– ¿Qué ha sido lo de antes? ¿Lo que pasó en el jardín?
Elvy permaneció un rato en silencio. Cuando empezó a hablar, lo hizo en voz baja e insegura.
– Sé que no compartes mis creencias -dijo ella-, pero intenta verlo de esta manera: vamos a olvidarnos de Dios, de la Biblia y de todo eso, y vamos a concentrarnos en el alma, en que la persona tiene un alma. Estarás de acuerdo conmigo, ¿no?
– No sé -dijo Flora-. Yo creo que nos morimos y nos queman, y que entonces ya no queda nada.
La mujer asintió.
– Sí, claro, pero yo lo he razonado de esta manera. Una persona vive una vida, acumula pensamientos, experiencias, afectos, y cuando llega a los ochenta años y aún tiene agilidad intelectual, el cuerpo empieza poco a poco a desmoronarse. Esa persona interiormente sigue siendo la misma persona, sigue viviendo y pensando plenamente mientras su cuerpo se debilita, se consume,,y la persona permanece allí dentro hasta el último momento, gritando: «No, no, no…», y luego se acaba todo.
– Sí -concedió Flora-. Así es.
La anciana se acaloró, tomó la mano de Flora, se la llevó a los labios y la besó suavemente.
– Pero a mí -prosiguió ella-, a mí eso me parece completamente absurdo. Siempre me lo ha parecido. Para mí… -Elvy se levantó de la cama agitando las manos-… es absolutamente indiscutible que las personas tenemos un alma. Tenemos que tenerla. Que todo lo que somos, que nuestra conciencia, que puede abarcar en un segundo todo el universo, dependa de una cosa así… -Elvy hizo con la mano un movimiento envolvente alrededor de su cuerpo-… de un montón de carne como éste para existir… No, no, no. ¡No puedo estar de acuerdo con eso!
– ¿Abuela? ¿Abuela?
Elvy, que por un momento había tenido la mirada perdida en la lejanía, la volvió hacia su nieta. Se sentó otra vez en la cama y colocó las manos sobre las rodillas.
– Perdón -le dijo-, pero esta noche he tenido la prueba definitiva de que es como yo digo. -Y lanzándole una mirada a Flora, casi avergonzada, añadió-: Creo yo.
Tras dar las buenas noches a su nieta y cerrar la puerta de la habitación, Elvy anduvo dando vueltas de un lado para otro de la casa. Intentó sentarse en el sillón, cogió la obra de Grimberg, leyó unas cuantas líneas y volvió a dejar el libro.
Ése había sido uno de los proyectos que se había prometido acometer en cuanto Tore hubiera muerto: leer Historia de Suecia, de Carl Grimberg [4], antes de que a ella misma le llegara su hora. Había empezado bien, andaba ya por la mitad de la segunda parte, pero esta noche no iba a avanzar en la lectura. Estaba demasiado inquieta.
Eran más de las doce. Debería acostarse. Era cierto que ya no necesitaba tantas horas de sueño, pero se despertaba casi todas las noches alrededor de las cuatro y se veía obligada a permanecer sentada en el retrete un par de horas mientras el pis salía gota a gota.
«Tore, Tore, Tore…».
Elvy había bajado por la mañana a la funeraria con el traje nuevo de Tore para el entierro, que tendría lugar dos días más tarde. ¿Estaría ahora él en la cámara de la iglesia, vestido y listo para su última gran celebración? Le habían preguntado si quería vestirlo ella misma, pero había declinado el ofrecimiento de buen grado. Ya había cumplido con su obligación.
Habían pasado ya diez años desde que empezó a untarle la mantequilla en los bocadillos. Hacía siete años que empezó a ayudarle a comerlos. Los tres últimos años él no había podido ingerir más que papillas y cremas, necesitaba gotas para seguir… sí, viviendo. Si eso merecía el nombre de vida.
Sujeto a una silla de ruedas, Tore no podía hablar ni probablemente pensar. Sólo en contadas ocasiones, cuando ella le decía algo, aparecía en sus ojos, de repente, un asomo de comprensión, que desaparecía igual de rápido.
Ella se había ocupado de darle de comer, cambiarle los pañales y la bolsa de la orina, y lavarle. Sólo había pedido ayuda para acostarlo por las noches y para levantarlo por las mañanas, para que pasara otro día más sentado en la silla de ruedas con la mirada perdida.
En la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe. Ella había cumplido su promesa sin alegría y sin amor, pero también sin quejas ni dudas, pues así estaba escrito.
En el cuarto de baño se quitó la dentadura, la cepilló con cuidado, la puso en un vaso y la dejó allí. No entendía que la gente la pusiera al lado de la cama, como un recuerdo lastimero del paso del tiempo. Las gafas, sí. Por la seguridad que le proporcionaba tenerlas a mano si pasara algo, pero ¿la prótesis dental? Como si de repente pudiera aparecer algo a lo que hincarle el diente.
Entró en su habitación, se desvistió y se puso el camisón. Dobló la ropa con esmero y la colocó encima del escritorio. Se detuvo a mirar las fotografías que había sobre el mueble. Su foto de boda.
«Vaya par de tortolitos».
La imagen era originalmente en blanco y negro y posteriormente coloreada a mano en tonos aún más claros. Tore y ella parecían como una ilustración sacada de algún libro de cuentos. El rey y la reina, o casi, «y vivieron felices hasta el fin de sus días». Tore con el frac y ella vestida de blanco con un ramo de flores de colores junto al pecho. Ambos miraban al futuro con unos ojos azules claros algo fantasmales. (Tore ni siquiera tenía los ojos azules, el pintor se había equivocado, pero no pensaron nunca en cambiarlo).
Suspiró mientras acariciaba la foto con el dedo.
– Así pueden ir las cosas -dijo sin referirse a nada en concreto.
Encendió la luz de la mesilla, estaba pensando si no sería mejor leer un poco a Grimberg antes de dormirse, pero antes de que pudiera decidirse, oyó algo en la puerta. Escuchó con atención. Se oyó de nuevo el ruido. Un… rozamiento.
«¿Qué demonios…?».
El reloj de la mesilla marcaba las 00:20. Se repitieron los roces. Probablemente sería algún animal, quizá un perro, pero ¿por qué venía a su casa? Esperó un momento, pero los roces continuaban. No era normal que los perros anduvieran corriendo sueltos por ahí. En invierno solía andar rondando por la urbanización algún que otro corzo, pero nunca se acercaban a la puerta ni pretendían hacerle una visita.
Se puso la bata y fue hasta la puerta, donde aguzó el oído. No estaba segura, pero no era un gato. En parte porque los restregones eran demasiado fuertes, y en parte porque parecían producirse a la altura del pecho. Elvy se inclinó sobre el marco de la puerta y susurró:
– ¿Quién es?
Los roces cesaron. En su lugar se oyó ahora un gemido sordo.
«Debe de ser alguien que está herido o algo así».
Sin pensárselo dos veces abrió la puerta.
Él llevaba puesto el traje nuevo, pero no le quedaba bien. Durante la enfermedad había adelgazado más de veinte kilos y el traje de gabardina le caía suelto sobre los hombros enjutos cuando apareció allí, en el rellano de las escaleras, con los brazos inertes pegados al cuerpo. Elvy retrocedió un par de pasos, hasta que sus pies tropezaron con el zapatero y a punto estuvo de perder el equilibrio, pero se agarró al perchero y se enderezó.
Tore estaba inmóvil, mirándose los pies. Elvy también los miró. Llevaba los pies descalzos, blancos, y las uñas sin cortar.
Ella se quedó mirándole fijamente a los pies y pensó: «Me han engañado, qué frescos. No le han cortado las uñas».
Porque no fue terror ni pánico lo que Elvy sintió entonces al ver aparecer a su marido, muerto tres años después de que celebraran sus bodas de rubí. No. Sólo sorpresa y… cansancio. Por eso avanzó hacia él y le preguntó: