– ¡Ju, ju! ¿Hay alguien en casa?
La chica escribió: «Adiós. Nos vemos en el Infierno», y salió del chat. Después se quedó con los dedos sobre el teclado esperando el barullo. Ahí estaba la escandalera que siempre marcaba la vuelta a casa de sus padres después de los viajes. El ruido de las bolsas con las compras.
– ¡Ju, juuu!
Flora cerró los ojos, vio a su padre y a su madre hundidos en un mar de bolas de plástico de todos los colores. Crujía cuando sus cabezas desaparecían de la superficie. Le habría gustado poner a Manson, exorcizar sus voces con una descarga de guitarras, pero había una cosa que le picaba la curiosidad: cómo se tomaría su madre esto de los redivivos. Elvy la había llamado y le había contado que su madre había telefoneado desde Londres, así que estaba informada. ¿Cómo iba a reaccionar?
Efectivamente, el suelo de la cocina estaba cubierto de bolsas de plástico con los logotipos de tiendas inglesas. En medio de ese fangal estaban Margareta y Göran sacando cosas, Viktor se hallaba justo al lado esperando con mal contenida impaciencia su pistola de agua a pilas. Flora cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó contra el marco de la puerta. Margareta la vio.
– ¡Hola, cariño! ¿Qué tal todo?
– Bien. -Le hizo la pregunta como siempre. Alegre y animada. Ninguna alusión a que había pasado algo especial, de manera que Flora añadió-: Algo muerto.
Una sonrisa cruzó como un latigazo la cara de Margareta mientras rebuscaba en una bolsa de plástico. Flora vio por el rabillo del ojo que Göran la miraba con severidad. Margareta sacó un paquete y se lo dio a Viktor.
– … y aquí tienes.
Viktor arrugó la frente y abrió la caja, sacó una escultura de Gandalf realizada con todo lujo de detalles y la giró entre las manos. Su decepción era enorme. Flora vio la etiqueta en la caja: 59,90 libras.
– Sólo tenían de esas que parecen de verdad -adujo Göran extendiendo las manos-. Así que…
– ¿De esas qué que parecen de verdad? -repitió Viktor.
– Pistolas. Y cuando se apretaba el gatillo hacían ruido también como las de verdad. Y nos parece que… no vas a tener eso. Por esa razón te compramos la escultura.
– ¿Para qué quiero yo esto?
– Para tu habitación. ¿No lo quieres?
Viktor miró la escultura. Se le hundieron los hombros.
– Sí, sí, claro.
Margareta había empezado a rebuscar en otra bolsa, y dijo sin levantar la vista:
– ¿Y qué se dice entonces?
– Gracias -dijo Viktor, y le echó una mirada a Gandalf como si tuviera ganas de matarlo.
Margareta se levantó con otro paquete y se lo entregó a Flora.
– Y aquí está el tuyo. Es uno de esos que hay que tener, ¿no?
Lo que había que tener era un iPod. Flora le devolvió el paquete a su madre.
– Gracias, pero ya tengo uno.
Margareta señaló el paquete sin cogerlo.
– Pero se pueden tener… -Se volvió hacia Göran-. ¿Cuántos eran? ¿Doscientos?
– Trescientos -especificó Göran.
– … En ese caben trescientos discos. Todo.
– Ya -dijo Flora-. Lo sé. Pero no lo necesito. Tengo el mío.
Se hizo el silencio. Cayó una bolsa de plástico con un ruido que parecía un suspiro. Flora disfrutó. No podía comprarse todo, no, hay cosas que no se pueden comprar.
Göran dio una palmada.
– Me parece -dijo el padre-, que sois increíblemente desagradecidos.
– ¿Sabéis lo que ha ocurrido? -preguntó Flora. Margareta meneó la cabeza: «No hables de eso ahora», y Flora hizo como si no hubiera captado el gesto. La muchacha continuó-: Pues sí, anoche sobre las once…
– ¿Habéis comido algo? -le interrumpió Margareta, cogiendo finalmente el paquete de las manos de su hija. Sin esperar respuesta, agitó el paquete delante de Flora-. ¿Quieres que lo vendamos o que se lo demos a otro, eso es lo que quieres?
Flora miró a su madre con los labios apretados, que se abrieron un segundo y dejaron escapar un temblor en el labio inferior, antes de volver a cerrarse.
«Podría sentir lástima de ella, pero no quiero».
– Quédate tú con él -respondió Flora.
– ¿Para qué?
– Ah, no sé. Para escuchar a Björn Afzelius [11].
Flora volvió a su habitación y cerró la puerta. Tenía la cabeza espesa, pues en su mente se mezclaban de forma pegajosa mala conciencia, rabia y cansancio, mucho cansancio. Puso Portrait of an American Family en el estéreo para airearse y despejar la cabeza. Se tumbó en la cama y se dejó taladrar por las vibraciones, para que la voz de Manson actuase como bálsamo allí donde le dolía y como alfileres para avivar lo entumecido.
White trash get down on your knees,
Time for cake and sodomy.
Cuando la primera canción se llevó lo peor, pusoWrapped in plastic, se tumbó en la cama y cerró los ojos.
Well, I know the steak is cold
but it's wrapped in plastic.
Sí. Ven a nuestra casa. La carne está fría, a veces sencillamente se pudre, pero la hemos envuelto con el rollo de plástico, te prometemos que no vas a notar el olor. Quédate un rato.
Rollo de plástico.
Flora tuvo una visión de Estocolmo envuelto totalmente en plástico. Plástico sobre las aceras, una fina película sobre las aguas de Strömmen; cuando uno intentaba mojar los dedos en el agua, lo único que sentía era que se abombaba el plástico. Plástico sobre la cara de la gente, plástico líquido para protegernos de las bacterias. Un perro pequeño avanzaba dando vueltas dentro de una burbuja de plástico rígido.
Bajó el volumen y abrió los ojos. Al lado de su cama estaba su madre con los brazos cruzados:
– Flora -le dijo-, mientras vivas con nosotros…
– Ya sé. Ya sé.
– ¿Qué es lo que sabes?
Flora se conocía todo el rollo. Cómo debía comportarse uno, cómo se comportan en general «todos los jóvenes que nosotros conocemos». Lávate las orejas, pon el iPod, escucha a Kent, sí, deja que los lamentos de Jocke Berg te acunen hasta el conformismo. Acepta lo que te dan, sé agradecida. Y da algo a cambio.
No iba a tragar. Esta vez no.
– ¿No piensas hablar de ello? -le preguntó Flora.
– ¿De qué?
– Del abuelo.
La madre agitó los brazos mientras tomaba aire.
– ¿Qué puedo decir de eso?
Flora miró a su madre y vio en sus ojos un miedo que no le correspondía a ella manejar. Giró la cabeza hacia la pared y no quiso insistir.
– Nada. Háblalo con tu psicólogo -le dijo.
– ¿Qué?
– He dicho: háblalo con tu psicólogo. Déjame en paz.
Sintió la presencia de Margareta detrás de ella unos segundos más, y a continuación salió dando un portazo.
«El viejo pequeño…».
Eso era lo que aterraba a su madre.
Hacía medio año, cuando volvieron a casa después de una visita a la unidad de psiquiatría para menores, a la que Margareta había obligado a Flora a acudir, Margareta, de pronto, se había abierto y le había contado lo de su padre.
– No puedo soportarlo -había dicho entonces-. No soporto esa mirada vacía, que no diga nada, que sólo esté allí sentado. -Por entonces llevaba ya varios meses sin ir a visitar a Tore-. Y al mismo tiempo -siguió diciendo ella-, al mismo tiempo es como si yo me imaginara que dentro del abuelo, dentro de su cabeza hay… hay otro viejo más pequeño… un viejo pequeño que piensa con claridad y observa el mundo y me acusa, que piensa: ¿por qué no viene mi hija a verme? Ese viejo está ahí dentro esperando, pero no puedo soportarlo.