Cuando él se volvió hacia la casa, Elvy vio el rectángulo blanco que llevaba en el cuello de la camisa y se secó las manos en la bata dispuesta a saludarlo. Flora silbó, pero Elvy no le prestó atención. Se trataba de un asunto serio.
El hombre avanzó enseguida hacia el edificio con pasos sorprendentemente ágiles para aquel cuerpo tan orondo, y le tendió la mano.
– Buenas noches. O buenos días, quizá. Me llamo Bernt Janson.
Elvy le estrechó la mano, cálida y firme, se inclinó levemente y dijo:
– Elvy Lundberg.
Bernt saludó también a Flora, y les explicó:
– Bueno, soy el sacerdote del hospital de Huddinge, donde trabajo habitualmente, pero esta noche he salido con el personal de las ambulancias. -Su rostro se volvió más serio-. ¿Qué tal lo llevan aquí?
– Bueno -repuso Elvy-. Bien, estamos bien.
Bernt asintió y permaneció en silencio un instante para dejar que Elvy continuara, pero como no lo hizo, entonces prosiguió éclass="underline"
– Bueno, ésta es una historia extraña. Muchas personas la están viviendo como algo espantoso.
La dueña de la casa no tenía nada que añadir. La verdad era que sólo tenía una duda y aprovechó para expresarla en voz alta:
– ¿Cómo puede ocurrir algo así?
– Ya -repuso Bernt-. Eso es lo que se preguntan todos, como es lógico. Y, lamentándolo mucho, lo único que puedo decir es: no lo sabemos.
– ¡Pero ustedes deben saberlo!
Elvy levantó el tono de voz y Bernt se quedó algo desconcertado; sacudió la cabeza.
– ¿Qué quiere decir?
Elvy miró a Flora, olvidándose de que su nieta no era precisamente la persona adecuada en la que buscar apoyo. Eso la irritó aún más. Dio un golpe con el pie en el empedrado y dijo en voz alta:
– ¿Está usted aquí delante de mí, un sacerdote de la Iglesia sueca, diciéndome que no sabe lo que esto significa? ¿Lleva usted la Biblia? ¿Necesita que le busque las citas?
Bernt levantó la mano en un gesto defensivo.
– Ah, bueno, usted se refiere…
Flora los dejó y entró en la casa, pero Elvy no reparó en ello.
– Sí, a eso me refiero. ¿No irá usted a decirme que lo que está ocurriendo sólo es una cosa extraña, como… como si empezara a nevar en junio? ¿Eh? En el último día, los muertos saldrán de sus tumbas…
Bernt juntó las manos haciendo un gesto conciliador.
– Bueno, quizá sea un poco prematuro pronunciarse sobre… esas cosas -repuso; echó una ojeada a la calle, se rascó la oreja y dijo en voz más baja-: Pero es evidente que puede tener un significado más profundo.
Elvy no se conformó.
– ¿No es eso lo que usted cree?
– Sí… -Bernt miró la ambulancia, se acercó un poco a Elvy y le susurró al oído-: Sí, claro que lo creo.
– Pues dígalo entonces.
Bernt volvió a su posición anterior. Ahora parecía algo más tranquilo, pero siguió hablando en voz baja.
– Bueno, es que esa opinión no es exactamentecomme il faut, por decirlo de alguna manera. No estoy aquí para eso. Se enfadarían conmigo si yo fuera en la ambulancia en una situación como ésta y… empezara a predicar.
Elvy lo comprendió. Le pareció probablemente un poco pusilánime, pero, claro, la mayoría de la gente no querría ni ver a un predicador del juicio final una noche como aquélla.
– Entonces, ¿usted cree… en el regreso de Cristo, y todo eso? ¿En qué va a ser así también?
El sacerdote ya no pudo contenerse más. En su semblante se dibujó una sonrisa amplia, emocionada, y le confió en voz baja:
– ¡Sí! Sí, eso creo.
Elvy le devolvió la sonrisa. Al menos ya había dos creyentes.
Los dos hombres de la ambulancia aparecieron en las escaleras llevando a Tore entre ellos. Había una expresión de repugnancia contenida en el rostro de ambos. Elvy comprendió el motivo cuando se acercaron. Tore tenía la pechera de la camisa mojada y manchada con un líquido amarillento, y todo él desprendía una insoportable pestilencia a alimentos podridos. El muerto había empezado a descongelarse.
– Bueno, bien -empezó Bernt-. Aquí tenemos a…
– Tore -dijo Elvy.
– Tore, bien, bien.
Flora iba detrás. Había estado en el dormitorio para recoger su ropa y su mochila. Se acercó a Bernt, y le miró un momento de arriba abajo. El sacerdote hizo lo mismo; sus ojos se posaron un segundo en la camiseta de Marilyn Manson y Elvy cruzó las manos sobre el pecho tratando de comunicarle mentalmente a su nieta que aquél no era el momento oportuno para una discusión teológica, pero la pregunta de Flora fue de carácter más práctico.
– ¿Qué hacen con ellos? -inquirió la joven.
– Nosotros… de momento los llevamos a Danderyd.
– ¿Y qué piensan hacer después?
Tore ya había sido introducido en la ambulancia, y Elvy le dijo:
– Flora, tienen mucho trabajo…
– ¿No te preocupa? -preguntó Flora, dirigiéndose hacia Elvy-. ¿No quieres saber lo que piensan hacer con el abuelo?
– Bueno, ésa es… -Bernt carraspeó-… una pregunta muy natural, y la verdad es que no lo sabemos. Pero puedo asegurarles que no se va a, digamos, hacer nada con ellos, por decirlo de alguna manera.
– ¿Y eso qué significa? -preguntó Flora.
– Verás… -Bernt arrugó el entrecejo-. Yo no sé a qué te referías, pero supuse que…
– En ese caso, ¿cómo puede estar tan seguro?
Bernt lanzó una mirada a Elvy, «sí, ya ves estos jóvenes», y ésta se la devolvió sin entusiasmo. Uno de los hombres de la ambulancia se había quedado con Tore, el otro se acercó hasta ellos y anunció:
– El equipaje está listo.
El sacerdote esbozó una mueca y el hombre de la ambulancia respondió con una sonrisa burlona, y dijo:
– Venga, ¿nos largamos?
– Sí. -Bernt se volvió hacia Elvy-. ¿Quizá desee usted acompañarle? -Como la anciana negó con la cabeza, él dijo-: ¿No? Pues entonces alguien se pondrá en contacto con usted tan pronto… tan pronto como sepamos algo.
Y le tendió la mano a Elvy para despedirse. Cuando se la ofreció a Flora, ella se la estrechó y dijo:
– Yo voy con ustedes.
– No -contestó Bernt mirando a Elvy-. Seguramente no es lo más adecuado.
– Sólo hasta la ciudad -insistió Flora-. Me llevan. Ya se lo he preguntado.
Bernt se volvió hacia el conductor de la ambulancia, y éste se lo confirmó con un asentimiento. El sacerdote lanzó un suspiro, y se dirigió a Elvy.
– ¿Le da usted permiso?
– Ella es libre, puede hacer lo que quiera.
– Ya -dijo Bernt-. Me lo imaginaba.
Flora se acercó y le dio un abrazo a Elvy.
– Tengo que ir a la ciudad y hablar con un amigo.
– ¿Ahora?
– Sí. Si tú te las arreglas sola, claro.
– Yo me arreglo sola.
Elvy se quedó junto a la verja del jardín viendo cómo su nieta se subía en la parte de atrás junto a Bernt. Les dijo adiós con la mano y pensó en el hedor mientras se cerraban las puertas. El motor se puso en marcha, la luz azul se encendió un instante, pero luego se apagó. La ambulancia dio marcha atrás despacio en el aparcamiento de la casa de enfrente, volvió y…
Se le tensaron los dedos de las manos y puso unos ojos como platos cuando una percepción extrasensorial omnipresente le atravesó el cuerpo como una estaca: Tore.
Retrocedió y buscó apoyo en el poste de la verja. Tore estaba allí. Ese mismo rastro distintivo omnipresente en su habitación, que ahora iba desvaneciéndose lentamente, se le había metido en la cabeza con toda su fuerza hasta llenarle el cuerpo y la mente, hasta que Elvy escuchó la voz de su difunto marido.