Cogió al azar unos cuantos botes y frascos con vitaminas y productos de parafarmacia.
La señora de la caja le echó una mirada a. él y otra a los productos que iba a comprar. Mahler vio cómo se movían las ruedas dentadas de su mente bajo una máscara de profesionalidad, en un intento de establecer una relación entre el azúcar, los biberones, una cantidad tan ingente de crema hidratante y su persona.
Él pagó en metálico y recibió los productos en una bolsa repleta, junto con el deseo de que pasara un buen día.
Fueron en silencio todo el camino hasta Norrtälje. Anna iba sentada atrás con Elias en las rodillas, mirando fijamente a través de la ventanilla con su dedo en la mano de él. Cuando Gustav tomó la salida hacia Kapellskär, ella le preguntó:
– ¿Por qué crees que no van a buscar allí?
– No lo sé -admitió él-. Sólo espero que no se lo tomen tan… en serio, sencillamente. Y además, es más agradable estar allí.
Mahler puso la radio. No se oía música en las emisoras de ámbito nacional; sólo las comerciales seguían zumbando como si no hubiera pasado nada. Tuvo puesta la emisora P1, pero añadió poco a lo que ya sabían. Todavía faltaban ocho redivivos.
– Me pregunto qué estarán haciendo ahora los otros siete -dijo Mahler, apagando la radio.
– Algo parecido -repuso Anna-. ¿Por qué crees realmente que nosotros estamos haciendo lo correcto y que todos los demás se equivocan?
Mahler dejó de mirar al frente un par de segundos para poder volver la cabeza y observar a Anna; se lo estaba preguntando en serio.
– No sé si estamos actuando correctamente -dijo Mahler-, pero sé que ellos tampoco lo saben. En mi trabajo… te sorprenderías si supieras con cuánta frecuencia las autoridades actúan sin saber por qué, sin conocer las consecuencias… sólo para que parezca que hacen algo. -Ahora que ya estaban en camino él también se atrevió a preguntar-. ¿Crees que no estamos actuando correctamente?
Ella permaneció en silencio un momento. Gustav vio por el espejo retrovisor que estaba mirando a Elias y que una mueca atravesaba su rostro.
– ¿No puedes abrir un poco más la ventanilla?
Mahler la bajó cuanto pudo. Anna se echó hacia atrás todo lo posible, se apoyó en el reposacabezas y hablando hacia el techo dijo:
– ¿Por qué no deja de oler?
Su padre volvió a mirar hacia atrás. La cara de Elias, de color verde oscuro y con manchas negras, sobresalía de la sábana, lo que le hacía parecer aún más como una momia amortajada.
– No quiero abandonarle -dijo Anna-. Eso es todo.
La vegetación alrededor de la casita estaba demasiado alta y agostada. La impresionante madreselva que trepaba alrededor del porche había crecido mucho antes del verano, pero ahora sólo era una barda, como si el porche hubiera sido envuelto en ramas secas.
Mahler detuvo el coche a diez metros de la puerta y apagó el motor.
– Bueno -anunció, mirando la hierba seca-. Pues al fin hemos llegado.
La casa estaba al final del camino a cuyos flancos se alineaban las casas de veraneo de Koholma. Era preciso caminar doscientos metros a través del bosque para llegar al agua, pero nada más bajar del vehículo Mahler ya notó cómo mejoraba la calidad del aire por la proximidad del mar. Respiró profundamente y una promesa de libertad le llenó los pulmones.
Ahora entendía cuál había sido su razonamiento.
Aquella casa le había parecido más segura que el apartamento. Evidentemente era el mar el que había hecho que tuviera esa sensación. El amplio océano azul de ahí afuera. Si ellos venían, siempre quedaba la posibilidad de… escapar hacia las islas.
La razón de que Mahler hubiera podido comprar aquella casa quince años antes se hizo ahora presente: un ruido sordo cruzó el bosque e hizo vibrar ligeramente la chapa del coche. Él suspiró.
El puerto de Kapellskär se hallaba quinientos metros al sur. Con el auge, quince o veinte años antes, de los viajes turísticos con destino a Finlandia y Åland, que se convirtieron en algo al alcance de todos, el tráfico de barcos, cada vez más grandes, fue en aumento y el valor de los inmuebles de la zona próxima a las terminales del puerto cayó a la mitad. No estaba tan mal como vivir en las inmediaciones de un aeropuerto, pero casi. Los barcos salían a todas las horas del día y de la noche y se necesitaban un par de semanas para acostumbrarse al ruido que hacían.
Empezaron a bajar el equipaje.
Mahler sacó a Elias del coche y lo llevó hasta la casita, buscó la llave en el canalón y abrió la puerta. La casa olía a cerrado. Gustav llevó a Elias a su habitación, donde los tesoros de veranos pasados, en forma de plumas, piedras y trozos de madera, yacían sobre la repisa de la ventana y en las estanterías.
Dejó al niño en la cama y abrió la ventana. El aire mezclado con sal se arremolinó dentro de la estancia, invitando a bailar al polvo.
Sí. Habían hecho bien en venir aquí. Aquí había espacio y tiempo. Todo lo que ellos necesitaban.
TäbyKyrkby, 12:30
Tras la llamada de Flora de madrugada, Elvy no pudo volverse a dormir y cogió otro rato la obra de Grimberg. Por si fuera poco, se llegaba precisamente a la muerte de Gustavo Adolfo II. El relato de la extravagante relación de la reina viuda María Leonor con el cadáver de su difunto esposo la mantuvo pegada al libro.
María Leonor se había negado a desprenderse de él. Una y otra vez debía ver el cuerpo sin vida y hacerle compañía durante todo el viaje desde Alemania. Cuando finalmente la fueron apartando de él, consiguió apoderarse del corazón (a Elvy le irritaba que Grimberg no contara en ningún sitio cómo consiguió ella hacerse con el corazón), y chantajeó con él para conseguir que le dejaran ver otra vez el cadáver…
Esto escribió un diplomático sueco durante el viaje de traslado del cuerpo:
Lo que contempla suscita en ella alabanzas y caricias, sin ver que ya es mucho lo que ennegrece y se descompone, que nada queda ya que reconocer.
Elvy había bajado el libro y se había quedado pensando en la diferencia entre las reacciones. Si el rey se hubiera levantado de su ataúd, la reina probablemente habría dado gritos de alegría mientras abrazaba aquel cuerpo podrido. ¿Por qué era tan distinto? ¿Era Elvy la despiadada?
Unas páginas más adelante, Elvy encontró una especie de explicación. María Leonor había encargado un féretro doble, con espacio para el difunto rey y para ella misma. La justificación era que «había gozado muy poco» del rey en vida. Ahora que estaba muerto quería aprovechar.
Elvy no tenía ese problema. Ella había podido «gozar» de Tore en vida más que suficiente. Cuando su esposo expiró, Elvy había vivido mucho tiempo con aquel hombre diez años mayor que se había desposado por misericordia con una histérica con el fin de cuidarla y guiarla en la vida, sin llegar nunca a comprenderla. No le guardaba ningún rencor -él hizo lo que pudo-, pero ella había tenido suficiente.
Confortada con este pensamiento, dejó el libro e intentó dormirse, pero el sueño no quería aparecer. A las 4:30 tuvo que levantarse y permanecer sentada en el retrete media hora, y cuando se acostó de nuevo ya entraba la luz del día en el dormitorio. Bajó las persianas, se tomó un par de valerianas y al final consiguió adormecerse. Estuvo sumida en un duermevela hasta algo más de las once, entonces se despertó del todo, animada y llena de esperanza.
Hasta que miró las noticias.
No dijeron ni media palabra de lo esencial. Era como si no existiera. De vez en cuando salía hablando algún sacerdote u obispo, y ¿de qué hablaban?