Se suceden más informes de difuntos que no han despertado. Todo parece apuntar a que sólo se han levantado los que llevan muertos dos meses o menos.
23:55. Un cruce de bases de datos considerando las variables (fallecido hace dos meses o menos, insepulto, Estocolmo y sus alrededores) indica que se trata de 1.042 personas exactamente.
23:57. Se toma la decisión de investigar lo inconcebible. Se envía un equipo con herramientas de excavación y micrófonos al cementerio de Skogskyrkogården para escuchar dentro de las tumbas, y abrirlas si es necesario.
23:59 en adelante. A los servicios de urgencias de varios centros psiquiátricos empiezan a acudir familiares trastornados por la aparición de sus muertos.
14DE AGOSTO
«Ésta es la tumba de Ninni.
¿Dónde está mi amada?».
William Shakespeare,
El sueño de una noche de verano.
Råcksta, 00:12
Ängbyplan, Islandstorget, Blackeberg…
El volante se le resbalaba entre las manos a causa del sudor cuando salió de aquella glorieta futurista y giró hacia la derecha siguiendo la señal que indicaba: «Crematorio y cementerio de Råcksta».
Sonó el móvil. Mahler redujo la velocidad, sacó el teléfono de la bolsa y miró el número de la llamada entrante. El de la redacción. Benke querría saber dónde estaban las fotos y qué pasaba con los comentarios. No tenía tiempo. Volvió a guardar el móvil en la bolsa y dejó que siguiera sonando mientras giraba para entrar en el pequeño aparcamiento, luego paró el motor, abrió la puerta, cogió la bolsa como era su costumbre, se dobló para salir del coche y…
Alto.
Se detuvo junto al vehículo, apoyado contra la puerta, y se subió los pantalones.
No se veía a nadie por allí.
El silencio entre las altas paredes de ladrillo era total. La luna de aquella noche estival derramaba una luz suave sobre las formas angulosas del crematorio.
No se movía un alma.
¿Qué esperaba? ¿Que los muertos estuvieran allí, sacudiendo la verja y…?
Sí. Algo por el estilo.
Se acercó a la verja y miró dentro. El amplio espacio abierto alrededor de la capilla, donde él había estado hacía sólo un mes sudando dentro del traje negro, con el corazón destrozado, permanecía abandonado a la oscuridad. La luna extendía su manto áureo sobre las piedras, arrancándoles algún reflejo a las escamas de sílice.
Miró hacia el Jardín del Recuerdo. Un par de luces mortecinas iluminaban desde abajo las copas de los pinos. Eran velas conmemorativas colocadas allí por los allegados. Examinó las verjas. Estaban cerradas. Miró hacia arriba y vio las puntas afiladas. Imposible pasar por encima.
Pero a estas alturas Gustav conocía bien el cementerio; entrar en él era fácil. Más difícil le resultaba comprender por qué cerraban a cal y canto. Caminó a lo largo del muro hasta donde éste daba paso a una zona de césped muy pendiente y donde, gracias al riego artificial, las siemprevivas ofrecían un espectáculo magnífico, aunque a su alrededor todo estaba seco.
«¿Fácil?».
A veces actuaba como si creyera que su cuerpo tenía aún treinta años. Entonces sí que habría sido fácil. Ahora no. Echó una ojeada a su alrededor. El reflejo azul de la luz del televisor era visible en un par de ventanas en las casas de tres pisos de la calle de Silversmedsgränd. No se veía a nadie por allí. Se pasó la lengua por los labios y miró hacia lo alto de la cuesta.
Eran tres metros con unos cuarenta y cinco grados de inclinación.
Se echó hacia delante, se agarró a dos matas de hierba y empezó a subir. Las raíces de los matojos cedieron y tuvo que hincar los dedos de los pies en la tierra para no caerse hacia atrás. Avanzaba con el rostro casi pegado al suelo; se interponía la barriga, que actuaba como un freno mientras él se arrastraba por el repecho centímetro a centímetro, como si fuera un perezoso, y en mitad de la desgracia Mahler se echó a reír, pero paró en seco, ya que las vibraciones de la barriga amenazaban con hacerle perder el equilibrio.
«Vaya pinta debo de tener».
Se quedó un rato tumbado en el suelo cuando llegó a la cima, tratando de recuperar el aliento. Observó el cementerio: lápidas y cruces bien alineadas emergían de sus propias sombras a la luz de la lima.
La mayoría de los allí sepultados habían sido incinerados, pero Anna quiso enterrar el cuerpo de Elias. Mahler sólo había sentido pavor al imaginarse aquel cuerpecillo introducido en la fría tierra, pero su hija había hallado consuelo. Ella se negó rotundamente a abandonarlo y esto era lo más cerca que podía estar de él.
A Gustav le había parecido una motivación conmovedora pero desatinada, algo que en el futuro sólo iba a provocar angustia, pero evidentemente se había equivocado. Anna iba todos los días a visitar la tumba y decía que se sentía más animada al saber que él realmente estaba ahí abajo. No sólo como ceniza, sino las manos, los pies, la cabeza. Él aún no se había acostumbrado, al contrario, en medio de la pena sentía una especie de contrariedad cada vez que visitaba la tumba.
«Los gusanos. La putrefacción».
Sí. Ahora se le vino a la mente con toda su crudeza, y dudó antes de bajar la ladera.
Y si… y si realmente era así… ¿Qué aspecto tendría Elias?
El periodista había estado presente en innumerables lugares donde se había cometido un delito, había visto exhumar cadáveres enteros y descuartizados enterrados en sacos de plástico, había visto el levantamiento de restos humanos que llevaban dos semanas dentro de su apartamento con la compañía del perro, cuerpos de ahogados que habían sido encontrados entre redes de las esclusas. No habían sido espectáculos agradables.
La imagen del pequeño ataúd blanco de su nieto permanecía en su retina. Recordaba el último adiós, una hora antes de la ceremonia. Mahler había ido a comprar una caja de Lego por la mañana, y Anna y él estuvieron juntos al lado del ataúd abierto, mirando a Elias. Llevaba puesto su pijama favorito, el de los pingüinos, y sostenía su osito en la mano; todo resultaba terriblemente absurdo.
Anna se acercó entonces al ataúd y mientras le acariciaba la mejilla le dijo:
– Vamos, despierta ya, Elias. Venga, cariño. No sigas. Despierta, mi niño. Ya es de día, tienes que ir al cole…
Mahler abrazó entonces a su hija sin decir nada, porque no había palabras, pues él sentía lo mismo. Cuando colocó junto al osito la caja de Lego de Harry Potter que Elias tanto había deseado tener, creyó por un instante que eso le haría despertar, haría que dejara de estar allí tumbado de esa manera, y como se le veía tan guapo y tan bien, sólo tendría que levantarse y entonces terminaría aquella pesadilla.
Se arrastró como pudo cuesta abajo y se adentró en la zona de enterramientos con cuidado, como si no quisiera molestar. La tumba de Elias estaba bastante alejada de allí, y de camino hacia ella, Mahler pasó junto a la lápida de una relativamente reciente:
DAGNY BOMAN
14 de septiembre de 1918 – 20 de mayo de 2002
Se detuvo a escuchar y siguió al no oír nada.
La lápida de su nieto apareció ante sus ojos, a la derecha, al fondo de una hilera. Las azucenas blancas que Anna había colocado en un jarrón resplandecían ligeramente a la luz de la luna. Qué extraño que un cementerio pudiera estar tan poblado y resultase, no obstante, el lugar más solitario de la tierra.