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«Pero…».

Henning golpeó la piedra con los nudillos y se aseguró de que realmente fuera tal. Mármol macizo, del caro. Se echó a reír y dijo en voz alta:

– Pero, oye. Oye, tú, larva…

En ese momento la larva ya casi había desaparecido del todo. Sólo quedaba un diminuto extremo blanco agitándose, y mientras él lo observaba se hundió dentro de la piedra sin dejar rastro. Pasó el dedo por donde había desaparecido. No había agujero ni resquicio alguno por donde se había introducido la larva. Había caído, y ahora había desaparecido. Henning dio unas palmaditas sobre la piedra y dijo:

– Bien. Está bien. Buen trabajo.

Después recogió el vino y se fue hacia arriba en dirección a la capilla para sentarse a beber en las escaleras.

Nadie salvo él vio aquello.

13DE AGOSTO

¿Qué he hecho yo para merecer esto?

Los muertos trotan hacia sus antiguas moradas

poco a poco, poco a poco…

Gunnar Ekelöf,

Cuando consiguen escapar.

Calle de Svarvargatan, 16:03

«La Muerte…».

David alzó la mirada del escritorio y contempló la foto enmarcada de la escultura de plástico de Duane Hanson, Supermarket Lady.

Una voluminosa mujer con suéter rosa y falda azul turquesa empujaba un carro de la compra lleno. Llevaba rulos en el pelo y sostenía un cigarrillo en la comisura de los labios. Su calzado apenas cubría sus doloridos pies hinchados. Tenía la mirada vacía. En los antebrazos desnudos podían distinguirse variaciones de color violeta, cardenales. Quizá su marido le pegara.

Pero el carro iba lleno, lleno a rebosar.

Botes, cajas, bolsas. Comida precocinada lista para el microondas. Su cuerpo era una masa de carne, embutida en la piel, y ésta a su vez estaba embutida en la falda estrecha y el suéter ajustado. Tenía la mirada vacía, los labios apretaban firmemente el cigarrillo, dejando entrever los dientes, y sujetaba con fuerza la barra del carrito.

Y el carro iba lleno, lleno a rebosar.

David tomó aire por la nariz: pudo casi sentir el olor a perfume barato mezclado con el olor a sudor del supermercado.

«La Muerte…».

Cuando no se le ocurría ninguna idea, o le asaltaban las dudas, siempre contemplaba esa representación de la Muerte, aquello contra lo que hay que luchar. Todas las tendencias dentro de la sociedad que apuntaban hacia esa imagen eran perniciosas; todo cuanto apuntaba en dirección contraria era… mejor.

Se abrió la puerta del cuarto de Magnus y éste apareció con una carta de Pokémon en la mano. Desde la habitación llegaba la voz chillona de la rana Bolclass="underline"

– ¡Nooo, oye, eh!

El niño le enseñó la carta.

– Papá, ¿Dark Golduck es dragón o agua?

– Agua. Cariño, tendremos que dejarlo…

– Pero es que ha recibido el ataque de un dragón.

– Sí, pero… Magnus, ahora no. Iré a tu cuarto cuando haya terminado, ¿de acuerdo?

El pequeño se fijó en el periódico que David tenía abierto delante de él.

– ¿Quéhacen?

– Magnus, por favor. Estoy trabajando. Luego voy.

– Se vende vodka… sueco con porno. ¿Qué es vodka?

David cerró el periódico y cogió a su hijo de los hombros. El niño se resistió e intentó abrir de nuevo el periódico.

– ¡Magnus! Va en serio. Si no me dejas trabajar ahora, no tendré tiempo para estar contigo luego. Vete a tu cuarto y cierra la puerta. Enseguida voy.

– Jo, ¿por qué tienes que estartrabajando siempre?

David lanzó un suspiro.

– Si tú supieras lo poco que trabajo en comparación con otros padres… Pero, por favor, ahora déjame trabajar un poco en paz.

– Sí, sí,sí.

Magnus se soltó y volvió a su habitación. La puerta se cerró de nuevo. David dio una vuelta por el cuarto, se secó las axilas con una toalla y volvió a sentarse frente al escritorio. Las ventanas con vistas a la orilla de Kungholmen estaban abiertas de par en par, pero apenas corría el aire y él sudaba aunque iba desnudo de cintura para arriba.

Abrió de nuevo el periódico. Algo divertido debía salir de aquello.

Se vende vodka sueco con porno.

Dos mujeres del Partido Centrista arrojaban vodka sobre un número dePenthouse para manifestar su oposición. «Están indignadas», rezaba el pie de foto. David observó sus caras. Le dio la impresión de que parecían más bien amenazadoras, como si quisieran fulminar al fotógrafo con la mirada. El vodka caía sobre la joven desnuda de la portada.

Aquello era tan grotesco que resultaba difícil hacer algo divertido de ello. David paseó la vista por el periódico abierto, trataba de encontrar un punto de inflexión.

Foto: Putte Merkert.

«Ahí estaba».

Putte. Merkert. David se recostó en la silla, miró al techo y empezó a formularlo. Al cabo de dos minutos tenía el esquema del texto y se puso a escribirlo a mano. Volvió a observar a las mujeres. Ahora sus miradas amenazantes se volvieron contra él.

– ¿Piensas burlarte de nosotras y de nuestra actitud? -le dijeron-. ¿Y qué es lo que haces tú?

– Sí, sí -contestó David en voz alta al periódico-. Yo, a diferencia de vosotras, por lo menos soy consciente de ser un payaso.

Siguió escribiendo con el zumbido de un incipiente dolor de cabeza que él achacó a los remordimientos. Después de veinte minutos tenía un texto aceptable, incluso divertido, si le iba cogiendo las vueltas. Miró de reojo a laSupermarket Lady, pero no obtuvo orientación alguna. Quizá él estaba siguiendo su camino, iba en su carro.

Eran las 16:30. Quedaban cuatro horas y media hasta que tuviera que salir a escena, y los nervios empezaban a atenazarle el estómago.

Tomó una taza de café, fumó un cigarrillo y fue al cuarto de Magnus, dedicó media hora a hablar de los Pokémon, a ayudar a su hijo a clasificar las cartas y a traducir los textos de éstas.

– Papá -le preguntó el pequeño-, ¿en qué consiste realmente tu trabajo?

– Ya lo sabes. Estuviste una vez en Norra Brunn. Cuento cosas y la gente se ríe y… sí, me pagan por eso.

– ¿Por qué se ríen?

David miró a Magnus a los ojos, los ojos serios de un niño de ocho años, y él mismo se echó a reír. Le acarició la cabeza con la mano y respondió:

– La verdad es que no lo sé. Ahora voy a por un poco de café.

– ¡Ah! Siempre estás tomando café.

David se levantó del suelo cubierto de cartas esparcidas. Al llegar a la puerta se volvió y miró a su hijo, que estaba enfrascado en la lectura de una carta y movía los labios conforme deletreaba las palabras.

– Creo -aventuró David- que la gente se ríe porque quiere reírse. Han pagado para entrar y reírse, de modo que se ríen.

– No lo entiendo -contestó el niño, sacudiendo la cabeza.

– No -admitió David-. Yo tampoco.

Eva volvió del trabajo a las 17:30 y su esposo salió a recibirla a la entrada.

– Hola, querido -le saludó ella-. ¿Qué tal?

– La muerte, la muerte, la muerte -respondió David, llevándose la mano al estómago. La besó. Su labio superior sabía a sal por el sudor-. ¿Y tú?