Crujían y chirriaban bajo sus pies, las risas de las mujeres superaban al crujido de las cañas y él sólo era un toro, un animal torpe de carne y hueso, tratando de abrirse paso entre la fragilidad para satisfacer su deseo…
Abrió los ojos. Prestó atención.
Los arañazos sonaron de nuevo.
Y él no sólo los oía. Los sentía, percibía bajo los pies las vibraciones de las uñas rasgando la madera. Mahler levantó la cabeza y miró el ataúd.
«Crrrr…».
Había medio centímetro de madera entre aquellos dedos y su pie.
– ¿Elias?
No hubo respuesta.
Salió de la tumba, despacio, vértebra a vértebra.
Arriba, en el bosque, junto al Jardín del Recuerdo, halló una rama larga y gruesa que se llevó consigo hasta la tumba. Al ver toda la tierra esparcida alrededor del agujero abierto no comprendió cómo era posible. ¿Cómo había sido capaz de hacerlo?
Sin embargo, siguió.
Introdujo la rama entre la cabecera del féretro y la pared de tierra compacta, e hizo palanca. El extremo del ataúd se levantó un poco y Mahler sintió que se le hinchaba la lengua dentro de la boca al oír que algo resbalaba, cambiaba de posición dentro de la caja.
«¿Qué aspecto tendrá? ¿Qué aspecto tendrá?».
Y no era sólo eso. También se oían roces. Como si el ataúd estuviera lleno de guijarros.
Al final había conseguido levantar tanto la cabecera del ataúd que logró tumbarse boca abajo y cogerlo por ese extremo con las dos manos para sacarlo del agujero.
No pesaba mucho. No pesaba casi nada.
Tenía el pequeño ataúd ante sus pies. No le había afectado ningún proceso de descomposición, presentaba el mismo aspecto que tenía en la capilla. Pero Gustav sabía que lo que descompone un cadáver no era lo que venía de fuera, sino lo que había dentro.
Se pasó la mano por la cara. Tenía miedo.
Había, era cierto, historias fantásticas sobre cadáveres, especialmente de niños, que hablaban de que los cuerpos estaban intactos cuando abrían las tumbas años después del entierro. Parecía sólo que estaban dormidos, pero eso eran cuentos, leyendas de santos o de circunstancias muy especiales. Debía estar preparado para lo peor.
El féretro se meneó a causa de una ligera sacudida en su interior, un tintineo, y Mahler sintió, por primera vez desde que llegó allí, un fuerte impulso de salir corriendo. El hospital psiquiátrico de Beckomberga se encontraba a tan sólo un kilómetro. Hacia allí. Tapándose los oídos con las manos, gritando. Pero…
«El castillo de Lego».
El castillo de Lego se hallaba aún en su apartamento. Los muñequillos estaban abandonados en las mismas posiciones que la última vez que jugaron. Mahler recordó las manos de Elias cogiendo los muñecos y las espadas.
– ¿Abuelo, había dragones en los tiempos de los caballeros?
El abuelo se inclinó sobre el ataúd.
La tapa sólo estaba sujeta con dos tornillos, uno en los pies y otro en la cabecera. Sirviéndose de la llave de su apartamento, consiguió desatornillar el de la cabecera, tomó aire y retiró la tapa hacia un lado. Contuvo la respiración.
«No es Elias».
Retrocedió ante el cuerpo que reposaba sobre el blando revestimiento. Era un enano. Un enano entrado en años enterrado en vez de Elias.
Jadeante, aspiró sin querer el aire por la boca, por la nariz, y el hedor virulento a queso demasiado curado le provocó una náusea que le costó contener para que no se convirtiera en vómito.
«No es Elias».
La luz de la luna era más que suficiente para que pudiera ver lo que había pasado con el cuerpo. Las diminutas manos que ahora se movían buscando a tientas estaban deshidratadas, negras, y la cara… la cara. Mahler cerró los ojos, se los tapó con las manos, sollozando.
Se dio cuenta entonces de lo mucho que, a pesar de todo, había confiado, aunque fuera imposible, en que Elias iba a tener el mismo aspecto que en vida. De todos modos todo aquello era imposible, entonces, ¿por qué no iba a poder ser así?
Pero no lo era.
Gustav se mordió los labios, se los chupó, se quitó las manos de los ojos. En su trabajo había visto muchas cosas terribles, dominaba el arte de quedarse impávido, distante, como si no estuviera allí. Ahora lo puso en práctica al acercarse al ataúd y levantar a Elias entre sus brazos.
La seda del pijama de pingüinos tenía un tacto suave bajo sus dedos. Debajo de aquélla sintió la piel rígida, dura como el cuero. Tenía el tronco hinchado por los gases formados en el vientre, y el olor a proteínas descompuestas era peor de lo que pueda imaginarse.
Pero Mahler no estaba allí. Allí sólo estaba un hombre que llevaba un niño en brazos. Un niño que pesaba muy poco. Miró el ataúd una vez más para comprobar si se había dejado algo. Y sí, se lo había dejado. El Lego.
Eso era lo que había provocado aquel ruido como de roce. Elias había conseguido abrir la caja que le habían dejado en el ataúd, y las piezas de plástico estaban ahora en un montón a los pies de éste, junto a la caja rota.
El hombre se detuvo, se imaginó la escena. Elias allí enterrado y…
Apretó los ojos. Borró aquella imagen. Se quedó allí parado en un instante de locura, dudando, pensando si no debería dejar a su nieto, recoger las piezas y guardárselas en los bolsillos.
«No, no, compraré nuevas, compraré toda la tienda…».
Con el paso corto y una respiración jadeante, que parecía insuficiente para oxigenar la sangre, Gustav se encaminó hacia la salida diciendo en voz baja:
– Elias… Elias… todo se va a arreglar. Ahora vamos a ir a casa… con el castillo de Lego. Esto ya se ha terminado. Ahora vamos… a ir a casa…
Elias se giró lentamente en los brazos de Mahler, como si tuviera sueño, y éste pensó en todas las veces que había llevado aquel cuerpecillo dormido desde el coche o desde el sofá hasta la cama. Con el mismo pijama.
Pero ese cuerpo ahora no era suave, ni cálido; era duro y frío, rígido como el de un reptil. A mitad de camino hacia la salida se atrevió a mirarle a la cara otra vez.
La piel, de color marrón anaranjado, se había tensado tanto que los pómulos se le veían con toda claridad. Los ojos sólo eran un par de hendiduras, dos cortes, y todo el rostro parecía… asiático. Pero tenía la nariz y los labios negros, arrugados. No había mucho que recordara a Elias, excepto el cabello castaño y rizado que le caía sobre la amplia frente.
Con todo, habían tenido suerte.
Elias había empezado a momificarse. Si el terreno hubiera sido más húmedo, probablemente se habría descompuesto.
– Has tenido suerte de que haya sido un verano tan caluroso, pequeño. Bueno, tú no lo sabes, pero ha hecho… muy buen tiempo este verano. Como aquella vez que fuimos a pescar percas… ¿Te acuerdas? Te daban mucha pena las lombrices y pescamos con ratas de gominola en vez de lombrices…
El hombre siguió hablando todo el camino hasta que llegó de nuevo ante la verja. Seguía cerrada. No había pensado en ello.
Agotado, incapaz de dar un paso más, se dejó caer con Elias en brazos junto al muro de la verja. Ya no notaba el hedor. El mundo olía así.
Mahler contempló la luna con Elias apretado contra su pecho. Amarilla y amable, aquélla le envió un guiño, veía con buenos ojos todo cuanto había hecho. Él asintió, cerró los ojos y acarició los cabellos de Elias.
Sus preciosos cabellos.
Hospital de Danderyd, 00:34
– ¿Cómo se siente ahora?
Alguien le puso un micrófono debajo de la barbilla y David, en un acto reflejo, estuvo a punto de cogerlo.