«¡Madre, ayúdame! Me han apresado… No quiero irme… Quiero quedarme en casa, madre…».
El vehículo salió del aparcamiento.
«Madre… ella viene, ella…».
Y Tore salió otra vez del cuerpo de Elvy como una culebra mudando de piel, pero si la voz del difunto había sonado tan fuerte como si la hubieran amplificado mediante altavoces, ahora pudo discernir en medio de la algarabía otra más débil, la de Flora.
«Abuela… ¿me escuchas? ¿Es a ti a quien él…?».
Elvy sintió físicamente que el campo se debilitaba al tiempo que recuperaba su cuerpo, y sólo alcanzó a contestar…
«Te escucho».
… antes de que desapareciera y ella volviera a ser sólo Elvy, apoyada en el poste de la verja. La ambulancia aceleró conforme avanzaba por la calle y ella la veía sólo como una mancha blanca; luego tuvo que agachar la cabeza, forzada por un zumbido en los oídos, ensordecedor como el de miles de mosquitos, y por el dolor de cabeza, que proyectaba soles rojos sobre los párpados.
Pero ella había visto.
La anciana se agarró al poste para no caer contra el asfalto, incapaz de levantar la cabeza o abrir los ojos para ver mejor. No podía. Eso no estaba permitido.
El dolor le duró sólo unos segundos, después desapareció de repente. Elvy levantó la cabeza, miró hacia el punto donde había estado la ambulancia un momento antes.
La mujer había desaparecido.
Pero Elvy la había visto. Un segundo antes de que la ambulancia desapareciera de su vista, ella había visto por el rabillo del ojo cómo una mujer alta y delgada de cabellos negros salía desde detrás del vehículo y extendía un brazo hacia él. Luego, el dolor la había obligado a apartar la vista.
La anciana miró a lo largo de la calle. La ambulancia desapareció a lo lejos en el cruce con la vía principal. La mujer se había esfumado.
«¿Estará… ahora… dentro de la ambulancia?».
Elvy se apretó la frente con la mano y se concentró todo lo posible.
«¿Flora? ¿Flora?».
No hubo respuesta. No había contacto.
En realidad, ¿qué aspecto tenía esa señora? ¿Cómo iba vestida? Era imposible recordarlo. La imagen se le escurría entre los pliegues de la memoria cuando intentaba recordar el semblante o el cuerpo atisbados durante una fracción de segundo. Era como evocar un recuerdo de la primera infancia; uno podía recordar un detalle concreto, algo que se le había quedado grabado. Todo lo demás permanecía en las sombras.
No se acordaba de su rostro ni de su ropa. Se habían borrado de su memoria. Sólo estaba segura de una cosa: entre los dedos de aquella mujer sobresalía algo que emitía un leve reflejo a la luz de la farola. Algo pesado. Algo de metal.
Elvy entró corriendo en casa para tratar de ponerse en contacto con Flora por el sistema convencional. Marcó su número de móvil.
– El abonado del número al que usted llama no está disponible en este momento…
Råcksta, 02:35
Las voces y los ruidos del metal despertaron a Mahler.
Por un instante se sintió totalmente desorientado. Estaba sentado con algo en los brazos y le dolía todo el cuerpo. ¿Dónde estaba?, y ¿por qué?
Entonces lo recordó.
Elias seguía sobre su regazo, inmóvil. La luna había seguido su camino mientras él estaba sentado, ya sólo se la veía parcialmente detrás de las copas de los abetos del Jardín del Recuerdo.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Una hora? ¿Dos?
Se oyó un chirrido cuando se abrió la verja de hierro y varias sombras se deslizaron hacia el espacio abierto delante de la capilla. Encendieron linternas y las luces danzaron sobre el empedrado. Se oyeron voces.
– … es demasiado pronto para responder en estos momentos…
– ¿Pero qué piensan hacer ustedes en el caso de que sea así?
– Primero vamos a escuchar y ver qué… envergadura tiene, después…
– ¿Piensan abrir las tumbas ahora?
Gustav creyó reconocer la voz del que preguntaba. Karl-Erik Ljunghed, uno de sus colegas del periódico. No pudo escuchar la respuesta. Su nieto permanecía inmóvil entre sus brazos, como muerto.
Estaba sentado en una oscuridad casi total. No podrían descubrirle a menos que dirigieran las linternas hacia el muro. Movió a su nieto con cuidado. No pasó nada. El terror se adueñó de su pecho.
«Todo esto, y ahora…».
Mahler encontró la mano seca y dura de Elias, puso sobre ella sus dedos índice y corazón, presionó. La mano se cerró en torno a sus dedos. Las luces de cinco linternas se movían dentro del cementerio, seguidas por las sombras.
Después del rato que había permanecido sentado, su cuerpo estaba rígido como una piedra, daba la impresión de que mientras dormía le habían sacado la columna vertebral y la habían sustituido por un hierro candente. ¿Por qué no salía? Karl-Erik podía echarle una mano, ¿por qué no les llamaba?
«Porque…».
Porque no debía hacerlo. Porque eran… ellos. Los otros.
– Elias, tengo… tengo que dejarte un momento en el suelo.
El pequeño no respondió. Gustav retiró sus dedos de los de Elias con una sensación de pérdida, y lo depositó con cuidado en el suelo. Consiguió ponerse en pie, apoyando la espalda contra el muro y valiéndose sólo de los músculos de las piernas.
Las luces de las linternas bailaban como fantasmas en la zona de las tumbas, y Mahler prestó atención para oír si se acercaba alguien más. Lo único que escuchó fueron las voces lejanas de los que habían llegado antes, y bajo, muy bajo, Eine Kleine Nachtmusik desde su móvil en el coche. El anuncio de la luz roja del amanecer rayaba el cielo.
– ¿Elias?
No hubo respuesta. Su cuerpecillo yacía tendido sobre el empedrado, como si no fuera más que una sombra.
«¿Me oirá? ¿Me verá? ¿Sabrá que soy yo?».
Se agachó, puso las manos debajo de las rodillas y de la cabeza de Elias, se levantó y fue hacia el coche.
– Ahora nos vamos a casa, chaval.
En el aparcamiento había ahora otros tres coches: una ambulancia, un Audi con el logo del periódico y un Volvo de matrícula rara con los números de color amarillo sobre el fondo negro. Mahler tardó un poco en caer en la cuenta: era un vehículo militar.
«¿El ejército? ¿Será tan grave?».
La presencia del vehículo militar lo reafirmó en la idea de que había hecho bien en no dar a conocer su presencia. Cuando los militares entraban en escena, alguna otra cosa salía por la ventana.
El cuerpo de Elias era ligero, muy ligero, en sus brazos. Inexplicablemente ligero teniendo en cuenta lo… gordo que se había puesto. Su estómago era tan grande que los últimos botones del pijama habían saltado debido a la presión. Pero Mahler sabía que allí dentro sólo había gas formado por la putrefacción de las bacterias de la flora intestinal. Nada que pesara.
Colocó con cuidado a Elias en el asiento trasero, bajó el respaldo de su asiento al máximo para poder sentarse con la espalda apoyada. Conducía casi tumbado cuando salió del aparcamiento. Bajó las ventanillas de los dos lados.
Sólo había un par de kilómetros hasta su apartamento. Mahler fue hablando con Elias durante todo el recorrido, sin obtener ninguna respuesta.
Gustav colocó a Elias en el sofá sin encender las luces de la sala de estar, se inclinó sobre él y le besó en la frente.
– Ahora vuelvo, pequeño. Sólo voy a…
Sacó tres analgésicos del cajón de las medicinas que tenía en la cocina y se los tragó con un poco de agua.