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Sheila resiguió con el dedo una foto de Darby durmiendo en su cuna.

– No dejo de pensar en estas fotos…, en los recuerdos que atesoran -dijo su madre-. Me pregunto si puedes llevarte los recuerdos contigo, o si simplemente se desvanecen cuando mueres.

A Darby le temblaba la voz, pero sabía lo que debía preguntar.

– Mamá, cuando estuve en el sótano con Manning, él dijo algo sobre Mel. -Hizo un esfuerzo sobrehumano para seguir-. Cuando le pregunté dónde la había enterrado, qué había sido de ella, Manning me dijo que te lo preguntara a ti.

Sheila reaccionó como si acabaran de abofetearla.

– ¿Sabes algo? -preguntó Darby.

– No. No, por supuesto que no.

Darby apretó las manos. Sintió un leve alivio.

Sacó un papel doblado: era la copia en color que había hecho de la imagen de la pizarra. La dejó encima del álbum de fotos.

– ¿Qué es esto? -inquirió Sheila.

– Ábrelo.

Sheila lo hizo. Se le alteró el semblante, y entonces Darby lo supo.

– ¿Se supone que debo conocer a esta persona? -preguntó Sheila.

– ¿Recuerdas la foto que la enfermera encontró en la ropa que dejaste para donar? Te la enseñé y me dijiste que era una foto de Regina, la hija de Cindy Greenleaf.

– La morfina me afecta a la memoria. ¿Puedes llevarme dentro? Estoy muy cansada y quiero acostarme.

– Esa foto está colgada en una de las pizarras de comisaría. Esta mujer fue una de las víctimas de Boyle y Manning. No la hemos identificado.

– Llévame dentro, por favor -insistió Sheila.

Darby no se movió. Odiaba lo que estaba haciendo, pero no tenía más remedio.

– Cuando Boyle se fue de Belham, se instaló en Chicago. Nueve mujeres desaparecieron antes de que se marchara a Atlanta. Otras ocho mujeres desaparecieron allí y veintidós en Houston. Boyle iba de estado en estado mientras Manning preparaba pruebas falsas para cargar las muertes a cabezas de turco. Hablamos de un centenar de víctimas, quizá más. De algunas no sabemos ni su nombre. Como la mujer de la foto.

– Deja esto, Darby. Por favor.

– Estas mujeres tenían familia. Hay madres por ahí que, como Helena Cruz, se preguntan cada día qué ha sido de sus hijas. Sé que me ocultas algo. ¿Qué es, mamá?

Sheila contemplaba una de las fotos de Darby: en ella le faltaban los dos dientes delanteros y estaba de pie en la bañera.

– Tienes que decírmelo, mamá. Por favor.

– Tú no sabes lo que es…

Darby aguardó. El corazón se le aceleraba.

– ¿Qué es lo que no sé, mamá?

Sheila estaba pálida. Darby distinguió las venitas azuladas que surcaban su piel de marfil.

– Cuando coges a tu hija por primera vez, cuando la tienes en brazos y le das de comer, y la ves crecer, harías cualquier cosa para protegerla. Cualquier cosa. El amor que sientes… Dianne Cranmore te lo dijo. Es un amor mayor del que se puede soportar.

– ¿Qué pasó?

– Él tenía tu ropa -dijo Sheila.

– ¿A quién te refieres?

– Ese detective, Riggers, me dijo que había encontrado ropa perteneciente a algunas de las mujeres desaparecidas en casa de Grady. Y fotos. Tenía fotos de ti y se había llevado algunas prendas tuyas.

– No me quitó nada esa noche.

– Riggers me dijo que Grady debía de haber entrado en casa y que aprovechó para llevarse parte de tu ropa. No dijo por qué. No importaba. Nada importaba porque Riggers malogró el registro: fue un registro ilegal, y en consecuencia se invalidaron todas las pruebas encontradas porque esos hombres, que se creían profesionales, lo habían echado todo a perder y Grady iba a salir impune.

– ¿Te lo contó Riggers?

– No. Fue Buster, el amigo de tu padre. ¿Te acuerdas de él? Solía llevarte al cine y…

– Sé quién es. ¿Qué te dijo?

– Buster me contó que Riggers había jodido el caso, me dijo que intensificaron la vigilancia sobre Grady por si podían encontrar algo antes de que éste hiciera las maletas y se largara.

A Sheila le temblaba la voz.

– Ese… monstruo entró en mi casa para matar a mi hija, y la policía iba a dejarlo escapar.

Darby sabía lo que venía, lo sentía directo hacia ella con la fuerza de un tren en marcha.

– Tu padre… tenía una pistola. Para emergencias, decía. La tenía en el taller. Yo sabía usarla, como también sabía que no podrían seguir el rastro del arma. Cuando Grady se fue a trabajar, me dirigí a su casa. Llovía. La puerta del porche trasero estaba entreabierta. Entré. Había estado empaquetando enseres. Había cajas por todas partes.

Darby sintió un escalofrío.

– Me escondí en su cuarto hasta que llegó. Esperé a que subiera y se acostara. Oí que encendía el televisor y me figuré que se habría quedado dormido en el sofá, así que bajé. Estaba tirado en una silla. Había bebido. Tenía una botella en el suelo. Subí el volumen del televisor y me acerqué a la silla. No se movió, ni se despertó, cuando apoyé la pistola en su frente.

Capítulo 76

Darby recordó cómo era la casa de Victor Grady, la peor de sus pesadillas: las habitaciones pequeñas con mobiliario de segunda mano, los cubos rebosantes de basura y de envases de comida rápida. Le imaginó volviendo del trabajo, abriendo cajones y guardando ropa en cajas, bolsas de basura, donde fuera. Tenía que abandonar la ciudad cuanto antes porque la policía intentaba cargarle el muerto de las desapariciones de aquellas mujeres.

Y allí estaba Sheila, bajando la escalera. Sheila pisando la moqueta hacia la silla donde yacía, dormido, Victor Grady. Su madre, una experta en rebajas y coleccionista de cupones descuento, apoyó el cañón de la 22 en su frente y apretó el gatillo.

– El disparo no hizo mucho ruido -dijo Sheila-. Estaba colocándole la pistola en las manos cuando oí unos pasos que subían por la escalera del sótano. Era ese hombre, Daniel Boyle. Pensé que era de la policía y no me equivoqué. Llevaba placa. Dijo que era agente federal.

Darby vio la escena ante sus ojos: el disparo quedó amortiguado por la lluvia y el ruido del televisor, pero Boyle lo había oído porque estaba dentro de la casa, en el sótano, dejando más pruebas. Subió la escalera convencido de que Grady se habría suicidado y se encontró con Sheila junto al cadáver.

– Cuando vi la placa me derrumbé -dijo Sheila-. Sólo podía pensar en ti…, en lo que sería de ti si yo iba a la cárcel. Le supliqué que me dejara marchar. No dijo nada. Se quedó allí, mirándome. No parecía sorprendido ni molesto. Nada…

Darby se preguntó por qué no había matado a su madre, o, peor aún, por qué no la había secuestrado. No, ambas opciones habrían levantado un cúmulo de sospechas. Boyle estaba allí para cerrar el caso de Grady y ahora Grady estaba muerto. Boyle tenía que pensar en algo. Rápido.

Entonces Darby recordó que Evan le había dicho que había estado vigilando la casa de Grady. Evan sabía que Boyle estaba dentro, dejando pruebas para incriminar a Grady. Evan había provocado el incendio.

– Me dijo que me fuera a casa y esperara su llamada -prosiguió su madre-. Me dijo que si se lo contaba a alguien, iría a la cárcel. Tuve que salir por la puerta del sótano. No supe lo del fuego hasta la mañana siguiente.

»Me llamó dos días después y me dijo que se había ocupado de Grady. Pero el fuego había destruido la mayor parte de las pruebas. Dijo que tenía una idea, algo que me libraría de la cárcel. Me informó de que había encontrado pruebas, pero que yo tenía que encargarme de ellas porque él estaba ocupado con el caso. Las pruebas estaban enterradas en el bosque. Me dio instrucciones precisas y me dijo que las trajera a casa. Él pasaría luego a buscarlas. No me explicó de qué se trataba. No dejaba de repetir que no me preocupara, que comprendía por qué había matado a Grady.