A Mahler le temblaban las manos y tenía la boca seca cuando se puso de rodillas junto a la tumba. Los trozos rectangulares de césped colocados encima de la tierra removida aún no habían tenido tiempo de igualarse con el resto. Los bordes se veían como sombras negras.
ELIAS MAHLER
19 de abril de 1996 – 25 de junio de 2002
Siempre te llevaremos
en nuestro corazón
No se oía ni se veía nada. Todo estaba como siempre. La tierra no se abultaba por ningún sitio, ninguna…
«Sí, eso era lo que él se había imaginado».
… mano asomaba hacia arriba pidiendo ayuda.
Gustav se tumbó sobre el terreno, abrazó la tierra bajo la cual estaba el ataúd y pegó el oído contra la hierba. Esto era una locura. Estaba aguzando el oído hacia abajo, tapándose con la mano la oreja no apoyada contra el suelo.
Y oyó algo.
«Arañazos».
Mahler se mordió el labio con tanta fuerza que llegó a hacerse sangre, apretó la cabeza aún más fuerte contra la hierba, sintiendo cómo ésta cedía.
Sí. Se escuchaban arañazos ahí abajo.
Elias se movía, intentaba… salir.
Se estremeció, se levantó, se puso a los pies de la tumba y se abrazó a sí mismo, como tratando de evitar su propio estallido. Tenía la cabeza vacía. Pese a que era precisamente por eso por lo que había ido allí, hasta el último momento había sido incapaz de creer que fuera cierto. No tenía ni idea de cómo actuar, carecía de herramientas, no había ninguna posibilidad de…
– ¡Elias!
Cayó de rodillas, retiró los trozos de césped superpuestos y empezó a apartar la tierra con las manos. Cavó como un poseso: se le partieron las uñas, se le metió tierra en la boca y en los ojos. De vez en cuando pegaba el oído al suelo y oía los arañazos cada vez más claros.
La tierra estaba seca y suelta, sin entramado alguno de raíces, y las primeras gotas de humedad que recibía en varias semanas eran los chorros de sudor que caían de la frente a Mahler. La cosa iba bien, pero la tumba era más profunda de lo que él creía. Después de excavar durante veinte minutos llegó a un punto en el que los brazos ya no llegaban más abajo, y aún no se veía el ataúd.
Había estado mucho tiempo trabajando con la cabeza hundida por debajo del borde, y la sangre le latía contra las paredes del cráneo como un badajo contra el hierro fundido. Se le nublaron los ojos. Tuvo que hacer una pausa para no desmayarse.
Su espalda lanzó un quejido cuando se dejó caer hacia atrás y se tendió suavemente sobre la tierra excavada. Seguían oyéndose los arañazos, amplificados ahora por el agujero abierto. Contuvo la respiración cuando le pareció oír un gemido. El lamento cesó. Empezó a respirar otra vez y de nuevo se oyó el gimoteo. Lanzó un bufido; por la nariz le salieron tierra y mocos. Se oía algo, pero sólo era el resuello de sus bronquios. Los dejó que siguieran silbando.
«Tierra seca».
«Gracias, Señor: tierra seca».
Momificación en lugar de descomposición.
Se quedó tumbado un rato para recobrar el aliento, intentando no pensar en nada. Tenía la boca seca y la lengua pegada al paladar. Esto no podía suceder. Sin embargo, estaba ocurriendo. ¿Qué hacía uno en una situación semejante? O tumbarse y hacer como si nada o bien aceptarlo y continuar.
Gustav hizo ademán de levantarse, pero su espalda no respondió. Parecía un escarabajo, agitando las manos e intentando flexionar articulaciones que se resistían a ello. Imposible. En vez de eso, se dio la vuelta hacia abajo y se arrastró hasta el agujero.
– ¡Elias! -gritó, y una flecha de dolor le recorrió la columna vertebral.
No hubo respuesta, sólo arañazos.
¿Cuánto faltaría hasta el ataúd? No lo sabía, y sin herramientas no podía sacar más tierra. Se llevó los dedos al collar de perlas que llevaba al cuello y agachó la cabeza como un penitente pidiendo perdón. Abajo, dentro del agujero, dijo:
– No puedo. Perdóname, hijo. No puedo. Está demasiado profundo. Tengo que ir a buscar a alguien, tengo…
Los arañazos, los arañazos.
Sacudió la cabeza y empezó a llorar en silencio.
– Tranquilo, pequeño. El abuelo vuelve. Sólo voy a… buscar algo…
Siguieron los arañazos.
Mahler apretó los dientes para contener el llanto y el dolor de espalda, y se puso de rodillas haciendo un gran esfuerzo. Se dio la vuelta sollozando y se deslizó con los pies por delante dentro del hoyo.
– Ya voy, cariño. Ya viene el abuelo.
Apenas cabía en el orificio. Las paredes de éste le rozaban la tripa, le cayó tierra suelta encima cuando él, ignorando los aullidos de la espalda, se agachó y siguió cavando.
En tan sólo dos minutos sus dedos alcanzaron la superficie resbaladiza de la tapa.
«Y si se rompe…».
No se oyó nada en el interior del ataúd mientras Mahler estuvo quitando la tierra de encima, dejando al descubierto la tapa blanca, que brilló bajo sus pies a la amortiguada luz nocturna. Había colocado un pie junto a un extremo del ataúd y el otro en la cabecera. Para intentar llegar mejor puso, sin darse cuenta, el pie en mitad de la tapa, y se oyó el crujido de la madera; retiró el pie hacia fuera, aterrado.
Tenía la camisa empapada de sudor y le tiraba al estar pegada el cuerpo. Al moverse hacia abajo le había ido creciendo una presión dentro del cráneo, y tenía la sensación de que si se agachaba una vez más la cabeza iba a explotarle como una caldera de vapor recalentada.
El suelo le quedaba a la altura de la cintura y se le nubló la vista cuando se apoyó jadeante contra el borde y descansó la cabeza sobre la hierba. Al cerrar los párpados oyó las pulsaciones de la sangre por las venas.
«¿Por qué ha de ser tan duro?».
Cuando empezó a cavar fue consciente de que se enfrentaba realmente a un esfuerzo sobrehumano si quería llegar hasta el ataúd, pero no pensó ni por un momento en cómo sería sacarlo, abrirlo y… reencontrarse.
La tierra sólo estaba suelta en el hoyo excavado en su día para introducir en él el ataúd. Ésa era la tierra que él había conseguido quitar de encima, pero sacar la caja por la misma abertura, eso ya era otro cantar. Las tumbas no se cavaban pensando en eso.
Apoyó la cabeza en las manos y descansó un poco de pie. Una brisa suave cruzó el cementerio, agitó las hojas de los álamos y le refrescó la frente ardiente. En medio del descanso y del silencio se le ocurrió pensar que, quizá, todo aquello no eran más que elucubraciones suyas. Que su deseo había sido tan fuerte que había imaginado el sonido. Tal vez fuera algún animal, quizá una…
«… rata».
Mahler apretó con fuerza los ojos. Otro soplo de brisa le acarició la frente. Estaba completamente agotado, notaba cómo se le contraían los sobrecargados músculos de los brazos y de la espalda, y se le ponían rígidos mientras estaba de pie. No creía siquiera que él pudiera salir de la tumba sin ayuda.
«Las cosas son como son».
Se le alisaron las arrugas de la frente y experimentó una extraña sensación de paz cuando empezaron a revolotear imágenes luminosas ante su retina. Se movía en medio de un carrizal, estaba rodeado de oscilantes cañas verdes, que se doblaban a su paso. Tras las cañas se ocultaban cuerpos desnudos, mujeres que jugaban con él al escondite como en un musical indio.
Él mismo se encontraba desnudo y las cañas le rozaban el cuerpo, provocándole cortes superficiales en la piel. Sentía escozor por todas partes y una película de sangre le cubría el cuerpo mientras él seguía avanzando, aturdido y excitado por el suave dolor y el deseo, hacia aquellos cuerpos esquivos. Un brazo por allí, un pecho por aquí, una melena morena al viento. Él extendía las manos y sólo conseguía atrapar más y más cañas.