Flora pasó de la hierba al asfalto. El letrero de la fachada más próxima decía que se encontraba en la calle Ekvatorvägen. Un grafiti rodeaba el letrero de manera que parecía que un demonio, desnudo y sonriente, con rastas y un enorme órgano genital, sostenía el cartel en la mano.
Flora apagó el walkman entre Tourniquet y Angel with Scabbed Wings. Para meter todo el disco había tenido que quitar algunos temas, y la elección había sido sencilla. Se quitó los auriculares de las orejas y orientó hacia el silencio sus tímpanos anestesiados por la música, reprendiéndose a sí misma porque empezaba a encogérsele el estómago de miedo…
«Vaya pija de mierda».
… pero los únicos ruidos que se oían eran los de las personas. No había dado tiempo a plantar árboles ni arbustos, y por eso no había ningún pájaro, ningún susurro de hojas. Sólo personas: sus voces, sus gritos. Dejó la calle Ekvatorvägen con paso rápido, continuó a lo largo de la calle Latitudvägen y entró en el patio de Peter.
Los cristales rotos crujían bajo sus pies y el ruido rebotaba entre las desnudas paredes de cemento. Todas las construcciones a su alrededor eran edificios de tres plantas, y en el patio destacaba uno grande en el centro. Según Peter, estaba pensado instalar allí la lavandería, la sala de reuniones y el cuarto de recogida de basuras de toda la parcela, pero no había agua con la que lavar, ni pasaba nadie a recoger la basura, y la gente no tenía ganas de reuniones.
Flora se movía con cuidado sobre las bolsas de plástico y los cartones esparcidos por el suelo, pero no podía evitar los cristales y alguien advirtió su presencia. Alguien, que estaba sentado contra la puerta de hierro de la lavandería, se levantó y avanzó hacia ella. La muchacha siguió adelante, acelerando el paso.
– Eh, tú… chica…
El tipo se colocó delante de ella en el estrecho camino. Ella miró a su alrededor. No había nadie más por allí cerca. El hombre le sacaba la cabeza, tenía un acento finlandés muy marcado y desprendía un olor que ella no pudo reconocer. Cuando él levantó la mano y Flora vio la botella, entonces reconoció el olor: alcohol de quemar. El hombre le alargó la botella; una botella de refresco con algo dentro, quizá un trozo de pan, metido en el cuello de la botella a modo de filtro.
– Oye, Pippi Calzaslargas, ¿quieres un trago?
Flora meneó la cabeza.
– No. Gracias, ahora no me apetece.
Al oír aquella voz tan clara al hombre le dio por pensar en otra cosa, o esa impresión dio, pues se inclinó y observó la cara de Flora. Ella se quedó paralizada.
– No me jodas… -dijo el hombre-. Pero si eres… una cría. ¿Qué has venido a hacer aquí?
– A ver a un amigo.
– Ah, bueno.
El desconocido se quedó tambaleándose, como pensándoselo. Con mucho cuidado dejó la botella en el suelo justo a su lado. La muchacha registraba hasta el más mínimo movimiento, dispuesta a salir corriendo si era necesario. El hombre extendió los brazos.
– ¿Me das un abrazo?
Ella no se movió. El hombre no parecía malo, la verdad, sólo miserable. Pero sólo en las películas infantiles los malos parecen malos. Llevaba los últimos botones de la camisa desabrochados, quizá perdidos, dejando al descubierto la barriga blanca. Su cara parecía demasiado pequeña, con aquel cuerpo tan hinchado, e incluso bajo aquella luz tenue se le notaban los vasos capilares en las mejillas, en la nariz. El hombre dejó caer los brazos y dijo:
– Tengo una hija… tenía una hija… vive, pero… tendrá la misma edad que tú, creo yo. -Se quedó pensándolo-. Trece años. Llevo ocho años sin verla. Kajsa. Así es como se llama. -Hizo un gesto señalando el bolsillo de su pantalón-. Tenía una foto, pero…
El hombre dejó caer los hombros y Flora pensó que iba a empezar a llorar. Cuando ella siguió andando, él se quedó murmurando algo para sí mismo.
La ventana de Peter se hallaba a ras del suelo y estaba entera. Como su vivienda inicialmente estaba pensada como el cuarto de las bicicletas, y de hecho ahora también funcionaba como tal, la ventana era de vidrio reforzado y hacía falta cierto empeño para romperla. Flora se agachó y llamó.
Oyó pasos que se arrastraban detrás de ella, se volvió y vio al finlandés abalanzándose sobre ella. Llevaba de nuevo los brazos extendidos y a Flora se le pasó por la cabeza una imagen propia del mismo Manson…
«Pollo broiler crucificado».
… después, el finlandés puso morritos y dijo con voz de bebé:
– Entonces, ¿vas a darme un abrazo pequeñito?
Flora se levantó y se escabulló del alcance de sus manos. El tipo siguió con los brazos extendidos y la mirada perruna. Ella entornó los ojos y ladeó la cabeza.
– ¿Acaso no te das cuenta de lo asqueroso que eres?
Al otro lado de la ventana se encendió una linterna y Flora oyó la voz de Peter.
– ¿Quién es?
Sin apartar la mirada del finlandés, Flora respondió:
– Soy yo.
Flora bajó la corta rampa de las bicicletas y se detuvo frente a una puerta de hierro cerrada, decorada con un grafiti que representaba un paisaje estival. Era una de las pocas puertas de la zona con cerradura, porque Peter la había puesto. Se oyó un chirrido y se abrió la puerta. Peter sujetaba con una mano el ligero saco de dormir en el que iba envuelto, en la otra llevaba la linterna.
– Pasa.
Ella echó una última mirada al finlandés, que seguía allí tambaleándose, con las manos aún extendidas hacia la noche y los recuerdos. Cuando Peter cerró la puerta y la luz de la linterna envolvió el cuarto, Flora podría haberse encontrado en cualquier zona habitada. Las bicicletas estaban muy bien colocadas a lo largo de la pared más grande, mientras que uno de los muros menores estaba reservado para el motocarro de Peter.
Peter siguió hasta la otra pared corta, un tabique de separación que él mismo había construido, y abrió la puerta disimulada con la misma pintura del muro. Así había conseguido evitar la expulsión cada vez que la policía aparecía por allí, ya que en sus registros someros no habían descubierto ese escondite.
La habitación situada detrás de la pared sólo tenía seis metros cuadrados y en ella sólo había espacio para la cama, que Peter había encontrado en un contenedor y se había traído a casa en la moto; una silla y una mesa en la que tenía la comida muy bien colocada, una cocina de camping y un bidón de agua. En el suelo, al lado de la cama, había un estéreo enchufado a una batería de coche, y en un derroche de imaginación, Peter poseía un cepillo de dientes que funcionaba a pilas y una maquinilla de afeitar. Tenía también una Gameboy, un despertador y el móvil; además de la linterna. Flora solía llevarle pilas como regalo.
Peter echó el pestillo de la puerta y se tumbó en la cama, bajó la cremallera del saco y éste se convirtió en un edredón. Flora se quitó el jersey y los pantalones, se metió en la cama con él y apoyó la cabeza sobre su hombro.
– Peter…
– ¿Mm?
– ¿Sabes lo que ha pasado esta noche?
– No.
Flora le contó toda la historia. Desde que se despertó en casa de Elvy hasta su llegada a la ciudad con la ambulancia.
– Qué raro -comentó él cuando terminó de contárselo, y le rodeó la cabeza con el brazo. Después de unos segundos, Flora notó que respiraba profundamente: se había dormido.
La luz del amanecer había convertido la única ventana en un rectángulo gris claro y Flora permaneció tanto tiempo con la vista clavada en él que se le quedó grabado en la retina un buen rato después de que ella hubiera cerrado ya los ojos.