizo que Darby colgara y deseara huir lejos, muy lejos, a algún lugar donde nadie, ni siquiera su propia madre, pudiera encontrarla.
Sheila no podía seguir pagando el motel. La policía aún no había abandonado la casa, y cuando lo hiciera, llegaría el momento de la limpieza y las reparaciones. Darby pasaría el verano en la casa de la playa que sus tíos tenían en Maine. Sheila se quedaría en la ciudad con una compañera de trabajo. Iría y vendría de Maine cuando tuviera un día libre.
Darby acompañó a su madre a una tienda de ultramarinos de Saugus para aprovisionarse de comida para el largo viaje. En el escaparate de la tienda, pegado con celo cerca de la puerta para que todo el mundo lo viera al pasar, había un cartel con una gastada y amarillenta foto de Melanie. La palabra DESAPARECIDA estaba escrita en grandes y vistosas letras rojas encima de su cara sonriente. Se ofrecía una recompensa de veinticinco mil dólares y un número de teléfono gratuito al que llamar.
Sheila rebuscaba entre los cupones cuando Darby se dio la vuelta en dirección a las cajas registradoras y vio a la señora Cruz, hablando con el dueño del establecimiento. Éste cogió un nuevo póster de Melanie de manos de su madre y se dirigió hacia el escaparate.
La señora Cruz la vio. Sus ojos se encontraron, y Darby sintió todo el peso de la mirada de Helena Cruz; una mirada que transmitía algo que hizo que Darby sintiera ganas de menguar y huir: odio, frío y duro, concentrado en ella. Estaba segura de que, si tuviera la oportunidad, la señora Cruz cambiaría la vida de Darby por la de su hija.
Sheila rodeó a Darby por los hombros; la mirada de la señora Cruz languideció hasta apagarse.
El dueño de la tienda trajo la vieja foto amarillenta de Melanie desgastada por el sol y se la devolvió a su madre. La señora Cruz se marchó, dando pasos pequeños y deliberados, como si el suelo fuera una fina capa de hielo susceptible de romperse. Darby reconoció aquella forma de andar, la misma de su madre cuando se acercó al ataúd de Big Red para despedirse de él por última vez.
Quizás aún quedaba tiempo. Quizás Evan Manning encontraría a Melanie con vida. Quizás encontrara al hombre del bosque y lo matara. Al final de la película, el héroe siempre mataba al monstruo. Si el agente especial Evan Manning encontraba a Mel y la devolvía a casa, la vida estaría bien; no sería igual que antes de la aparición del monstruo, y desde luego se alejaría bastante de la normalidad, pero al menos podría vivirse.
El sábado por la mañana, que marcaba el inicio del fin de semana del día del Trabajo, Darby se levantó temprano para ayudar a su tío a excavar el hoyo que serviría para asar la langosta, según marcaba la tradición. Al mediodía ambos sudaban. Tío Ron dejó la pala en el suelo y dijo que iba un momento a casa a por un par de refrescos.
Darby siguió cavando. Mientras respiraba el aire fresco y salino procedente del mar, no dejaba de pensar en Melanie; se preguntaba qué clase de aire respiraría ella ahora, si es que aún podía respirar.
Habían desaparecido otras tres mujeres por la zona donde ella vivía. Darby lo había descubierto dos semanas atrás, cuando tío Ron y tía Barb la habían llevado a desayunar fuera. Mientras esperaban mesa, Darby hojeó un ejemplar del Boston Globe. La frase «Verano del Terror» resaltaba en primera página, sobre las caras sonrientes de cinco mujeres y una adolescente con aparatos de ortodoncia.
Darby reconoció la foto de Melanie al instante, junto con las de las dos primeras mujeres, Tara Hardy y Samantha Kent. Había tenido en sus manos esas mismas fotos.
La información sobre Hardy y Kent era un refrito de todo lo que ya sabía. El artículo ponía el acento sobre las tres mujeres desaparecidas después de Melanie: Pamela Driscol, de veintitrés años, originaria de Gharlestown, que asistía a clases nocturnas para sacarse el título de enfermera y que había sido vista por última vez cuando cruzaba a pie el aparcamiento de la universidad; Lucinda Billingham, de veintiuno, de Lynn, una madre soltera que salió a comprar cigarrillos y nunca regresó; y Debbie Kessler, también de veintiún años, una secretaria de Boston que fue a comprar bebidas una noche a la salida del trabajo y que nunca llegó a casa.
La policía encargada de las investigaciones no hacía el menor comentario sobre las pruebas que podían constituir un nexo de unión en las desapariciones, pero confirmaba que se había organizado una unidad especial dirigida por un agente especial que pertenecía a una nueva unidad de conducta del FBI llamada Ciencias del Comportamiento. Según el artículo, los agentes que componían esta unidad eran especialistas en el estudio de la mente criminal, sobre todo la de los asesinos en serie.
– Hola, Darby.
Darby reaccionó y volvió al presente. Pero no era tío Ron quien le ofrecía una lata de Coca-Cola, sino Evan Manning. Ella captó la mirada triste, casi vacía, que se reflejaba en sus ojos y supo, al instante, lo que había venido a decirle.
Darby soltó la pala y salió corriendo.
– ¡Darby!
Ella siguió huyendo. Si no le oía pronunciar lo que había ido a decirle, era como si no fuera cierto.
Manning la alcanzó cerca del agua. En un primer momento se zafó de sus brazos, pero al segundo intento él la agarró del hombro y la obligó a darse la vuelta con firmeza.
– Le tenemos, Darby. Se acabó. Ya no podrá hacerte daño.