Mahler encendió un cigarrillo y sólo alcanzó a dar una calada antes de que salieran tres hombres del portal de Anna. Él se agachó y apagó el pitillo contra el suelo de cemento…
«… para que el enemigo no viera el humo…».
… y permaneció atento para escuchar si los hombres se dirigían a su portal. No. Salieron del patio hablando entre ellos. No distinguió lo que decían. Cortó el extremo ennegrecido del cigarrillo, volvió a encenderlo y le dio dos caladas. Le temblaban los dedos. Debían salir de allí cuanto antes.
Había cortado el teléfono y apagado el móvil por miedo a recibir alguna llamada que le dijera algo sobre lo que él debiera pronunciarse. Cuando estaba conectando el teléfono para poder revisar el contestador automático, se abrió la puerta de fuera y se quedó paralizado.
– ¿Papá?
Los dedos recuperaron la movilidad. Mahler desconectó el teléfono cuando Anna entró en el cuarto con una maleta en la mano. Ella dejó la maleta en el suelo, se acercó a la ventana del balcón y miró hacia fuera.
– Se han ido -dijo Mahler-. Les he visto.
Anna tenía el labio inferior en carne viva de tanto mordérselo.
– Han buscado por todo el apartamento. Apartaron el Lego… y miraron debajo de la cama. -Soltó un bufido-. Tíos hechos y derechos. Me dijeron que yo tenía que… que estaba obligada a dejar que ellos se hicieran cargo de él.
– ¿Quiénes eran?
– Policías y un médico. Traían papeles de algo de epidemia… Me dijeron que era ilegal que… y que era peligroso para Elias.
– ¿Tú no les dijiste que estaba aquí?
– No, pero…
Gustav asintió, bajó la tapa del portátil y recogió todos los cables necesarios.
– Tenemos que salir de inmediato.
– ¿Al hospital?
Mahler cerró los ojos con fuerza y se esforzó por mantener un tono de voz tranquilo.
– No. Anna. Al hospital no. A la casa de verano.
– Pero me han dicho…
– Me importa una mierda lo que hayan dicho. Nos vamos ahora mismo.
Cuando Mahler metió el ordenador en la bolsa y se volvió para entrar en el dormitorio, Anna estaba delante de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho.
– No eres tú quien decide esto -le espetó con voz fría y resuelta.
– Anna, ¿puedes quitarte de en medio? Hemos de irnos. Pueden venir aquí en cualquier momento. Coge tu maleta.
– No. No eres tú el que decide. Yo soy su madre.
Él frunció el ceño y mirando a Anna directamente a los ojos le dijo:
– Me parece estupendo que de repente sientas tal necesidad de comportarte como una madre, cosa que no has demostrado estos últimos años, pero pienso llevarme a Elias y luego tú puedes hacer lo que te dé la gana.
– Entonces llamo a la policía -replicó Anna, y el hielo de su voz comenzó a resquebrajarse, a ceder-. ¿No lo comprendes?
Mahler sabía manejar a las personas. Si él hubiera querido, con la voz suave y unas acusaciones más sutiles, habría conseguido convencer a su hija en dos minutos. Por consideración o por falta de tiempo no lo hizo, y en vez de eso dio rienda suelta a su enfado, lo cual a él le pareció que era jugar más limpio. Mahler dejó la bolsa encima de la mesa y señaló hacia el dormitorio.
– ¡Acabas de decir que no es Elias! Entonces, ¿cómo demonios vas a ser su madre?
Fue como abrir un paquete de café. Anna se vino abajo y empezó a llorar. Gustav se reprendió a sí mismo. Aquello no era en absoluto juego limpio.
– Anna, perdona. No quería decir…
– Lo has dicho. -Anna le sorprendió irguiéndose y secándose las lágrimas con el dorso de la mano-. Ya sé que importo un bledo.
– Ahora no estás siendo justa. -Mahler vio que se le iba de las manos y dio marcha atrás-. ¿Acaso no me he ocupado de ti durante todo este tiempo? Todos los días…
– Sí, como si fuera un paquete. Y ahora el paquete se ha atravesado en el camino, y tú tienes que apartarlo. En realidad tú nunca has hecho nada por mí. Es tu propia conciencia la que te preocupa todo el tiempo. Dame un cigarrillo.
Mahler se detuvo a mitad de camino hacia el bolsillo de la camisa.
– Anna, no tenemos tiempo…
– Lo tenemos. Dame un cigarro, te digo.
Ella cogió un cigarrillo y el mechero, lo encendió y se sentó en el sillón, en el borde. Mahler no se movió.
– ¿Qué pensarías si te dijera que me habría gustado estar sola todo este tiempo, y que en realidad se me han hecho muy pesadas tus idas y venidas diarias? -le dijo Anna-. Comía perritos calientes en el quiosco de abajo, en el cruce, no necesitaba tu comida, pero te he dejado que lo hicieras para quete sintieras mejor.
– Eso no es verdad -replicó él-. Tú habrías seguido tumbada allí sola, día tras día…
– No he estado sola. Alguna tarde, cuando me sentía mejor, he llamado a alguno de mis conocidos y…
– ¿Ah, sí? ¿No me digas? -La voz de Mahler sonó más mordaz de lo que él había pretendido.
– Ahórrame tus opiniones. Cada uno tiene las suyas. Yo al menos he llorado a Elias. No sé lo que habrás llorado tú. Algún plan para mantener tu propio equilibrio moral, que ha fracasado. Pero ya no pienso tener más consideración contigo. -Anna apagó el pitillo a medias y entró en el dormitorio.
Mahler se quedó inmóvil, con los brazos a los lados. No se sentía abrumado. Las palabras de Anna no le hicieron mella. Probablemente eran ciertas, pero no le habían afectado. Sin embargo, los nuevos datos, sí: nunca se había imaginado eso de ella.
Elias yacía en la cama con los brazos extendidos, parecía un extraterrestre indefenso. Anna estaba sentada en el borde de la cama con el dedo dentro del puño cerrado del redivivo.
– Mira -le instó ella.
– Ya -dijo Mahler, y se mordió los labios para no añadir: «Lo sé». En vez de eso, se sentó al otro lado de la cama y dejó que Elias le apretara el dedo con la otra mano. Permanecieron un rato sentados, cada uno con su dedo en las manos de Elias. A Mahler le parecía oír las sirenas a lo lejos.
– ¿Qué vamos a darle? -quiso saber Anna.
Gustav le contó lo de la sal. En la pregunta de Anna había una incipiente aceptación de su plan, pero él no pensaba forzar más las cosas. Ella podía elegir ahora, siempre y cuando no eligiera mal.
– ¿Y glucosa? -preguntó ella-. Suero.
– Tal vez -concedió Mahler-. Podemos probar.
Anna asintió, besó a Elias en el dorso de la mano y sacó el dedo con cuidado, se levantó y dijo:
– Venga, pues entonces nos vamos.
Mahler acercó el vehículo hasta el portal y Anna llevó a Elias envuelto en la sábana, lo tumbó en los asientos traseros y luego entró ella. El coche era una sauna tras todo el día en el aparcamiento, y Mahler bajó las dos ventanillas delanteras y abrió el techo solar.
Arriba, en la plaza, aparcó a la sombra y se dirigió a toda prisa a la farmacia. Echó en la cesta diez paquetes de glucosa, cuatro tubos de crema para la piel y unas cuantas jeringas de alimentación. Se detuvo frente a las cosas para bebés, de donde eligió también un par de biberones. Comprobó que fueran de los que tienen un solo agujero en la tetina.
No quería dejar mucho tiempo a Anna y a Elias solos en el coche, pero la gran cantidad de productos disponibles en la farmacia le dejaron confuso. Pasó la mirada por las estanterías con apósitos, productos contra los mosquitos, cremas contra los hongos de los pies, vitaminas y pomada para quemaduras. Tenía que haber algo que fuera bueno, pero ¿qué?