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– Es la resurrección de la carne -comentó con hilaridad contenida-. ¿No lo entiendes? Es la resurrección. La resurrección de la carne. No puede ser otra cosa.

Flora ladeó la cabeza.

– ¿Ah, sí?

No había palabras. Elvy no podía explicarlo. Su alegría y sus expectativas eran demasiado grandes para poder expresarlas con palabras, por eso dijo:

– Flora, no quiero hablar de eso ahora. No tengo ganas de discutir. Sólo quiero estar un momento a solas.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Quiero estar tranquila. Es un momento. ¿Me dejas?

– Sí, sí. Claro.

Flora se dirigió a la ventana y se puso a mirar alternativamente las copas apenas visibles de los árboles frutales, y la imagen de Elvy reflejada en el cristal. Ésta se entregó en silencio a su religiosidad. Después de un rato, Flora dio un golpecito al espanta-espíritus de tubos metálicos colgado en la ventana, abrió la puerta del balcón y salió a la terraza. El ruido de sus pisadas se confundía con el tintineo del espanta-espíritus, pero aquéllas enmudecieron al cabo unos segundos.

«El reino de los cielos al final de los tiempos».

Euforia. No había palabra mejor para describir lo que se agitaba en el pecho de Elvy.

Como si fuese la víspera de un largo viaje, por la

[noche:

ya tienes el billete en el bolsillo y hechas al fin las

[maletas.

Y puedes sentarte y percibir la cercanía de lo

[lejano… [5]

Sí. Así se sentía. La anciana trató de ver ante sí el país lejano al que pronto iba a viajar, adonde pronto iban a viajar todos, pero aquí no había folletos turísticos en los que apoyarse, todo dependía de ella y ella no era capaz de imaginárselo, era indescriptible y superaba su imaginación.

Pero estaba allí sentada y sentía que pronto… pronto…

Pasaron unos minutos, tras los cuales algunas gotas de mala conciencia se mezclaron en el cáliz de su regocijo. Flora estaba en su casa. Aquí. Ahora. ¿Qué había sido de su nieta? Cuando se levantó del sofá para ir a buscarla, vio el sillón delante de la puerta del dormitorio y llegó a pensar: «¿Por qué está ahí el sillón?», antes de que recordara el motivo. Precisamente porque Tore estaba allí dentro, sentado junto al escritorio, revolviendo los papeles como cuando estaba vivo. Elvy se detuvo de repente porque la asaltó una duda sombría.

«Y si fuera así».

Cuando Flora volvió del teléfono y le comunicó lo que le habían dicho, la anciana se imaginó un ejército silencioso de resucitados, cientos, miles, avanzando solemnemente por las calles como una señal sublime de lo que estaba por llegar. A pesar de lo que ella había visto ya, se volvió y fue hasta la puerta del dormitorio. Allí había papeles revueltos, pies desnudos con las uñas sin cortar, manos frías, hedor, pero ni rastro de un coro de ángeles en las alturas, sólo cuerpos de carne y hueso que se metían en todas partes y causaban problemas.

«Pero los caminos del Señor…».

… son inescrutables, sí. No sabemos nada. Elvy meneó la cabeza y lo dijo en voz alta:

– No sabemos nada. -Ahí lo dejó, y salió a la terraza en busca de su nieta.

La oscuridad de agosto era profunda y no corría brisa entre las hojas. «Es de noche y hay tanta calma que la luz de la vela arde sin flamear». Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, Elvy distinguió la oscura silueta de su nieta reclinada sobre el tronco del manzano. Elvy bajó las escaleras y fue hacia ella.

– ¿Estás aquí sentada? -le preguntó.

La chica no contestó a la pregunta que no era tal, sino que dijo:

– He estado pensando. -Y se levantó, cogió del árbol una manzana medio madura y se puso a jugar con ella entre las manos.

– ¿Y qué has pensado?

La manzana voló por los aires, captó la luz de la sala de estar por un instante y cayó en las manos de la joven con un golpe.

– ¿Qué demonios van a hacer? -dijo Flora, echándose a reír-. Todo va a cambiar ahora. Nada encaja. ¿Comprendes? Todo en lo que han basado toda esa mierda… ¡Paf! ¡Se acabó! La muerte, la vida. Nada encaja.

– No -reconoció Elvy-. Es verdad.

Flora descubrió las piernas y dio unos pasos de baile sobre el césped. De repente, lanzó la manzana alto, lejos. Elvy la vio volar sobre el seto describiendo un arco amplio y la oyó caer con un golpe sordo en el tejado del vecino, para luego rodar sobre las tejas.

– No hagas eso -la reprendió.

– ¿Y? ¿Y qué? -Flora extendió los brazos como si quisiera abrazar la noche, el mundo-. ¿Qué van a hacer? ¿Llamar a los antidisturbios? ¿Arrestar a alguien? ¿Avisar a Bush y pedirle que venga a bombardear? Quiero verlo… de verdad, quiero ver cómo solucionan esto.

La joven cogió otra manzana y la tiró en otra dirección. Esta vez no acertó en ningún tejado.

– Flora…

Elvy intentó poner la mano en el brazo de su nieta, pero ésta se zafó.

– No lo entiendo -admitió Flora-. Tú crees que esto es Armagedón, ¿no? Yo no me sé la historia, pero los muertos despiertan, los sellos se rompen y todo el programa y esto se acaba, ¿no?

La anciana sintió un profundo rechazo a ver reducidas sus creencias a esa descripción, pero contestó:

– Sí.

– De acuerdo. Yo no lo creo. Pero si uno cree eso, ¿qué demonios importa una fruta en el tejado del vecino?

– Hay que mostrar consideración. Flora, por favor, tranquilízate un poco.

La chica soltó una carcajada, pero sin malicia. Abrazó a Elvy, la meció hacia delante y hacia atrás como si fuera una niña pequeña que no entendía nada. Elvy supo encajarlo. Se dejó acunar.

– Abuela, abuela -le dijo Flora en voz baja-. Tú crees que el mundo se va a hundir y me dices a que me tranquilice.

La anciana sonrió. Resultaba algo gracioso, la verdad. Flora la soltó, dio un paso atrás, apretó las palmas de las manos y movió la cabeza como en un gesto de saludo hindú.

– Como dijiste antes: no comparto tus creencias, pero, abuela, yo creo que se va a montar un lío de los gordos. Tendrías que haber oído la voz de la telefonista en la Central de Emergencias. Era como si tuviera a los zombis resollándole en la nuca. Va a ser el caos, esto va a cambiar, y ¡joder!, cómo me alegro.

La ambulancia llegó como un ladrón en mitad de la noche. Nada de sirenas, ni siquiera estaban encendidas las luces de emergencia. Se acercó despacio hasta llegar delante de la casa; se abrieron las puertas delanteras y se apearon dos hombres vestidos con batas de color azul claro. Elvy y Flora fueron a su encuentro.

Era la 1:30 y los hombres parecían agotados. Probablemente les habían sacado de la cama para hacer frente a la situación. El conductor saludó a Elvy con una inclinación de cabeza y señaló hacia la casa.

– ¿Está ahí dentro?

– Sí -contestó Elvy-. Yo… lo encerré en el dormitorio.

– No es la única, créame.

Se pusieron unos guantes de goma y subieron las escaleras. Elvy no sabía qué era lo que debía hacer. ¿Debería entrar con ellos y echarles una mano, o sería sólo un estorbo?

No acababa de decidirse, y entonces se abrió la puerta posterior de la ambulancia y salió otro hombre. No se parecía nada al personal sanitario; era mayor, más gordo y vestía una camisa negra. Permaneció un instante parado junto a la ambulancia, observando el lugar. O, mejor dicho, disfrutando de él. Tal vez llevaba mucho tiempo encerrado ahí dentro.

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[5] Versos del poema Eufori, de Gunnar Ekelöf (1907-1968).