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Mahler tuvo que dejar el vaso en la mesilla para coger a su nieto en brazos. Debió contenerse para no darle un abrazo de oso que pudiera lastimar alguna parte de su frágil cuerpo.

– Tú puedes, pequeño. ¡Tú puedes!

Elias ni se movió, su cuerpo seguía tan rígido como antes, pero había hecho algo. Había bebido.

Quizá la alegría de Mahler no residía tanto en la señal de vida de su nieto como en el hecho de que él podía hacer algo por el niño. No tenía que quedarse de brazos cruzados mirándolo. Podía ponerle crema en la piel, podía darle de beber. Quizá había más cosas que él podía hacer, pero eso el tiempo lo diría. Ahora…

Animado por el éxito, volvió a coger el vaso, se lo acercó a la boca, pero lo vertió demasiado rápido, y se le escurrió. La garganta ni se movió.

– Espera… Espera…

Gustav fue corriendo a la cocina, rebuscó en el cajón de las medicinas una jeringa de plástico que le habían dado en la farmacia junto con el frasco de paracetamol líquido que compró una vez que Elias tuvo fiebre. Llenó la inyección con agua salada del vaso, e introdujo con cuidado un centilitro entre los labios de Elias. Éste bebió. Mahler continuó hasta que la inyección quedó vacía. Entonces la volvió a llenar. Diez minutos después, Elias se había bebido todo el vaso y Mahler volvió a recostar la cabeza mojada de su nieto sobre las almohadas.

No se había producido ningún cambio visible, pero sólo el hecho de que Elias, según parecía ahora, tuviera una voluntad, o al menos un impulso de asimilar algo de fuera…

Mahler le arropó en la cama, luego se tumbó a su lado.

Elias seguía oliendo mal, pero el baño se había llevado lo peor de la pestilencia. Además, el hedor se mezclaba ahora con el olor a jabón y a champú. Mahler giró la cabeza sobre la almohada y entornó los ojos, trató de ver a su nieto, pero fue imposible. Su perfil suave aparecía completamente cambiado por aquellos pómulos prominentes, la nariz hundida, los labios.

«No está muerto. Vive. Se pondrá bien…».

Mahler se quedó dormido.

* * *

En el despertador de la mesilla eran las diez y media cuando le despertó el teléfono. Lo primero que pensó fue: «¡Anna!».

No había hablado con ella; quizá había ido ya al cementerio. Echó una mirada rápida a Elias, que seguía como él lo había dejado, luego cogió el teléfono.

– Sí, soy Mahler.

– Soy yo, Anna.

Mierda. Idiota. ¿Cómo había podido quedarse dormido? La voz de su hija sonaba destrozada, temblorosa. Había estado en Råcksta. Mahler sacó las piernas de la cama, se sentó.

– Sí… Hola. ¿Cómo estás?

– Papá, Elias ha desaparecido. -Mahler tomó aire para contárselo, pero no tuvo tiempo, Anna continuó-: Acaban de estar aquí dos hombres preguntando si yo… si yo había… Papá, es que… esta noche… los muertos se han despertado por todas partes.

– ¿Quiénes eran esos hombres?

– ¡Papá, escucha lo que te digo! ¡Escucha lo que te digo! -Parecía histérica, a punto de gritar-. Los muertos se han despertado y Elias… me dijeron que su tumba…

– Anna, Anna, tranquilízate. Está aquí. -Mahler miró a Elias, su cabeza descansaba sobre la almohada, le acarició la frente con la mano-. Está aquí. En mi casa. -Se hizo un silencio al otro lado del hilo-. ¿Anna?

– ¿Está… vivo? ¿Elias? ¿Me estás diciendo que…?

– Sí. Bueno… -Se oyeron unos golpes en el teléfono-. ¿Anna? ¿Anna? -A través del auricular, a lo lejos, oyó abrirse y cerrarse una puerta.

«Joder…».

Se levantó, aún medio dormido. Anna venía hacia acá. Él debía…

¿Qué debía hacer?

«Aliviar, tranquilizar…».

Las persianas del dormitorio estaban bajadas, pero no bastaba para ocultar el aspecto de Elias. Mahler sacó rápidamente una manta del armario y la colgó encima de la barra de las cortinas. Se colaba algo de luz por las rendijas de los lados, pero la habitación estaba bastante más oscura.

«¿Debería encender una vela? No, entonces va a parecer un velatorio».

– ¿Elias? ¿Elias?

No hubo respuesta. Con manos temblorosas, Mahler absorbió con la jeringuilla lo que quedaba en el vaso y se lo acercó a los labios a Elias. Quizá fuera sólo un espejismo, puesto que la habitación estaba muy oscura, pero Elias no sólo bebió, a Mahler le pareció que incluso llegó a mover un poco los labios para sujetar con ellos la jeringa.

No tuvo tiempo de pensar en ello, porque oyó cómo se abría escaleras abajo la puerta del portal y fue hacia la entrada para encontrarse con su hija. Pasaron diez segundos durante los cuales se le desbocaron las ideas; luego, sonó el timbre, respiró profundamente y abrió la puerta.

Anna vestía sólo una camiseta y las bragas. Iba descalza.

– ¿Dónde está? ¿Dónde está?

Entró corriendo en el apartamento, pero Gustav la agarró y la sujetó.

– Anna… escúchame un momento… Anna…

Ella forcejeó.

– ¡Elias! -gritó, e intentó soltarse.

– ¡ESTÁ MUERTO, ANNA! -rugió Mahler a todo pulmón.

Ella dejó de pelear, le miró desconcertada, parpadeó y dijo con labios temblorosos:

– ¿Muerto? Pero… pero… si has dicho… si has dicho…

– ¿Puedes escucharme un momento?

Anna se quedó de repente sin fuerzas, se habría desplomado allí mismo si Mahler no la hubiera cogido y la hubiera sentado en una silla al lado del teléfono. Su cabeza se agitaba de un lado a otro como movida por una fuerza invisible. Mahler se puso delante de su hija, bloqueándole el camino hacia el dormitorio, se agachó y la tomó de la mano.

– Anna. Escúchame. Elias vive…, pero está muerto.

Ella sacudió la cabeza y se apretó las sienes con las manos.

– No entiendo, no entiendo qué dices, no entiendo…

Él le sujetó la cabeza entre las manos con firmeza y la obligó a mirarle a los ojos.

– Ha permanecido un mes bajo tierra. No parece el de antes. En absoluto. Tiene un aspecto… bastante desagradable.

– Pero ¿cómo puede haber…? Tiene que…

– Anna, no sé nada. Nadie lo sabe. Elias no habla ni se mueve. Es Elias y está vivo. Pero está muy cambiado. Está… como muerto. Tal vez se pueda hacer algo, pero…

– Quiero verlo.

Él asintió.

– Sí, claro que quieres, pero debes estar preparada para… Intentar estar preparada para…

«¿Para qué? ¿Cómo puede alguien estar preparado para una cosa así?».

Mahler se hizo a un lado. Anna continuó sentada en la silla.

– ¿Dónde está?

– En el dormitorio.

Ella apretó los labios y se inclinó ligeramente hacia delante para poder ver la puerta del dormitorio. Se había tranquilizado. Ahora parecía más bien asustada.

– ¿Está… destrozado? -inquirió, indecisa, señalando la puerta con la mano. Miró a su padre con ojos suplicantes. Él negó con la cabeza.

– No. Pero está… deshidratado. Está… negro.

Anna se cruzó con fuerza las manos sobre la rodilla.

– ¿Fuiste tú quién…?

– Sí.

Ella asintió y dijo con la voz apagada:

– Me lo preguntaron.

Y, levantándose, se encaminó hacia la puerta del dormitorio. Mahler la siguió, medio paso detrás. Mentalmente iba repasando el contenido del cajón de las medicinas, a ver si tenía algún tranquilizante en caso de que Anna… No. No tenía ningún tranquilizante. Sólo sus palabras, sus manos. En la medida en que pudieran servir de algo.