»Salí a primera hora, con los guantes de jardinería y una pala pequeña. Encontré una bolsa de papel llena de ropa, ropa de mujer, y una foto.
– ¿La que acabo de mostrarte?
Sheila asintió. Apretó los labios.
– ¿Sabes cómo se llama? -preguntó Darby.
– Él no me lo dijo.
– ¿Qué más encontraste?
En los ojos de su madre vio una sombra que hizo que Darby tuviera ganas de salir corriendo.
– ¿Encontraste…? -Le falló la voz. Tragó saliva-. ¿Encontraste a Melanie?
– Sí.
Darby notó una punzada en el estómago, fría como la hoja de un cuchillo.
– Vi su cara -dijo Sheila. Las palabras salían aceradas, como espinos-. La bolsa estaba enterrada sobre la cabeza de Mel.
Darby abrió la boca pero no pudo pronunciar palabra. Sheila rompió a llorar.
– No sabía qué hacer, así que volví a cubrir el hoyo y me fui a casa. Me llamó a la mañana siguiente y lo primero que hice fue contarle lo de Melanie. Me dijo que ya lo sabía y me ordenó que fuera a correos. Allí me esperaban una cinta de vídeo y un sobre cerrado. Dijo que viera la cinta y le explicara lo que aparecía en ella. Era yo. Cavando en el bosque.
A Darby le daba vueltas la cabeza, todo su entorno se había convertido en una difusa nube.
– El sobre contenía fotos: fotos de ti en casa de tus tíos. Me dijo que si contaba lo sucedido, si hablaba de lo que había encontrado en el bosque, enviaría la cinta al FBI. Y luego, cuando yo estuviera en la cárcel, te mataría. Y le creí. Ya había intentado hacerlo una vez, no podía… No podía correr ese riesgo.
Sheila se llevó el puño a la boca.
– Siguió enviándome fotos para recordármelo todo: de ti en el colegio, jugando con tus amigas… Incluso las metía en felicitaciones de Navidad. Y luego empezó a enviar prendas de ropa.
– ¿Ropa? ¿Ropa mía?
– No. Eran… eran de otras personas. De otras mujeres. Venían en paquetes, junto con las fotos, como ésta. -Sheila agarró la hoja de papel-. No sabía qué hacer.
– Mamá, ¿dónde está esa ropa?
– Pensé que tal vez, sólo tal vez, podía hacer algo. Hacer envíos anónimos a la policía quizá. No sé. No sé qué pensaba, pero las guardé durante mucho tiempo.
– ¿Se lo contaste a alguien? ¿A un abogado, por ejemplo?
Sheila negó con la cabeza. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
– No dejaba de pensar en lo que sucedería si decía algo. ¿Qué pasaría si iba a la policía para confesar lo que hice? ¿Después de haber guardado la ropa de todas esas mujeres sin decir nada? La gente habría creído que tú me ayudaste a encubrir las pruebas. No importaba que no fuera verdad. La gente habría pensado que tú estabas implicada… Mira lo que pasó en aquel caso de violación. Tu compañero colocó las pruebas y todos creyeron que le habías ayudado. Confesarlo todo habría significado arruinar tu carrera.
Darby tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar.
– ¿Qué hiciste con esa ropa?
– Estaba en las cajas que donaste a la parroquia.
– ¿Y con las fotos?
– Las tiré.
Darby enterró la cara en las manos. Veía las fotos de todas esas mujeres, docenas de fotos dispuestas en las pizarras de la comisaría. Si su madre hubiera contado lo que sabía, algunas de esas mujeres estarían vivas. Esa idea arraigaba dentro de ella, plantada como una semilla, y sus raíces se hundían más y más.
– No sabía qué hacer -dijo Sheila-. No podía cambiar el pasado. Pensé en acudir a la policía cientos de veces, pero sólo podía pensar en ti…, en lo que sería de ti si me encerraban. Tú eras lo más importante.
– El lugar donde encontraste a Mel -dijo Darby.
– No lo sé.
– Piénsalo.
– Llevo todo el día pensándolo, desde que vi la cara de ese hombre en televisión. No me acuerdo. Sucedió hace más de veinte años.
– ¿Recuerdas dónde aparcaste el coche? ¿Cuánto rato anduviste?
– No.
– ¿Y las instrucciones de Boyle? ¿Las has conservado?
– Las tiré. -Sheila sollozaba, resistiéndose a seguir hablando-. No me odies. No puedo morir sabiendo que me odias.
Darby pensó en Mel, enterrada en algún lugar del bosque, sola, sin que nadie la encontrara.
– ¿Puedes perdonarme? -dijo Sheila-. ¿Al menos puedes hacer eso?
Darby no contestó.
Pensaba en Meclass="underline" junto a las taquillas, pidiéndole que perdonara a Stacey para volver a ser amigas. Darby deseaba haber accedido. Deseaba haber perdonado a Stacey. Quizás así Mel y Stacey no habrían salido de casa ese día. Quizás aún estarían vivas. Quizá todas esas mujeres lo estarían.
– Mamá… Oh, Dios…
Darby cogió las manos de su madre; eran las mismas manos que la habían abrazado, y las mismas que habían matado a Grady y vuelto a sepultar la cara de Melanie. Darby notó la fuerza que emanaba de ellas; seguía allí, aunque no por mucho tiempo. Su madre no tardaría en morir, y Darby la enterraría. Y algún día ella también moriría: sería enterrada y olvidada. Ese día, si es que existía aquel lugar llamado cielo, tal vez se reuniera con Melanie y pudiera decirle lo mucho que lo sentía.
Quizá Mel la perdonaría.
Quizá Stacey también.
Era su mayor deseo.
Agradecimientos
Este libro no habría podido escribirse sin el apoyo y los conocimientos de la criminalista Susan Flaherty. Susan no sólo tuvo la enorme amabilidad de llevarme a su lugar de trabajo en el Laboratorio Criminalístico de Boston, sino que también respondió con paciencia a todas mis preguntas técnicas. Todos los errores son míos.
Mi agradecimiento a Gene Farrell, cuya colaboración fue inestimable en las cuestiones sobre procedimiento policial, al igual que a Gina Gallo. George Dazkevich me ayudó a comprender gran parte de la información referente a ordenadores sin reírse demasiado.
Me gustaría hacer una mención especial para Dennis Lehane, por sus muchas palabras de apoyo y aliento a lo largo de los años, por sus consejos y su amistad.
Un agradecimiento especial a los escritores y amigos John Connolly y Gregg Hurwitz, quienes tuvieron la paciencia de leer todas las versiones del manuscrito y ofrecerme sus consejos.
Y, por último, aunque no por ello menos importante, un sincero agradecimiento a mi publicista y amiga Maggie Griffin. Por todo. Eres la mejor, Mags.
La escritura, al menos en mi caso, es un proceso más doloroso que placentero. Desaparecidas fue una obra especialmente difícil, y hay toda una serie de personas que merecen mi agradecimiento por su ayuda y por su amabilidad al soportarme: Jen, Randy Scott, Mark Alves, Ron y Barbara Gondek, Richard Marek, Robert Pépin y Pam Bernstein. Mel Berger me ayudó en los momentos difíciles y leyó con atención todos los capítulos de esta novela. Mi editora, Emily Bestler, me ofreció consejos que mejoraron la novela. Gracias, Emily, por tu increíble paciencia.
También merece mi agradecimiento el excelente libro de Stephen King On Writing, así como las canciones de U2, sobre todo el álbum How to Dismantle an Atomic Bomb, que fue la música de fondo durante todo el largo proceso de reescritura.
Lo que tienen en las manos es una obra de ficción. Eso significa que, como James Frey, todo ha salido de mi imaginación.
Chris Mooney
Chris Mooney nació y creció en Lynn, Massachussets. Intentó seguir los pasos de sus padres, contable e ingeniero eléctrico respectivamente, pero pronto reveló una cierta ineptitud para los ordenadores y la ciencia en general, y optó por pasarse al mundo de las letras.
Pese a los descorazonadores principios, teñidos por la desconfianza de profesores y agentes literarios, Chris Mooney siguió adelante. En 2001 publicó World without end, y dos años después Remembering Sarah, por la que fue nominado a varios premios, entre ellos el prestigioso Edgar, que entrega la Mystery Writers of America.