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– Está empezando por los ex maridos.

– ¿Por qué complicar un secuestro con un asesinato?

– ¿Quién sabe?

– Ese doctorado en psicología criminal te está sentando bien -dijo Coop-. ¿Han llegado los de Imagen?

– Aún no. -Darby le habló de las huellas del suelo de la cocina-. Voy a echar una ojeada y luego podemos proceder al registro preliminar.

Una moqueta de color gris claro cubría la escalera y el corto pasillo que daba a una espaciosa salita, de paredes verde menta, donde había un sofá marrón y una butaca a juego, reparada con trozos de cinta aislante. La madre había intentado dar vida a la estancia con algunos cojines decorativos, una alfombra de calidad y un surtido de adornos.

Un arco separaba la salita del comedor. Sobre la mesa había varias novelas de Nora Roberts y montones de cupones. En ambas habitaciones flotaba el persistente y aceitoso aroma a comida rápida mezclado con un leve olor a hierba.

Había docenas de fotos de Carol y sus logros repartidas por la pared de la escalera. Una de Carol, con dos años, sosteniendo un pincel en una mano. En otra, Carol llevaba unas orejas de Mickey Mouse en Disney World. En un marco de aspecto caro lucía un certificado del Instituto de Belham, otorgado a Carol por ser la primera de su curso. A éste le seguía otro diploma enmarcado que reconocía sus habilidades como delegada del consejo escolar. Luego había una acuarela enmarcada con el océano como tema, con un lazo sujeto al marco. Carol había ganado el primer premio en un concurso de arte.

La madre de Carol había colgado los premios y certificados más prestigiosos a la altura de la vista, justo en la puerta del cuarto de su hija. Así, siempre que Carol salía cada mañana y volvía a entrar por la noche, los diplomas le recordaban sus extraordinarios talentos.

Se oyó el ruido de las portezuelas de coches al cerrarse. Los agentes de Imagen, la sección del laboratorio especializada en fotografiar el escenario del crimen, habían llegado. Darby cogió el paraguas y fue hacia ellos.

Habló con Mary Beth Pallis del cadáver y de las huellas de botas en la cocina. Después de que Mary Beth se fuera, Darby examinó los escalones del porche.

El único hallazgo interesante se limitó a una cerilla gastada que había en el escalón inferior. Colocó otro cono de pruebas a su lado. Retrocedió y observó el porche. Estaba suspendido en el suelo mediante columnas. Un enrejado, también pintado de blanco, cubría el perímetro. A la izquierda de la escalera había una puertecilla. Dentro, cubos de basura de plástico y los contenedores para reciclar.

Una de las latas se movió. Había un mapache allí, sus ojos se reflejaron en la linterna…

– Oh, Dios mío…

Darby abrió la puertecilla. La mujer que había debajo del porche empezó a gritar.

Capítulo 8

Darby soltó la linterna. No la recogió. Permaneció absolutamente inmóvil mientras observaba boquiabierta a la mujer que estaba empujando un cubo de basura contra la puerta para obstruir la entrada.

Los agentes de patrulla acudieron enseguida. Uno de ellos agarró con brusquedad a Darby del brazo, la apartó de la puerta, y se inclinó hacia dentro para mover el cubo de basura.

Los dientes de la mujer, los pocos que le quedaban, se hundieron con fuerza en la muñeca del agente. Ella sacudió la cabeza de un lado a otro con gesto feroz, como haría un perro hambriento que intentara arrancar el último trozo de carne de un hueso.

– ¡La mano! ¡Esa maldita zorra me está mordiendo la mano!

Otro agente se acercó con una lata de Mace. La mujer la vio, soltó su presa y empezó a golpear los barriles y contenedores de reciclaje mientras emitía salvajes aullidos; unos segundos más tarde se arrastró debajo del porche.

Darby apartó al agente y cerró la puerta del porche.

– ¿Qué diablos haces? -dijo el agente que sostenía el Mace.

– Démosle un poco de espacio para que se calme -dijo Darby. Con los ojos llorosos, el agente agredido se sujetaba la carne que le pendía de la muñeca con mano temblorosa-. Ve a ayudarle.

– Con todos mis respetos, cariño, tu trabajo es…

– Aleja a todo el mundo de la calzada… Y mientras lo haces, asegúrate de que no aparece la ambulancia con las sirenas a todo trapo.

Darby se volvió y se dirigió al grupo de hombres que se había congregado a su alrededor.

– Atrás, quiero que todos retrocedáis ahora mismo. Nadie se movió.

– Haced lo que os dice.

Era la voz de Banville. Salió de entre la multitud, su cabello negro estaba aplastado por la lluvia.

Los agentes dejaron libre la calzada. Banville se acercó a Darby, que le explicó lo que había visto.

– Probablemente sea una adicta al crack -dijo Banville-. Al final de la calle hay una casa abandonada que les sirve de refugio.

– Deja que hable con ella e intente convencerla para que salga.

Banville contempló la puerta del porche mientras gotas de agua caían sobre su rostro hosco. Esa expresión de sabueso le confería un notable parecido con Droopy Dog, el personaje de dibujos animados.

– De acuerdo -asintió él-. Pero no te meterás debajo del porche en ninguna circunstancia.

Darby cerró el paraguas y abrió la puerta del porche muy despacio. No hubo gritos. Se arrodilló en un charco frío. La linterna seguía encendida y le proporcionaba luz suficiente para poder ver.

Durante un curso de historia en la universidad Darby había visto borrosas fotografías en blanco y negro tomadas en los campos de concentración de Hitler. A todas luces, la mujer que se escondía debajo del porche había pasado hambre. Apenas tenía cabello, y el poco que le quedaba era fino y desmadejado. Su rostro era increíblemente escuálido, tenía las mejillas hundidas y la piel blanca y fina como la cera. La única nota de color procedía de la sangre en torno a los labios.

– No voy a hacerte daño -dijo Darby-. Sólo quiero hablar.

La mujer parecía mirar a través de ella. Ojos vacíos, pensó Darby.

Entonces, de manera sorprendente, la mirada vacía desapareció. Los ojos de la mujer la enfocaron: primero los entrecerró, como si la reconociera; luego se abrieron, con expresión de sorpresa mezclada con… ¿alivio? ¿Era eso?

– ¿Terry? Terry, ¿eres tú?

«Úsalo. Sea lo que sea, aprovéchalo.»

– Soy yo. -Darby tenía la boca seca-. He venido a…

– Baja la voz, nos está mirando. -La mujer levantó la barbilla y señaló el techo del porche.

En el techo solamente había telarañas y restos secos de un viejo avispero.

– Voy a apagar la linterna -dijo Darby-. Así no nos verá.

– Sí, bien. Muy bien. Siempre has sido lista, Terry.

Darby apagó la linterna. El resplandor azul y blanco parpadeó entre los huecos del enrejado. La mujer seguía aferrada al cubo, usándolo como barrera.

«¿Le pregunto su nombre? No. Ella cree que la conozco.» Darby no quería arriesgarse a romper el débil hilo que las unía. Era mejor proseguir con el engaño.

– Creía que estabas muerta -dijo la mujer.

– ¿Por qué?

– Gritabas. Gritabas pidiendo ayuda y no pude llegar a tiempo. -La cara de la mujer se contrajo-. No te movías, estabas sangrando. Intenté despertarte y no te moviste.

– Le engañé.

– Yo también. Esta vez le engañé de verdad, Terry. -La mujer sonrió y Darby tuvo que apartar la vista-. Sabía lo que pensaba hacerme en cuanto me subió a la furgoneta y estaba preparada.

– ¿De qué color era la furgoneta?

– Negra. El sigue ahí fuera, Terry.

– ¿Pudiste ver el número de la matrícula?

– Me está buscando… Nos busca a las dos.

– ¿Quién nos busca? ¿Cómo se llama?

– Tenemos que escondernos hasta que paren los gritos.

– Sé cómo salir -dijo Darby-. Vamos, te lo mostraré.

La mujer no se movió, no respondió. Prosiguió con su observación del techo del porche. Estaba en cuclillas, parapetada detrás del cubo volcado, impidiendo así que nadie se acercara a ella.