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David había pasado todo el día como en una nube. Después de la visita al Instituto de Medicina Forense había entrado en una pizzeria y se había bebido un litro de agua, después se había tumbado debajo de un árbol en un parque y había dormido casi tres horas. Cuando los ladridos de un perro lo despabilaron, despertó a un mundo que le había vuelto la espalda. La gente estaba de merienda en el parque y los niños corrían en la hierba. Él no formaba ya parte de esa vida.

Lo único que parecía que le afectaba eran las nubes negras que se iban acercando lentamente. Aún estaban lejos, pero todo apuntaba que se dirigían hacia Estocolmo. Le zumbaban los oídos y le picaba el interior de los párpados. Los rayos del sol no llegaban debajo de su árbol, así que se acurrucó contra el tronco, sacó el periódico y volvió a leer el artículo. El artículo parecía que también hablaba de él.

Sin saber lo que iba a decir, ni lo que quería realmente, sacó el móvil y marcó el número del periódico. Contó quién era, que buscaba a Gustav Mahler. Le dijeron que éste trabajaba por su cuenta y que sintiéndolo mucho no podían darle su número de teléfono, pero le harían llegar su mensaje, ¿quería algo en particular?

– No, quiero… hablar con él, sólo…

Eso sería lo que le comunicarían a él.

David cogió el metro de vuelta a Kungsholmen. Todos los viajeros que hablaban en su vagón lo hacían sobre los muertos. A todos les parecía que era horrible. Alguien se fijó en él, consiguió recordar de qué le sonaba aquella cara y se calló. Nada de condolencias en esta ocasión.

También de camino hacia la escuela comprobó hasta qué punto le habían cortado los hilos que le mantenían sujeto al mundo. Él era a lo sumo un par de ojos que flotaban alrededor, evitando los obstáculos, parándose cuando estaba en rojo el muñeco del semáforo. Al llegar a la escuela se aferró a una barra negra de metal de la verja, cerró los ojos y se quedó agarrado a ella.

Los niños salieron en tromba cuando sonó la campana. Él abrió los ojos y vio el montón de tejidos biológicos que bajaban por la escalera dando brincos, y él siguió aferrado a la barra para no salir flotando.

Cuando la riada humana se derramó sobre el patio o salió fuera por las verjas, apareció Magnus. Empujó la puerta con todas sus fuerzas y se detuvo en lo alto de la escalera mirando a su alrededor.

David fue consciente entonces de que estaba sujeto a una barra; de que una mano aferraba esa barra y que esa mano formaba parte de un cuerpo que era el suyo. Regresó a su ser y volvió a sentirse… padre. Había retornado al mundo e iba al encuentro de su hijo.

– Hola, pequeño.

Magnus le dio la mochila y miró al suelo.

– Papá…

– ¿Sí?

– ¿Se ha vuelto mamá como los orcos?

Así que habían hablado de ello en la escuela. David le había estado dando vueltas al asunto para decidir cómo iba a empezar, si no debería decírselo poco a poco, pero esa posibilidad ya había desaparecido. Cogió a Magnus de la mano y empezaron a caminar hacia casa.

– ¿Habéis hablado de ello hoy en la escuela?

– Sí. Robin dice que era como los orcos, que comen carne humana y eso.

– ¿Y qué han dicho entonces los profesores?

– Han dicho que no era verdad, que era como… ¿papá?

– Sí.

– ¿Sabes quién es Lázaro?

– Sí. Ven…

Se sentaron en el bordillo de la acera. Magnus sacó sus Pokémon.

– He cambiado cinco. ¿Quieres verlas?

– Magnus, tú…

El padre cogió las cartas de la mano de Magnus y éste no protestó.

David le acarició la nuca y el frágil cráneo que había debajo del fino pelo casi blanco después del verano.

– Lo primero: mamá no se ha convertido en ningún… orco. Sólo ha sufrido un accidente.

Ahí se quedó sin palabras, no sabía cómo seguir. Miró las cartas; Grimer, Koffing, Gastly, Tentacool; todos seres más o menos terribles.

«¿Por qué tiene que ser todo terror en su mundo?».

Magnus señaló a Gastly.

– Horrible, ¿no?

– Mmm. Oye, es que… eso de lo que habéis hablado hoy. Le ha ocurrido a mamá, pero ella está… mucho mejor que todos los demás.

Magnus cogió sus cartas, las estuvo barajando un rato y después preguntó:

– ¿Está muerta?

– Sí, pero… vive.

El niño asintió.

– Entonces, ¿cuándo vuelve a casa?

– Eso no lo sé, pero de un modo u otro va a volver.

Permanecieron en silencio el uno junto al otro. Magnus repasó todas sus cartas. Miró un par de ellas con detenimiento. Después agachó la cabeza y rompió a llorar. Su padre le rodeó con los brazos, le sentó en sus rodillas y el niño se hizo un ovillo, apretando la cara contra el pecho de David.

– Quiero que ella esté en casa ahora. Cuando yo vuelva a casa.

A David también se le cubrieron los ojos de lágrimas. Meció a Magnus hacia delante y hacia atrás, acariciándole los cabellos.

– Lo sé, cariño… Lo sé.

Bondegatan, 15:00

Las escaleras de piedra en forma de caracol que subían hasta el apartamento de Flora en el segundo piso estaban desgastas por el paso de generaciones. Como la mayoría de los edificios antiguos, aquella casa de la calle Bondegatan envejecía con dignidad. La madera se arqueaba y la piedra se desgastaba en vez de abrirse o romperse como el hormigón. Era una casa con carácter y, en contra de su voluntad, Flora estaba enamorada de ella.

Sabía qué aspecto tenía cada uno de sus cuarenta y dos peldaños, conocía cada irregularidad de las paredes de la escalera. Un año y pico antes, ella había dibujado con un rotulador una A abajo, en la puerta del portal, del tamaño de un puño. Ella misma había sufrido al verlo cada vez que pasaba, y se sintió aliviada el día que pintaron la puerta.

Se le iba un poco la cabeza al subir los escalones. No había comido nada en todo el día y no había dormido más que un par de horas en toda la noche. Abrió la puerta de fuera y alcanzó a oír un par de segundos antes de que apagaran la música electrónica procedente del cuarto de estar. Después escuchó unos cuchicheos agitados y movimientos rápidos.

Cuando ella entró en la sala de estar, Viktor, su hermano pequeño de diez años, y Martin, el amigo con el que se había ido a dormir la noche anterior, estaban sentados cada uno en un sillón, completamente entregados a la lectura de los tebeos del Pato Donald.

– ¿Viktor?

Él contestó con un «mm» sin levantar la vista del cómic. Martin alzó el suyo para que Flora no pudiera verle la cara. Ella no se lo quitó, sino que pulsó el botón de salida del vídeo y cogió la cinta; la puso delante de Viktor.

– ¿Qué demonios andas haciendo? -Él no respondió. Flora le arrancó el tebeo de las manos-. ¡Escucha! Te he hecho una pregunta.

– ¿Qué pasa? -dijo Viktor-. Sólo estábamos mirando a ver qué era.

– ¿Una hora?

– Cinco minutos.

– Vete a la mierda. He escuchado la música al entrar, así que ya sé hasta dónde habéis llegado. La habéis visto casi entera.

– ¿Y cuántas veces la has visto tú? ¿Eh?

Flora le dio a Viktor en la cabeza con la película El día de los muertos.

– Ni se te ocurra volver a tocar mis cosas.

– Sólo queríamos ver lo que era.

– ¿Ah, sí? ¿Y era divertida?

Los chicos se miraron y menearon la cabeza.