– Virgen María… -susurró sin atreverse a mirar, pero de pronto comprendió lo que significaba «un padecimiento como no lo hubo ni lo habrá jamás». No era más que el que podía leerse en los ojos de María. El sufrimiento de una madre frente a su hijo muerto, un hijo que además era la suma de toda la bondad. No era sólo el dolor de ver torturar y matar al hijo que has amamantado y cuidado, sino también el sufrimiento de que exista un mundo en el que semejantes cosas puedan suceder.
Elvy vio con el rabillo del ojo que María extendía las manos en un gesto de saludo. Estaba a punto de levantarse del sillón y caer de rodillas en el suelo, pero María le dijo:
«Quédate sentada, Elvy».
Su voz clara era casi un susurro. Nada que ver con una voz atronadora procedente del cielo, sino más bien como la voz suplicante de una niña pobre pidiendo una moneda, o algo de comer.
«No te levantes, Elvy».
La Virgen conocía su nombre, y en sus palabras se adivinaba que sabía muy bien todo lo que Elvy había soportado y trabajado a lo largo de su vida, y que ahora se merecía descansar un poco. La mujer se atrevió a echar una mirada rápida a la pantalla y vio que a María le brillaban estrellas diminutas en las puntas de los dedos. O, tal vez, gotas de agua, lágrimas enjugadas de sus ojos.
– Elvy -dijo María-. Tienes una misión.
– Sí -susurró ella sin que se oyera ningún sonido.
– Deben venir a mí. Su única salvación es que vengan a mí. Tú tienes que hacérselo comprender.
Aquello ya le había rondado a Elvy, y, pese a la solemnidad del momento, ella se imaginó a sus vecinos y al resto de la gente con ojos incomprensivos y aturdidos, y sus respuestas desdeñosas.
– ¿Cómo? ¿Cómo voy a conseguir que me escuchen? -quiso saber.
Durante un segundo, Elvy miró a María directamente a los ojos y se sintió llena de miedo. Porque vio las tribulaciones que habría de soportar la humanidad si no se arrepentía y volvía a su seno. La Virgen extendió una mano y dijo:
– Ésta será tu señal.
Algo le rozó la frente a Elvy. El televisor se apagó. Elvy se cayó del sillón y la cabeza le explotó.
El borde de cristal de la mesa le estaba presionando la frente cuando ella abrió los ojos. Le dolía la cabeza. Aturdida, se enderezó en el sillón, mirando la mesa. En el borde había una mancha viscosa de color rojo oscuro. Habían caído algunas gotas de sangre sobre la alfombra.
El televisor estaba sin imagen y en silencio.
Se levantó con las piernas temblorosas, se dirigió a la entrada y se miró en el espejo.
Una brecha completamente recta, de tres centímetros pero superficial, se dibujaba un poco por encima de las cejas como si fuera el signo menos. Aún le salía un poco de sangre de la herida y se quitó una gota del ojo.
En la cocina se limpió la sangre con papel absorbente. No se atrevió a tirarlo, así que lo puso en un bote de cristal y cerró la tapa.
Después llamó a Hagar.
Mientras sonaban los pitidos, ella cerró los ojos y vio a la Virgen delante de ella. No podía asegurarlo, pero cuando María extendió la mano para tocarle la frente, durante una fracción de segundo, Elvy alcanzó a ver lo que le brillaba en las puntas de los dedos. Eran anzuelos. Le salían de la piel unos anzuelos pequeños y finos, no mayores que los de pesca.
Aunque no acertaba a expresarlo, Elvy estaba convencida de que María de alguna manera era una representación, algo destinado a sus ojos humanos. Ella tenía un papel relevante porque era la Madre de Jesús. Pero ¿los anzuelos? ¿Qué significaban los anzuelos en ese caso?
Cuando Hagar respondió, Elvy dejó esas cuestiones a un lado para describir el momento más importante de su vida.
Koholma, 13:30
Anna sacó el resto del equipaje del maletero mientras su padre desaparecía en el interior de la casa. Cruzó el patio, pasó cerca del pino donde estaba el columpio de Elias, enredado alrededor del tronco, junto a la mesa del jardín, reseca después de haber pasado el invierno a la intemperie. Allí se detuvo y dejó las maletas en el suelo. Permaneció pensativa, tratando de comprender.
¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo había quedado reducida a una especie de sirviente que se ocupaba de las tareas básicas mientras que su progenitor se hacía cargo del que había sido su hijo?
El calor apretaba de una manera que presagiaba tormenta. Anna miró hacia el cielo. Sí. Lo cubría una tenue gasa, una película blanca y un banco de nubes oscuras se deslizaban desde el interior hacia la costa. Era como si toda la naturaleza se estremeciera ante la expectativa. Las raíces de las plantas estaban conversando en voz baja acerca de la misericordia que pronto iba a caer del cielo.
Anna se sentía mareada, casi indispuesta. Durante más de un mes había vivido en una burbuja, limitando sus movimientos y sus palabras al mínimo para que la vida no se cebara con ella, no empezara a arañarla y destrozarla. Durante más de un mes había vivido como una muerta.
Y, de pronto, sobrevino el regreso de Elias, el registro policial, el ajetreo de la huida y una conversación donde fue incapaz de decidir nada, y su padre decidió por ella. Se había quedado al margen. No participaba.
Anna dejó las maletas donde estaban y se dirigió hacia el bosque.
Las hojas secas del año anterior crujían bajo sus pies, las raíces superficiales de los pinos se arqueaban bajo el manto vegetal y se le clavaban en las suelas de los zapatos. El ruido del puerto de Kapellskär resonaba en el bosque como un temblor. Anna vagó sin rumbo hacia los terrenos pantanosos más próximos al mar.
Cuando llegó a los campos abiertos cubiertos por los musgos, olió la acidez de las acículas de los pinos fermentadas al sol en los légamos profundos. Hasta el musgo, que normalmente era de color verde oscuro sobre el agua de aquellos terrenos pantanosos, se había secado y había adquirido un tono verde claro, con manchas beis. Cuando anduvo sobre él, crujía antes de que el pie se hundiera en su manto, como si caminara sobre una capa dura de nieve.
Anna avanzó con dificultad hacia el centro. Los árboles de hoja caduca próximos a la zona pantanosa arqueaban las copas formando una cúpula por la que se filtraban los rayos del sol aquí y allá. Se tumbó cuando llegó al centro. El musgo la acogió, cerrándose a su alrededor. Se quedó mirando las indolentes formas cambiantes de las hojas en las copas de los árboles, y se durmió.
¿Cuánto tiempo permaneció allí tendida? ¿Media hora, una?
Seguramente se habría quedado más tiempo si su padre no la hubiera llamado para que volviera a casa.
– ¡Anna…! ¡Aaannaa!
Ella se liberó de los brazos del musgo, pero no contestó. Estaba demasiado ocupada con la sensación que tenía en el cuerpo, especialmente en la piel. Miró el sitio donde había estado tumbada. El contorno de su cuerpo se dibujaba nítidamente en el musgo, que, con un gemido casi audible, empezaba a recuperar la forma de antes.
Ella había cambiado de piel. Eso era lo que sentía. Lo que andaba buscando era su vieja piel, que debía de estar arrugada y consumida en el hueco del musgo.
Allí no estaba, pero la sensación era tan real que tuvo que subirse la manga de la camiseta para comprobar si aún tenía el tatuaje.
Pues sí. «Rotten to the Bone» seguía aún escrito con diminutas letras de imprenta en el hombro derecho. Una suerte de orgullo le había obligado a seguir con él en vez de habérselo quitado con láser, pese a que hacía ya doce años que había roto por completo con ese mundo al que pertenecía el tatuaje.