– ¡AANNAA!
Se encaminó hacia la orilla de la zona pantanosa y gritó:
– ¡Estoy aquí!
Mahler se detuvo donde empezaban los musgos, evitándolos como si fueran arenas movedizas. Se llevó las manos a las caderas.
– ¿Dónde has estado?
– Allí -contestó ella, y señaló en dirección al centro.
Gustav arrugó la frente mientras observaba el musgo aplastado.
– Ya lo he metido todo -dijo él.
– Bien -contestó Anna, pasando junto a su padre en dirección a la casa. Él la siguió y le sacudió la espalda con la mano.
– Cómo te has puesto.
Ella no contestó. Sus pies avanzaban ligeros sobre las raíces. Había en ella algo delicado y valioso, algo que podía resquebrajarse si hablaba. Caminaron en silencio hacia la casa y ella le agradeció que no empezara a explicarle su comportamiento, como hacía cuando era más joven; que la dejara en paz.
En la mesilla junto a la cama de Elias había un paquete de suero glucosado, sal, dos jeringas, una jarra de agua y una medida de medio litro.
Anna no pudo apreciar ningún cambio. Mahler había cubierto a Elias con una sábana blanca limpia y sus pequeñas manos de viejo reposaban a los lados, como dos garras de ave secas. Lo que estaba contemplando era un cadáver, el de su hijo. Quizá pudiera cambiar algo, si él al menos quisiera abrir los ojos, mirarla. Pero bajo aquellos párpados medio cerrados no había más que esa película inerte que parecía plástico, como una lentilla reseca. Nada.
Tal vez hubiera un camino de regreso. Su padre parecía creerlo. Pero en ese caso sería largo, tan largo que ella no podía ni imaginarse su inicio, cuánto menos su fin. Elias había muerto. Lo que había allí eran unos restos en los que no quedaba nada que recordara al niño que ella había amado. Y al que ella quería recordar.
Mahler entró y se colocó al lado de ella.
– Le he dado azúcar con la jeringuilla. Se lo ha bebido.
Anna asintió, se agachó junto a la cama.
– ¿Elias? ¿Elias? Soy mamá, estoy aquí.
El redivivo no se movió un milímetro. Nada hacía pensar que la oyera. El desánimo se apoderó de ella, sintió que su debilidad interior temblaba y una profunda pena le inundó el pecho. Se levantó apresuradamente y salió. Olía a café recién hecho en la cocina, y ella recobró las fuerzas.
Anna iba a hacerse cargo de él. Iba a hacer todo lo posible. Pero no podía pensar siquiera por un momento que podría recuperar a su hijo, no quería imaginarse que en algún sitio dentro del cuerpo de aquella pequeña momia se encontraba encerrado su hijo luchando por salir. Entonces sería ella la que acabaría destrozada de verdad. Aquello le resultaría demasiado doloroso.
Sirvió dos tazas de café y las llevó a la mesa. Ahora estaba tranquila. Podían hablar. Al otro lado de la ventana el cielo había empezado a cubrirse de gris y una suave brisa agitaba las hojas de los árboles. Anna miró a su padre.
Parecía cansado. Bajo los ojos tenía las bolsas más marcadas que de costumbre y todo su rostro parecía atormentado por la fuerza de gravitación de la tierra, succionado hacia el suelo en los pliegues y arrugas.
– Papá, ¿por qué no descansas un poco?
Mahler negó con la cabeza y le temblaron las bolsas de las mejillas.
– No tengo tiempo. He llamado a la redacción y alguien ha preguntado por mí; el marido de esa mujer que… Sí, querían que escribiera algo más, pero ya veré si… y además hemos de comprar comida y cosas…
Se encogió de hombros y suspiró. Anna tomó un par de sorbos de café; estaba demasiado fuerte para su gusto, como siempre que hacía el café su padre.
– Puedes ir. Yo me quedo aquí -dijo ella.
Mahler la miró. Tenía los ojos pequeños, inyectados en sangre, y casi desaparecían en la hinchazón circundante.
– ¿Puedes quedarte sola, entonces?
– Sí. Sí que puedo.
– ¿Estás segura, de ello?
Anna dejó la taza en la mesa, dando un golpe.
– No confías en mí. Lo sé. Pero yo tampoco confío en ti. Nunca me he fiado. Qué pretendes.
Se levantó y fue a la nevera a buscar leche para el café. El frigorífico estaba vacío, claro. Cuando volvió a la mesa, Gustav se había hundido aún más en su silla.
– Sólo quiero que todo salga bien.
Anna asintió.
– Sí, lo creo. Pero de la forma que tú lo has pensado. Como tú lo has planeado. De la manera más sensata. Vete a hacer la compra. Yo puedo apañármelas aquí.
Hicieron una lista con las cosas necesarias, planeando la compra como si se tratara de resistir un asedio.
Cuando Mahler se marchó, Anna fue a ver a Elias, luego dio una vuelta a la casa y sacudió las alfombras, barrió las moscas muertas que había en las repisas de las ventanas, y pasó la aspiradora. Cuando estaba limpiando la encimera de la cocina vio los dos biberones aún sin estrenar. Guardó el electrodoméstico y fue a la habitación de Elias. Echó un poco de suero glucosado en uno de ellos, lo llenó de agua, puso la tetina y agitó hasta que el azúcar se disolvió. Después se sentó con el biberón en la mano y miró a Elias.
La mera sensación de sostener un biberón en la mano le trajo recuerdos. Hasta los cuatro años Elias se había llevado a la cama un biberón con leche a la hora de acostarse. Nunca había usado chupete, ni se había chupado el dedo, pero necesitaba ese biberón.
Cuántas veces no había estado ella sentada como ahora al borde de la cama cuando él se iba a dormir. Lo había besado, le había dado las buenas noches y luego el biberón. Era increíble aquella sensación de satisfacción cuando él cogía el biberón con sus manitas, empezaba a chupar de la tetina y a continuación se le perdía la mirada.
– Aquí, Elias…
Anna le acercó el biberón a la boca. Mahler había dicho que tendrían que esperar un poco con eso, que Elias no podía chupar solo. Pero ella quería intentarlo. La tetina seca le rozó los labios. Él no se movió. Ella presionó con cuidado la tetina.
Entonces sucedió algo. Anna creyó al principio que era un insecto que le corría por el estómago y miró hacia abajo. Los dedos de Elias se movían un poco. Rígidos, torpes, pero se movían.
Cuando alzó la vista y le miró de nuevo a la cara, Elias había cerrado los labios alrededor de la tetina. Y chupaba. Con movimientos pequeños, muy pequeños de la piel reseca de los labios, un músculo en la garganta que trabajaba lentamente.
A ella le temblaba el biberón en la mano y se apretó la otra mano contra los labios con tanta fuerza que sintió en la lengua un sabor a metal.
Elias estaba mamando de la tetina.
Le causó tanto dolor que no podía respirar, pero cuando se calmó esa primera oleada de congoja fruto de la esperanza, le acarició la mejilla mientras él seguía succionando. Inclinó la cabeza sobre él.
– Mi niño… Qué bien lo haces, pequeño.
Kungsholmen, 13:45
«los niños, los niños, los niños…».
David Zetterberg estaba en el patio viendo salir a los niños de la escuela como un torrente. Tres, cuatro, diez, treinta pequeños seres multicolores con sus mochilas corrían escaleras abajo. Entes humanos, una turba a la que había que controlar y educar. Cuatrocientos de ellos se agolpaban en ese edificio seis horas al día, todos eran soltados de nuevo cuando acababan las seis horas.
Material.
Pero acércate a uno de esos niños y verás a un portador del mundo. Un niño con padre y madre, abuelos, parientes y amigos. Un niño cuya existencia era necesaria para que funcionaran otras muchas vidas. Frágiles son los niños, y cuántas vidas llevan sobre sus tiernos hombros. Frágil es su mundo, impuesto por los mayores. Frágil es todo.