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– Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas así…

– ¿Abuela?

– … como nosotros perdonamos a nuestros deudores, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.

– ¡Abuela!

A Flora le temblaba la voz y Elvy, haciendo un esfuerzo, abandonó los rezos y observó a su alrededor. Flora, sentada en el césped con los ojos muy abiertos, la miraba fijamente. La anciana sintió en la cabeza una descarga de dolor tan fuerte que temió que fuera una hemorragia cerebral.

– ¿Sí…? -respondió en voz baja.

– ¿Qué ha sido eso?

Elvy hizo una mueca. Le dolía todo. Le dolía mover la cabeza, le dolía abrir la boca. Trató de dar forma a las palabras en su mente sin conseguirlo y, de pronto, desapareció el tormento. Cerró los ojos y respiró. El suplicio desapareció, el mundo recuperó su lugar y sus colores. Pudo leer su propio alivio en el semblante de su nieta.

Respiró profundamente. Sí. Había desaparecido. Había desaparecido. Estiró la mano, agarró la de Flora.

– No sabes cómo me alegro -dijo Elvy- de que estés aquí y no haber pasado por esto yo sola.

Flora se frotó los ojos.

– Pero ¿qué ha sido eso?

– ¿No lo sabes?

– Sí. Bueno, no.

Elvy asintió con la cabeza. Era lógico. De alguna manera era una cuestión de fe.

– Eran los espíritus -le explicó-. Las almas de los muertos han sido liberadas.

Hospital de Danderyd, 23:07

Era su mujer, ¿cómo podía tener miedo de ella? David dio un paso hacia la cama. Era el ojo, el aspecto de su único ojo.

Es imposible describir un ojo humano: todas las simulaciones realizadas con la ayuda de los ordenadores resultaban fantasmales, aceptamos las pinturas y las fotos a sabiendas de que se trata de un instante detenido. No es posible describir ni representar un ojo vivo. Sin embargo, sabemos clarísimamente cuándo no lo está.

El ojo de Eva estaba muerto. Lo cubría una finísima película gris, y, para el caso, podría haberse tratado de un muro de piedra. Ella estaba apagada, no estaba allí. David se inclinó hacia delante.

– ¿Eva…? -preguntó en voz baja.

Tuvo que agarrarse a los barrotes de acero de la cama para no retroceder cuando ella lo miró de frente…

«Algunas enfermedades provocan esa reacción en el ojo».

… y abrió la boca, pero no emitió ningún sonido, sólo un chasquido seco. David corrió hasta el lavabo, llenó de agua una taza de plástico y se la acercó. Ella se quedó mirando la taza, pero no hizo ningún movimiento para aceptarla.

– Ten, querida -dijo David-. Bebe un poco de agua.

Ella levantó la mano y le tiró la taza. El agua le cayó a Eva sobre el rostro y la taza aterrizó sobre su vientre. Ella se quedó mirándola, la cogió con una mano y la estrujó haciéndola crujir.

David clavó los ojos en el orificio que ella tenía en el pecho, en las pinzas hemostáticas que oscilaban allí, infernales decoraciones navideñas, y finalmente salió de su parálisis. Apretó el botón que había al borde de la cama y como no apareció nadie en cinco segundos, salió corriendo al pasillo y gritó:

– ¡Ayuda! ¡Ayuda!

Una enfermera acudió deprisa desde una sala en el extremo opuesto del pasillo. Antes de que ella llegara, David exclamó:

– Se ha despertado, vive… No sé qué tengo…

La sanitaria le lanzó una mirada de desconcierto antes de pasar delante de él y entrar en la habitación; se detuvo a un paso de la puerta. Eva estaba sentada en la cama, recogiendo torpemente los trozos de la taza de plástico. La mujer se llevó la mano a la boca meneando la cabeza, se volvió hacia David y dijo:

– Esto…, esto…

Él la agarró por los hombros.

– ¿Qué…? ¿Qué es lo que pasa?

La enfermera se volvió tímidamente hacia la habitación, extendió las manos y dijo:

– Esto… no puede ser…

– ¡Pues haga algo entonces!

La enfermera volvió a mover la cabeza y sin decir nada más salió corriendo hacia la recepción. Cuando llegó a la entrada, se volvió hacia donde estaba David y dijo:

– Voy a llamar a alguien que… -Y desapareció dentro del cuarto.

David se quedó un momento en el pasillo. Se dio cuenta de que estaba respirando muy deprisa y procuró tranquilizarse un poco antes de entrar otra vez en la habitación de Eva. Los pensamientos se aceleraban dentro de su cabeza.

«Un milagro… El ojo… Magnus…».

Cerró los párpados y trató de recordar la mirada de su esposa cuando le contemplaba con aquel amor tan profundo. Aquel destello, la luz viva que desprendían sus ojos. Respiró hondo, recordó aquella imagen y entró.

La rediviva había perdido el interés por la taza, que ahora estaba tirada en el suelo debajo de la cama. David se le acercó sin mirarle el pecho.

– Eva, estoy aquí.

Ella volvió la cabeza hacia él. Éste fijó la mirada justo por debajo del ojo, en la mejilla sin heridas. Alargó la mano y se la acarició con los dedos.

– Todo irá bien… Todo irá bien…

Eva levantó la mano de una forma tan repentina que él retiró la suya de forma instintiva, pero se sobrepuso y se la volvió a tender. Ella se la agarró con fuerza. El apretón frío, mecánico, le hizo daño: las uñas de Eva se le clavaron en el dorso de la mano. David apretó los dientes mientras asentía con la cabeza.

– Soy yo, David.

Le miró al ojo. Allí no había nada. Ella abrió la boca y emitió una especie de silbido:

– … aavi…

A él se le llenaron los ojos de lágrimas. Asintió.

– Sí, claro. David. Estoy aquí.

El apretón se volvió más fuerte. Sintió una punzada de dolor cuando una uña le traspasó la piel.

– … Daavi… esst… aquííí…

– Sí. Sí. Estoy aquí. Contigo.

Consiguió liberar su mano de la de ella, le dio la otra, pero de tal manera que sólo pudiera agarrarle los dedos. Un poco de sangre manaba de la mano que ella le había estrechado. Él se la limpió en la sábana y se sentó al borde de la cama.

– ¿Eva?

– Eeva…

– Sí. ¿Sabes quién soy?

Tardó un poco en contestar. Dejó de apretarle los dedos con tanta fuerza y contestó:

– Yo… ssoy… davi… da.

«Mejorará. Tiene que mejorar. Ella entiende».

David asintió, y señalando su pecho con ese gesto torpe tan propio de Tarzán, dijo:

– Yo David. Tú Eva.

– Túú… Eva.

No llegaron más lejos. Una doctora irrumpió en la habitación, pero se detuvo en seco en cuanto vio a Eva. También ella estuvo en un tris de soltar alguna expresión de incredulidad, pero la salvó un hábito adquirido: se sacó el estetoscopio del bolsillo de la bata y lo desenroscó, sin mirar siquiera a David; luego, se acercó a la cama de la enferma.

Él se echó hacia atrás para dejarle pasar; vio que la enfermera que había estado allí hacía un momento permanecía en la puerta junto a otra compañera. Esta última no tenía evidentemente ninguna tarea que hacer, estaba allí sólo como asombrada espectadora.

La doctora le puso el estetoscopio en el lado del pecho sin heridas y escuchó. Movió el estetoscopio, volvió a escuchar. Eva levantó la mano, agarró las gomas…

– ¡Eva! -gritó David-. ¡No!

… y tiró de ellas. La doctora lanzó un grito, las gomas tiraron de su cabeza hacia delante antes de que los auriculares se le desprendieran de las orejas. David hizo una mueca como si le doliera a él.