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De los familiares impacientes, del teléfono de asistencia de la iglesia y de la angustia de muchas personas en una situación como ésta. Bla, bla, bla.

Elvy no sentía ninguna angustia. Estaba enfadada.

Difundieron estadísticas e imágenes de las exhumaciones de la noche anterior. A esas horas ya habían abierto casi todas las tumbas recientes y algunas más (en efecto, las personas que llevaban muertas más de dos meses seguían muertas), y el número de redivivos se acercaba ya a los 2.000.

El primer ministro había aterrizado hacía un momento y ya en el aeropuerto de Arlanda fue acosado por los periodistas. Para destacar la gravedad de la situación, se quitó las gafas y, mirando directamente a las cámaras, dijo:

– Nuestro país se encuentra conmocionado. Espero la ayuda de todos para que la situación no empeore.

»Yo y mi gobierno vamos a hacer cuanto esté en nuestras manos para dar a esas personas la atención médica y los cuidados necesarios.

»Pero permitidme que os recuerde…

El primer ministro levantó el índice y miró a su alrededor con una expresión que parecía de tristeza. Elvy tensó todo el cuerpo y se inclinó más cerca de la tele. Ahí estaba. Por fin. El primer ministro dijo:

– Todos hemos de recorrer ese camino. Nada diferencia a esas personas de nosotros.

El político dio las gracias y le abrieron paso hasta el coche que lo estaba esperando. Elvy se quedó con la boca abierta.

«Él tampoco…».

Ella había reparado en que el primer ministro se sabía su Biblia al dedillo; solía utilizar expresiones y giros sacados de ella. Por eso el golpe fue aún mayor, cuando él, en aquellos momentos decisivos, no hizo referencia ni siquiera con una palabra a las Escrituras. Ahora, cuando realmente era la ocasión.

«Todos hemos de recorrer ese camino…».

Elvy apagó la tele y maldijo en voz alta:

– ¡Qué maldito… payaso!

Se dio una vuelta por la casa, tan indignada que no sabía ni qué hacer. En la habitación de los invitados, cogió las hojas con los salmos fotocopiados, manchados por las secreciones de Tore, las estrujó y las arrojó a la papelera. Después llamó a Hagar.

De sus amigas de la iglesia, Hagar era la más despierta. Durante doce años ellas y Agnes se habían encargado de preparar el café para las reuniones de los sábados, turnándose con los bollos. Después de que Agnes sufriera de ciática en las piernas, ya no podía estar tan activa, así que desde hacía tres años eran sobre todo Elvy y Hagar las que se encargaban de todo.

Hagar contestó a la segunda señal.

– ¡Seiscientosdocediecinueveveintiseis!

Elvy tuvo que retirarse un poco el auricular del oído, porque Hagar, que padecía una ligera disminución auditiva, casi gritaba al teléfono.

– Sí, soy yo.

– ¡Elvy! Has tenido alguna avería en el…

– Sí. Lo sé. ¿Has…?

– ¡Tore! ¿Ha…?

– Sí.

– ¿Ha vuelto a la…?

– Sí, sí.

Se quedaron un momento en silencio.

– ¿Ah, sí? ¿A tu casa? -preguntó Hagar con tono algo más bajo.

– Sí, pero ya han venido a buscarlo. No es eso. ¿Has visto las noticias?

– Sí, claro. Toda la mañana. ¿Fue desagradable?

– ¿Lo de Tore? Sí, un poco al principio, tal vez, pero… fue todo bien. No es eso. ¿Has visto… has visto al primer ministro?

– Sí -contestó Hagar, y habló como si acabara de morder algo amargo-. ¿Qué es lo que pasa, en realidad?

Elvy meneó la cabeza lentamente, sin darse cuenta de que Hagar no podía ver el gesto. Fijó la vista en un pequeño cuadro colgado en la pared de la entrada.

– Hagar, ¿piensas de esto lo mismo que yo? -preguntó arrastrando las palabras.

– ¿De qué?

– De lo que está pasando.

– ¿La resurrección?

Elvy sonrió. Ya sabía que podía confiar en Hagar. Asintió frente al cuadro, Jesús Salvador Rey del Mundo, y dijo:

– Sí. Eso, precisamente. Ni siquiera lo mencionan.

– No. -Hagar volvió a subir el tono de voz-. ¡Esto es una desgracia! ¡Hasta ahí hemos llegado!

Siguieron hablando un poco más con la mayor complicidad y colgaron con la vaga promesa de hacer algo, sin saber muy bien qué.

Elvy se sintió algo más tranquila. No era ella sola la que pensaba de aquella manera. Seguramente eran más. Fue hasta la ventana del balcón y miró hacia fuera, como si buscara a más gente que se diera cuenta de lo que estaba pasando. Además, observó otra cosa, algo que no había visto en varias semanas: nubes.

No eran simples nubes de verano, dispuestas sólo para acentuar el azul del cielo. No, eran auténticos nubarrones de tormenta, formando bancos de nubes negras que se deslizaban tan despacio que parecían inmóviles. Una poderosa masa muscular se disponía a descargar su ira sobre Estocolmo.

Elvy salió a la terraza. Estuvo un buen rato observando y sí, claro; avanzaba despacio, pero ciertamente la montaña flotante de nubes oscuras estaba acercándose. Sintió un cosquilleo en el estómago. ¿Sería eso? ¿Sería así?

Anduvo un rato dando vueltas por la casa, bostezando y tratando de prepararse. No sabía cómo había que prepararse.

El que esté en la azotea de su casa, que no baje a buscar sus cosas; y el que esté en el campo, que no vuelva a buscar su manto.

No había nada que hacer. Elvy se sentó en el sillon y buscó Mateo, 24, ya que había olvidado cómo seguía. Se asustó con lo que leyó:

Porque habrá entonces un gran padecimiento, como no lo hubo desde el comienzo del mundo hasta ahora ni lo habrá jamás.

Elvy pensó en los campos de concentración, y en Flora.

Y si no fuera abreviado ese tiempo, nadie se salvaría; pero será abreviado, a causa de los elegidos.

Nada hablaba en realidad de dolor y sufrimiento en el sentido normal de la expresión. Sólo de que habría un gran padecimiento «como no lo hubo ni lo habrá jamás». Un sufrimiento que nunca antes hemos conocido, pero claro, tal vez era consecuencia de la traducción sueca. El original quizá hablaba expresamente de sufrimiento puramente físico e insoportable. Sintió que le pesaban los párpados.

«Quizá ya en la primera traducción… la Septuaginta… 40 monjes en 40 cuartos… 100 monos junto a 100 máquinas de escribir durante 100 años».

Sus pensamientos se mezclaron en una maraña inextricable de imágenes, y Elvy, allí sentada, asentía con la barbilla contra el pecho.

Se despertó porque se encendió la tele.

Se le coloreó de naranja el interior de los párpados, y la luz de la pantalla era tan intensa cuando abrió los ojos que tuvo que volver a cerrarlos. El aparato lucía como un pequeño sol y Elvy entreabrió los ojos con cautela, entornándolos.

Cuando sus pupilas empezaron a acostumbrarse a aquella luz tan intensa, Elvy vio una figura en el centro de la pantalla, alrededor de la cual la luz resplandecía como un halo de santidad. O, tal vez, la luz salía de la figura. La mujer. Elvy la reconoció inmediatamente y su pecho se llenó de angustia.

La mujer cubría el cabello negro con un velo azul oscuro y en sus ojos se reflejaba el dolor de quien acaba de ver morir a su hijo; de quien ha estado a los pies de la cruz y ha visto cómo le sacaban a su hijo los clavos de las manos con unas tenazas; de quien ha contemplado rígidos y retorcidos aquellos dedos que un día fueron pequeños y buscaron ansiosos su pecho; de quien ha oído el chirrido del metal contra la madera y contemplado aquellas manos ahora destrozadas. Y todo estaba perdido.