– ¿Dónde está Melanie?
– Volvamos a casa.
– ¡Dígame qué ha pasado! -Darby se sorprendió del tono de furia que emanaba de su propia voz. Intentó controlarlo, pero el miedo ya estaba allí, surcando sus miembros, diciéndole que siguiera adelante y lo proclamara a gritos-. No quiero esperar más. Estoy harta de esperar.
– Su nombre era Victor Grady -dijo Manning-. Era mecánico y secuestraba mujeres.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Grady murió antes de que tuviéramos ocasión de hablar con él.
– ¿Le mató usted?
– Se suicidó. No sé qué ha sido de Mel, ni de ninguna de las otras. Cabe la posibilidad de que nunca lo sepamos. Ojalá pudiera ofrecerte una respuesta mejor. Lo siento.
Darby abrió la boca para decir algo, pero no consiguió emitir ningún sonido.
– Vamos -dijo Evan Manning-. Volvamos a casa.
– Ella quería ser cantante -dijo Darby-. El día de su cumpleaños su abuelo le compró una grabadora y Mel vino a casa sin poder contener el llanto porque nunca había oído su voz grabada y creyó que sonaba terrible. Vino a mí porque yo sabía que quería ser cantante. Nadie más lo sabía. Compartíamos un montón de secretos como ése.
El agente del FBI asintió, animándola a hablar con ese aire tranquilo y de seguridad que tan bien sabía transmitir.
– Le encantaban las chuches, pero odiaba las de sabor a limón y siempre las sacaba de la bolsa. Siempre fue muy melindrosa comiendo: no podía soportar comer con las manos, lo consideraba asqueroso. Y tenía un gran sentido del humor. Era muy tranquila, pero podía…, bueno, había veces en que hacía un simple comentario y yo me partía de risa, me reía tanto que me dolía el estómago. Era… Mel era una chica genial.
Darby quería seguir hablando, quería encontrar el modo de usar las palabras para construir un puente que permitiera al agente especial Manning viajar en el tiempo y demostrarle que Melanie era algo más que los pies de foto de los periódicos o los comentarios de las noticias. Quería seguir hablando hasta que el nombre de Melanie tuviera el mismo peso en el aire que el que tenía en su corazón.
– No debería haberla dejado sola -dijo Darby, y las lágrimas afloraron de nuevo, esta vez con más fuerza.
Deseó que su padre estuviera allí con ella en ese momento; deseó que no se hubiera detenido para ayudar a aquel conductor, un esquizofrénico en libertad vigilada que había pasado tres años en la cárcel por intentar matar a un policía. Deseó poder tener a su padre a su lado aunque fuera sólo un minuto, un único minuto, para poder decirle lo mucho que lo quería y cuánto le echaba de menos. Si su padre estuviera allí, Darby podría contarle todos sus pensamientos, todos sus sentimientos. Su padre la entendería. Y quizá, sólo quizá, se llevaría sus palabras con él y las compartiría con Stacey y Melanie, dondequiera que estuvieran ahora.
SEGUNDA PARTE
Capítulo 6
Carol Cranmore se apoyó en la cama, jadeando, mientras Tony caía sobre ella.
– Dios -dijo él.
– Sí.
Ella paseó las manos por su espalda. El sudor de Tony olía a colonia, a cerveza y al débil pero dulce aroma de la marihuana que ambos habían fumado en el porche. Tony tenía razón. Hacer el amor cuando estás colocado era increíble. Se echó a reír.
Tony levantó la cabeza.
– ¿Qué pasa?
– Nada. Te quiero.
Ella besó en la mejilla y se dispuso a incorporarse, pero ella le aprisionó las lumbares con las piernas.
– No te muevas -dijo ella-. Sólo quiero seguir así, como estamos, un rato más, ¿vale?
– De acuerdo.
Tony volvió a besarla, esta vez con más intensidad, y se dejó caer de nuevo encima de ella. La mente de Carol voló hacia esas canciones ridículamente cursis que oía en American Idol. Quizás aquellas canciones pegajosas reflejaran lo que sentía por Tony, esa sensación perfecta de encajar y ser una sola persona capaz de enfrentarse al mundo. Quizá toda la mierda y las decepciones que debías arrostrar en la vida cotidiana, sobre todo si vivías en el sobaco del universo -dígase Belham, Massachusetts-, convertían los momentos como éste, con Tony, en algo todavía más especial.
Sonriente, Carol escuchó el rítmico golpeteo de la lluvia sobre el tejado y se dejó mecer por el sueño.
Carol Cranmore despertó de un sueño en el que había sido nombrada reina del baile, algo totalmente absurdo porque no sentía el menor interés por los bailes de instituto. Tanto ella como Tony habían boicoteado el de este año, y en lugar de asistir se fueron al cine y a cenar.
Sin embargo, había un aspecto del sueño que le gustaba: la parte en que se sentía aceptada por todos los asistentes que, congregados delante del escenario, la aplaudían a rabiar. Y podría haberse quedado así, envuelta en el cálido recuerdo, de no haber sido por aquel sonido que parecía un coche dando marcha atrás. En la oscuridad extendió la mano en busca de Tony.
El otro lado de la cama estaba caliente pero vacío. ¿Se había ido a casa?
Carol le había dicho que podía quedarse. Su madre pasaría la noche en casa de su nuevo novio, en Walpole, cuando terminara el turno en la fábrica de papel. Walpole estaba más cerca de su trabajo en Needham, y eso significaba que Carol disponía de la casa para ella y para hacer lo que le viniera en gana, y lo que le apetecía era que Tony se quedara a dormir con ella. Él había llamado a su madre y le había dicho que pasaría la noche en casa de un amigo.
Las velas de la mesita seguían ardiendo. Carol se sentó en la cama. Eran casi las dos.
La ropa de Tony estaba esparcida por el suelo. Debía de estar en el cuarto de baño.
La hierba le había dado hambre. Una bolsa de Fritos y una barrita de chocolate le llenarían el estómago.
Apartó la sábana y se levantó, desnuda; era una chica alta para su edad, de cuerpo esbelto y ágil que se redondeaba en los lugares adecuados. No se molestó en vestirse; no le importaba estar desnuda cerca de Tony, siempre dispuesto a decirle lo guapa que era. No conseguía quitarle las manos de encima. Abrió la puerta del dormitorio, y la luz del cuarto de baño rasgó la oscuridad del pasillo.
– Tony, ¿te importaría hacer un viajecito al 7-Eleven?
Él no respondió. Ella atisbó en el cuarto de baño y vio que no estaba allí.
Tal vez estuviera usando el del piso de abajo para disfrutar de mayor intimidad.
Había algunas galletas saladas en la alacena. Se comería unas cuantas mientras esperaba a que Tony saliera del cuarto de baño.
En el pasillo soplaba una brisa fría. Se puso la ropa interior y la camisa blanca de Tony. Notó un ligero mareo al andar, hasta el punto de que tuvo que detenerse un par de veces para buscar apoyo en la pared.
La puerta de la cocina estaba abierta de par en par, al igual que la puerta que daba al porche trasero. Tony no se había ido; las llaves del coche y la cartera estaban dentro de la gorra de béisbol de los Red Sox que había dejado sobre la encimera. «Habrá salido a fumarse un cigarrillo», pensó. Su madre no tenía muchas reglas, pero si había algo que la obsesionaba era el olor a humo en casa: detestaba cómo se adhería a los muebles.
Desde la puerta del porche, Carol observó cómo llovía. La lluvia producía un ruido sordo y persistente, un firme murmullo. Delante del coche de Tony había aparcado una furgoneta negra que había vivido días mejores. Una de las puertas estaba abierta, y oscilaba debido al viento que empujaba la cortina de lluvia. Creyó haber oído el crujido de los goznes de la puerta. Imaginaciones suyas. ¡Dios, seguía bajo los efectos de la marihuana!
Lo más probable era que la furgoneta fuera del hijo de su vecino, Peter Lombardo, que tenía la costumbre de desaparecer durante varios meses para de improviso volver a casa, hecho polvo y arruinado; se quedaba el tiempo suficiente para ahorrar dinero y desaparecer de nuevo. Con las prisas para huir de la lluvia Peter debía de haberse olvidado de cerrarla.