– Aunque molaba cuando los descuartizaban -repuso Viktor.
– Sí, muy guay. Vamos a ver con qué sueñas esta noche.
Flora pensó que no volverían a coger vídeos de su estantería nunca más. Percibió la infantil desazón, el miedo que rezumaban sus cuerpos. La película les había impresionado profundamente. Seguramente a Viktor y a Martin iban a perseguirles aquellas imágenes de la misma manera que a ella la acosaron con doce años las deCannibal Ferox después de que viera el largometraje en casa de un amigo más mayor. Aquella película no la abandonó nunca.
– Flora ¿es cierto que han salido de las tumbas de verdad? -le preguntó Viktor.
– Sí.
– ¿Es como con ellos? -inquirió Viktor señalando la cinta de vídeo que Flora tenía en la mano-. ¿Se comen a la gente y eso?
– No…
– ¿Cómo es entonces?
Ella se encogió de hombros. Viktor había estado muy triste después de la muerte del abuelo, pero Flora sospechaba que no estaba tan afectado por su pérdida como por la muerte como tal; el hecho de que la muerte significaba en realidad la desaparición de las personas. Que todas las personas iban a desaparecer.
– ¿Tenéis miedo? -les preguntó.
– Yo estaba muy asustado al salir de la escuela -confesó Martin-. Pensaba que todos eran como zombis de ésos.
– Yo, también -dijo Viktor-. Pero yo he visto uno de verdad. Tenía los ojos totalmente locos. Joder, cómo he corrido. ¿Crees que el abuelo se va a poner así?
– No sé -mintió Flora, y se fue a su habitación.
Flora saludó con la cabeza a Pinhead, que la miraba fijamente desde el póster de la pared, y colocó el vídeo en la estantería. Debería comer algo, pero no tenía ganas de ir al frigorífico y empezar a sacar todos los paquetes y cacharros habituales. Le gustaba sentir hambre, como un asceta. Se echó en la cama y su cuerpo se llenó de tranquilidad.
Después de descansar un rato, cogió la funda vacía de Pretty Woman y sacó la navaja de afeitar que guardaba allí. Sus padres nunca habían dado con ella durante el periodo en que la usaba.
Las marcas de los brazos eran de su época de aficionada, enseguida había pasado a cortarse debajo de los huesos de las clavículas y los omoplatos. Por fuera de la escápula tenía un par de cicatrices tan profundas y tan largas que más bien parecía que le habían cortado las alas. Qué idea más bonita, pero esa vez se asustó; parecía que aquello no quería dejar de sangrar nunca, fue entonces cuando tuvo la conversación con Elvy y la vida se volvió algo más soportable. Las cicatrices de las alas fueron las últimas.
Miró la navaja, la abrió, la giró entre los dedos y… sí. Hacía mucho tiempo que no estaba tan lejos de querer autolesionarse.
Recorrió la estantería con la mirada para ver si le apetecía leer algo. La mayoría eran novelas de terror. Stephen King, Clive Barker, Lovecraft. Lo había leído todo, no tenía ganas de releerlos. Entonces se fijó en un libro con ilustraciones, en el nombre de una escritora, y en algún rincón de su cerebro se le encendió una luz.
El castor Bruno encuentra su casa, de Eva Zetterberg. Flora cogió el libro, se quedó mirando al castor dibujado delante de su casa: un montón de palos en un rápido.
«Eva Zetterberg…».
Sí, claro. Hablaban de ella en el periódico. Era la rediviva capaz de hablar, la que había permanecido menos tiempo muerta.
«Lástima» dijo Flora en su fuero interno, y abrió el libro. Tenía también el otro, El castor Bruno se pierde, publicado cinco años antes. Ahora estaba esperando la aparición del tercero, había leído en el periódico Dn que saldría en breve. De todas las obras que le habían regalado sus padres, los libros de Bruno eran los que más le habían gustado, después de Mumin [9]. Nunca había podido con Astrid Lindgren.
Lo que le había gustado, y aún le gustaba, era la relación directa con el miedo y la muerte. En los libros de Mumin se llamaba Mårran; en los de Bruno, el Señor del Agua se manifestaba como una amenaza constante abajo, en el rápido. Su presencia suponía el ahogamiento, era la fuerza que se llevaba por delante la casa de Bruno, era el destructor.
Flora rompió a llorar después de releer el libro un rato. Porque no iba a salir ningún otro del castor Bruno. Porque había muerto con su creadora. Porque el Señor del Agua finalmente le había dado caza.
Sollozaba sin poder evitarlo. Acarició el pelo blanco de Bruno en la portada y susurró:
– Pobrecito Bruno…
Koholma, 17:00
Mahler conducía a gran velocidad a través de la colonia de casas de veraneo, de vuelta a la suya. Las vacaciones de las empresas ya habían terminado y quedaba poca gente en las casas. Serían más para el fin de semana.
Aronsson, su vecino más cercano, estaba junto al camino regando su parra virgen. Hizo una mueca cuando Aronsson le vio y le hizo un gesto para que se parara. El periodista no podía ignorarle sin más, así que frenó y bajó la ventanilla. Aronsson se acercó hasta el coche. Era un hombre de unos setenta años, delgado y con paso vacilante, llevaba puesto un gorro de pescador de tela vaquera, donde ponía «Black & Decker».
– Hombre, Gustav. Así que al final has venido a dar una vuelta.
– Sí -dijo Mahler, y señalando la regadera que Aronsson llevaba en la mano-: ¿Crees que hace falta regar?
Aronsson miró al cielo donde se concentraban las nubes y se encogió de hombros.
– Es la costumbre.
Aronsson cuidaba su parra virgen con esmero. Ésta trepaba frondosa y exuberante alrededor del arco de metal que era la puerta de entrada a su terreno. En el centro del arco había un letrero de madera con las letras grabadas en el que le informaban a uno de que había llegado al jardín de la calma. Después de la jubilación, el vecino había convertido su casa de veraneo en el paraíso sueco más cuidado que pueda imaginarse. Estaba prohibido regar, pero, a juzgar por el verdor al otro lado del arco de entrada, Aronsson no había hecho mucho caso.
– Oye -le dijo Aronsson-, te cogí unas pocas fresas. Espero que no te haya molestado. Los corzos andaban tras de ellas.
– No. Me alegro de que no se hayan estropeado -respondió el periodista, aunque habría preferido que se comieran sus fresas los corzos antes que Aronsson.
– Tuviste unas fresas muy buenas -comentó el jubilado, haciendo ademán de paladear-. Eso fue antes de que empezara el tiempo seco. Por cierto, he leído tu artículo. ¿De verdad piensas eso, o es sólo por…? Bueno, ya me entiendes.
Mahler meneó la cabeza.
– No. ¿Qué quieres decir?
Aronsson dio marcha atrás inmediatamente.
– No, sólo quería decir… estaba bien escrito. Hacía mucho tiempo que no escribías nada, ¿no?
– Así es.
Mahler había dejado el coche en marcha. Ahora volvió la cara hacia el camino para indicar que debía irse, pero Aronsson no se dio por aludido.
– Bueno, y ahora has venido a pasar aquí unos días y te has traído a la chica.
Mahler asintió. Su vecino tenía una facilidad pasmosa para enterarse de todo, para acordarse de los nombres, los años, de las cosas que habían pasado y para estar al tanto de todo lo que hacía la gente de la colonia. Si se publicara alguna vez una crónica de Koholma, Aronsson tendría que ser el redactor por derecho propio.
Aronsson miró hacia la casa de Mahler, que estaba detrás de la curva, y -gracias a Dios- no se veía desde allí.