Justo a la derecha estaba abierta la puerta de acceso a una de las salas del depósito y fuera, en el suelo, había dos personas sentadas, abrazándose cabizbajas.
«¿Qué hacen?».
El estrépito de una plancha metálica en la sala de autopsias que había a la derecha hizo que una de ellas levantara la cabeza, y Mahler comprobó entonces que se trataba de una enfermera joven. Tenía el rostro desencajado.
Sujetaba entre sus brazos a una mujer muy vieja; tenía cuatro canas como una nube alrededor de la cabeza, el cuerpo como un tonel y las piernas como palillos, que se agitaban en el suelo tratando de encontrar apoyo para levantarse. Estaba desnuda, salvo la sábana anudada alrededor del cuello que le cubría un lado del cuerpo. Debía de ser la madre o la abuela de alguien, quizá la bisabuela.
Su rostro se reducía a dos pómulos prominentes bajo una piel pálida, y los ojos eran dos ventanas abiertas al vacío infinito. Eran de un azul transparente, como cubiertos por una película de mucosidad, blanca y de consistencia gelatinosa, y no expresaban el más mínimo sentimiento.
De sus labios hundidos, privada la boca de su dentadura, salía sólo un tono lastimero:
– Aaaasssaaaa… aassaaa…
Y Mahler supo, con intuición inmediata, cuál era su deseo. Lo mismo que todos.
«Quiere ir a casa».
La enfermera se percató de la presencia de Mahler.
– ¿Puede hacerse cargo de ella? -le pidió con una súplica en la mirada, e hizo un gesto con la cabeza señalando a la mujer. Al ver que Mahler no contestaba, añadió-: Estoy congelada…
Él se agachó y puso la mano en el pie de la anciana. Estaba congelado, entumecido, era como poner la mano en una naranja recién sacada del congelador. El roce hizo que el lamento de la mujer cobrara intensidad…
– ¡Aaaasssaaa!
… y Mahler se levantó dando un bufido mientras la enfermera le gritaba:
– ¡Écheme una mano! ¡Por favor!
No podía. Ahora no. Debía ver qué estaba pasando. Algo avergonzado, se dirigió dando traspiés hacia la sala de autopsias, como el fotógrafo que hacía fotos a las víctimas del hambre, regresaba a la habitación del hotel y se tomaba un trago para acallar la conciencia.
«Las fotos… La cámara…».
Mientras avanzaba hacia la sala grande e iluminada, abrió la bolsa. Había sábanas blancas tiradas por el suelo del pasillo.
Más tarde le costaría poner orden en la escena que apareció ante sus ojos. Tuvo la impresión de que la lucha entre los vivos y los muertos debería haberse rodado en el interior de alguna cueva a media luz, con una iluminación goyesca.
Pero todo estaba dispuesto e iluminado con clínica asepsia. Los grandes tubos fluorescentes del techo proyectaban su luz sobre el acero inoxidable de las superficies de trabajo y sobre las personas que se movían dentro de la sala.
Se veía piel desnuda por doquier, pues casi todos los muertos habían conseguido liberarse de su mortaja y las sábanas estaban tiradas por todas partes. Parecía una fiesta de togas que había degenerado en orgía.
Habría allí entre vivos y muertos unas treinta personas. Médicos, enfermeras y el personal del depósito de cadáveres con batas blancas, verdes y azules se afanaban en sujetar los cuerpos desnudos. Todos eran viejos o muy viejos, muchos tenían grandes costurones desde el diafragma hasta el cuello: eran las cicatrices de las autopsias.
Los muertos no eran violentos, pero forcejeaban, pues querían salir de allí. Vio caras llenas de arrugas, cuerpos de proporciones morbosas, viejas agitando dedos atrofiados como garras de aves, ancianos que alzaban los puños al aire y cuerpos braceando para soltarse, pero los agarraban, los sujetaban.
Y el ruido, el ruido.
Se oían tales gemidos y alaridos que parecía que hubieran encerrado en una sala a un equipo de fútbol formado por recién nacidos para que pudieran gritar allí su terror y su espanto ante el mundo adonde habían llegado. Al que habían regresado.
Los médicos y las enfermeras trataban todo el tiempo de expresarse con palabras tranquilizadoras…
– Así, tranquilos, todo va a ir bien, todo está bien, tranquilos.
… pero sus miradas eran de pánico. Algunos se habían dado por vencidos. Una enfermera se acurrucaba en un rincón con la cara entre las manos y el cuerpo tembloroso. Había un doctor junto a una pila, lavándose tranquila y meticulosamente las manos, como si estuviera en el cuarto de baño de su casa. Cuando terminó, sacó un peine del bolsillo superior de la bata y empezó a peinarse.
«¿Dónde están todos?».
¿Por qué no hay más… gente viva aquí? ¿Dónde estaban los refuerzos de emergencia, la sociedad, todo eso que, pese a todo, funcionaba tan bien en esta Suecia del año 2002?
El periodista había estado una vez allí antes. Por eso sabía que la mayor parte de los muertos se hallaban en las cámaras del piso de abajo. Los allí presentes sólo eran una mínima parte. Se adentró un paso en una sala y buscó la cámara fotográfica.
En ese momento se soltó un hombre, uno de los pocos a quienes el proceso de la muerte no le había descompuesto la carne. Era fuerte y grande, sus manos parecían haber manejado bloques de piedra, quizá un obrero de la construcción jubilado y muerto de forma prematura. Con las piernas blancas y llenas de manchas, se movía hacia la salida a saltitos, como si caminara con zancos hechos con trozos de abedul.
– ¡Cógelo! -gritó el médico al que se le había escapado, y Mahler no lo pensó, obedeció la orden sin más y se colocó con toda su masa corporal como dique de contención en el vano de la puerta. El hombre se dirigía hacia él y sus miradas se encontraron. Tenía los ojos castaños y acuosos, fue como mirar dentro de una laguna cenagosa donde nada se movía. No había respuesta.
Mahler deslizó la vista hacia el cuello y observó la pequeña cicatriz situada encima de la clavícula, donde le habían inyectado formol, y por primera vez en esta sala del espanto sintió… miedo. Miedo al roce, al contagio, a que le agarraran aquellos dedos. Le habría gustado poder enseñar su carné de prensa y gritar: «¡Soy periodista! ¡No tengo nada que ver con esto!».
Apretó los dientes. No podía salir de allí corriendo sin más.
Pero cuando el hombre se le echó encima, fue incapaz de sujetarlo. En vez de eso le propinó un empujón para quitárselo de encima…
«¡Ni se te ocurra tocarme!».
… y el sujeto perdió el equilibrio, se tambaleó hacia un lado y cayó sobre el médico, que había empezado a lavarse las manos otra vez. Éste alzó la mirada, indignado, como alguien que hubiera sido interrumpido en medio de una tarea importante.
– ¡De uno en uno! -chilló, y apartó al hombre contra la pared.
Una especie de alarma se puso en marcha cerca de allí. Mahler creyó conocer la melodía, pero no le dio tiempo a pensar en ello porque en ese momento llegaron los refuerzos. Tres doctores y cuatro celadores con batas verdes se abrieron paso delante de él. Se detuvieron un momento, exclamando:
– ¡Santo Cielo! ¿Pero qué demonios…?
Dijeron otras cosas por el estilo, pero, sobreponiéndose al pavor, entraron corriendo en la sala para hacer frente a la situación.
Mahler le puso la mano en el hombro a uno de los médicos y éste se volvió hacia él con un gesto agresivo, como si pensara darle un puñetazo.
– ¿Qué hacéis con ellos? -le preguntó Mahler-. ¿Adónde los lleváis?
– ¿Y tú quién cojones eres? -Y el golpe parecía estar cada vez más cerca-. ¿Qué haces aquí?
– Me llamo Gustav Mahler y soy del…
El doctor se echó a reír, con una risa aguda e histérica.
– Si traes también a Beethoven y a Schubert, diles que nos echen una mano -exclamó, y dicho esto, cogió al hombre al que Mahler había empujado, lo sujetó y se dirigió a toda la sala-: ¡Hacia los ascensores en grupos reducidos! ¡Los llevaremos a Infecciosos!