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Los técnicos forenses del laboratorio estatal habían llegado poco antes de medianoche y se habían establecido dos grupos: uno para proceder al examen de la casa y el otro para trabajar en el bosque.

Evan no tenía acceso libre ni al bosque ni a la casa. Se pasó la mayor parte del tiempo al teléfono, paseando cerca del extremo más alejado del jardín, bajo el roble. Darby se dedicó a prestar declaración ante dos detectives de Holloway.

Banville llegó procedente del bosque, con aspecto agotado.

– Holloway ha encontrado la cartera de Boyle, el teléfono y las llaves… Muchas llaves -anunció-. ¿Cuánto os apostáis a que una de ellas se corresponde con la de la casa de Slavick?

– Dudo que los federales consientan en que nos acerquemos hasta que les permitamos el acceso a la casa de Boyle.

– ¿Por dónde anda Manning?

– Su teléfono debe de estar a punto de echar humo. Estoy segura de que Zimmerman y su banda de elfos felices se presentarán aquí en cualquier momento intentando meter las narices. Ahora que saben que se han cargado al hombre equivocado tienen que estar histéricos.

– Boyle llevaba una de esas BlackBerry en el bolsillo -dijo Banville-. Holloway ha estado revisándola. No ha encontrado ningún correo electrónico, pero el aparato guarda un registro de todas las llamadas, tanto entrantes como salientes. Boyle llamó a alguien esta noche a las nueve y dieciocho.

– ¿A quién llamó?

– Todavía no lo sé. La llamada duró cuarenta y seis segundos. Holloway afirma que el prefijo corresponde a Massachusetts. Ahora está intentando averiguar a quién pertenece el número. ¿Has hablado con Manning?

– No. No me ha dicho nada.

– Bien, mejor así. Hagamos sudar a ese capullo, para variar.

Sonó el móvil de Banville. Se le demudó el semblante.

– Es Dianne Cranmore -dijo-. Tengo que contestar. Luego me ocuparé de que alguien te lleve a casa… No discutas, Darby. No te quiero por aquí cuando lleguen los federales. Ya aguantaré yo su bronca. Si alguien te pregunta, obedecías órdenes mías.

Darby observaba cómo dos miembros de la oficina del forense sacaban un cadáver en camilla cuando Evan se plantó a su lado.

– La herida de la cara se te está hinchando. Deberías aplicarte más hielo.

– Cogeré más de camino a casa.

– ¿Ya te marchas?

– En cuanto Banville me consiga un coche -dijo Darby.

– Ya te llevo yo.

– ¿Seguro que quieres irte?

– No es que sea muy popular que digamos en estos momentos.

– ¡No me digas!

– ¿Y si firmamos una tregua y dejas que te acompañe a casa? O mejor aún, ¿por qué no te llevo al hospital?

– No necesito ir al hospital.

– Entonces te llevo a casa.

Darby miró la hora. Era más de medianoche. Si Banville no conseguía encontrar a alguien que la acompañara, ella tendría que recurrir a Coop o esperar a algún agente de Banville. En cualquiera de los dos casos no llegaría a Belham hasta al menos las tres. En cambio, si accedía a irse con Evan, llegaría a casa a una hora razonable; podría dormir un rato y volver al día siguiente para proseguir con la búsqueda.

– Espera a que se lo comente a Banville -dijo Darby.

Ya en el interior del coche Darby miró por el espejo retrovisor y contempló cómo el resplandor blanco y azul de las luces de policía se hacía más pequeño y más tenue. Una parte de ella se sentía como si estuviera abandonando a Carol.

Cuando el resplandor desapareció por fin y sólo los focos del coche iluminaban la carretera que tenía frente a ella, Darby notó que le costaba respirar. El interior era demasiado pequeño. Necesitaba aire. Necesitaba moverse.

– Para el coche.

– ¿Qué pasa?

– Para, por favor.

Evan se detuvo en el arcén. Darby abrió la portezuela y, tambaleándose, salió a la carretera. Estaban rodeados de un tramo de oscuro bosque; en su cabeza persistía la imagen de Carol encerrada en aquella celda fría y gris, sola y asustada, lejos de su madre.

Darby conocía esa clase de miedo. Lo había sentido cuando se escondió debajo de la cama, cuando se encerró en el cuarto de su madre, y más tarde, cuando oyó los gritos de Melanie pidiendo ayuda.

Evan apagó el motor. Una puerta se abrió y se cerró a espaldas de Darby. Un momento después, ella oyó unos pasos que resonaban sobre la grava.

– Has hecho todo lo que has podido por ella -dijo él, con voz amable.

Darby no respondió. Siguió con la mirada fija en el bosque.

Carol estaba enterrada en algún lugar de la espesura.

Concentró su atención en el diminuto centelleo blanco y azul que brillaba a lo lejos. Pensó en Boyle, junto a la ventana de su dormitorio, observando cómo la furgoneta subía hacia su casa y…

– Hizo una llamada telefónica -dijo Darby en voz alta.

– ¿Disculpa?

– Boyle llamó a alguien después de que llegáramos a su casa. La llamada aparecía registrada en la BlackBerry. La hizo a las nueve y dieciocho minutos. Nosotros llegamos a su casa poco después de las nueve. Recuerdo haber visto la hora en el monitor.

Darby imaginaba la escena con claridad: Boyle apostado en la ventana, viendo el supuesto vehículo de la compañía telefónica. ¿Cómo había adivinado que era la policía? No fue así. Banville se quedó en la calle. ¿Le habría visto Boyle? Tal vez.

«Aceptemos que Boyle vio a Banville. Boyle coge el arma y antes de bajar hace una llamada. ¿A quién llamó? ¿Quién podía ayudarle…?»

– Oh, Dios. -Darby se pasó la mano por el cuello-. Boyle hizo esa llamada porque tenía a alguien que trabajaba con él. El Viajero no era una sola persona, sino dos. Boyle llamaba para avisar a su compañero.

Darby se dio la vuelta. Evan tenía la mirada perdida; sus ojos parecían sumidos en una profunda reflexión.

– Piénsalo -prosiguió Darby-. Boyle organizó tres explosiones: la de la furgoneta, la que metió en una caja de FedEx dentro de un maniquí, y la última, la bomba de fertilizante que estalló en el hospital.

– Ya veo por dónde vas. Boyle podría haber dejado la furgoneta la noche anterior y salir a la mañana siguiente con el vehículo de FedEx.

– Los micrófonos se conectaron a una hora concreta. Boyle sólo pudo hacerlo si nos tenía vigilados. Pero no habría podido vigilarnos y conducir la furgoneta de FedEx al mismo tiempo.

– No es una hipótesis descabellada -dijo Evan-. Quizá Slavick fuera su cómplice. Encontramos muchas pruebas en su casa.

– Slavick no era el cómplice: era el cabeza de turco.

– Tal vez Slavick traicionó a Boyle y éste decidió dejar que cargara con las culpas. Muerto Slavick, Boyle puede recoger las cosas y largarse. Estaba preparándose para partir, ¿no?

– Me has dicho que registrasteis a fondo la casa de Slavick sin encontrar ninguna celda.

– Cierto. Pero las hallamos en casa de Boyle.

– Los números no cuadran.

– No te sigo.

– Había sólo dos celdas en casa de Boyle -dijo Darby-. Rachel me habló de las demás mujeres encerradas con ella: Paula y Marci. Eso hace tres mujeres; no, cuatro. Había cuatro personas contando a Racheclass="underline" Paula, Marci y el novio de Rachel, Chad. Así que, además de Rachel, había tres prisioneros más, encerrados en el mismo sitio. Boyle tenía que disponer de algún otro escondrijo.

– Tal vez primero fueran Chad y Rachel. Después de acabar con Chad, Boyle debió de llevar a Marci, y cuando ésta murió, Boyle, o Boyle y Slavick, secuestraron a Paula.

– No, estaban todos a la vez.

– Eso no puedes asegurarlo -dijo Evan-. Rachel Swanson deliraba. Cuando estaba en el hospital, creía hallarse todavía en la celda.

– Oíste la cinta. Rachel me dijo que no había salida, sólo escondrijos. Las celdas de la casa de Boyle eran pequeñas. Allí no había ningún lugar donde Rachel pudiera esconderse. Y todas esas indicaciones que se escribió en el brazo. Rachel dijo: «Da igual que vayas a la derecha, a la izquierda o recto, todos los caminos llevan a un callejón sin salida». Rachel y las otras mujeres estaban encerradas en otro lugar, estoy segura de ello.