Ella suponía que uno de los grandes temas de conversación entre Margareta y el psicólogo, al que visitaba una vez a la semana -dos veces durante el peor periodo de autolesiones de Flora-, era precisamente ése, su padre.
Ya entonces, la muchacha pensó que lo mejor sería que fuera de una vez a Täby. Pero Margareta creía en la psicología. Creía que uno podía salir de allí entero. Sólo con ir trabajando los problemas de uno en uno, ordenadamente, se conseguía finalmente la paz y la armonía. Probablemente, también un diploma. Todos los problemas se pueden solucionar, con una excepción: los insolubles.
¿Y qué hace uno con ellos? ¡Ignorarlos! ¿Viejos pequeños dentro de la cabeza? Pero si eso no existe. No hay nada de lo que hablar, ni pensar en ello siquiera.
Ahora el viejecito había salido de paseo. Ahora andaba por ahí sobre dos piernas y con los ojos vacíos. Ahora había en Danderyd un dedo acusador dispuesto a señalar a Margareta.
Pero era un problema sin solución. Por lo tanto no había ningún problema. No existía.
Flora rebobinó y subió el volumen.
Well, I know the steak is cold
but it's wrapped in plastic.
Plástico.
Media hora después empezaron los truenos de la tormenta, que causó problemas en la conexión a Internet. Flora intentó llamar a Elvy, pero no cogía el teléfono. Cuando llamó a Peter, él respondió a la primera señal.
– Sí, soy Peter. -Hablaba en voz baja, casi en un susurro.
– Hola, soy yo, Flora. ¿Qué pasa?
– La policía está limpiando esto.
Aunque hablaba en tono bajo, Flora pudo apreciar la nota de desprecio que había en él.
– ¿Y eso por qué?
Silbó en el auricular cuando Peter resopló.
– ¿Por qué? No lo sé. Les parecerá divertido.
– ¿Has podido guardar la moto?
– Sí, pero han cogido todas las bicis.
– No.
– Que sí. Nunca había visto tantos. Ocho furgones y un autobús. Ahora se los están llevando a todos. A todos.
– ¿Y a ti?
– No. No puedo hablar más. No debo hacer ruido. Ya hablaremos.
– Sí. Suer…
Se cortó la línea.
– … te.
Kungsholmen, 21:15
David miraba fijamente el paquete de frambuesas guardado en el congelador cuando el primer rayo resquebrajó el cielo sobre el distrito de Norrmalm. El trueno que le siguió un par de segundos después lo sacó de su ensimismamiento y guardó los frutos en el último cajón; sacó una bolsa de pan.
«Roast'n Toast. Consumir antes del 16 de agosto». Todo era normal cuando compró el pan una semana antes y la vida, una sucesión de días, más o menos buenos, unos detrás de otros. Cerró la puerta del congelador y se quedó mirando el pan.
«¿Cuánto tiempo?».
¿Cuántos días?, ¿cuántos años tendrían que pasar antes de que su memoria se pudiera fijar en un buen recuerdo posterior al accidente de Eva? ¿Iba a ocurrir alguna vez?
– Papá, mira.
Magnus estaba sentado a la mesa señalando fuera de la ventana. Finos trazos de tiza resplandecían en el lienzo negro del cielo y el retumbo del trueno se oía algo después, como si ambos fenómenos no estuvieran relacionados. Magnus contó por lo bajinis y dijo que la tormenta se encontraba a tres kilómetros. Una película de agua se deslizó sobre la ventana.
David sacó del paquete un par de tostadas duras como piedras, las puso en el tostador para que Magnus tomara algo antes de irse a la cama. Se le había pegado la salsa de los espaguetis que había hecho y ninguno de los dos había comido mucho. Después habían vistoShrek por cuarta vez. El niño se había comido media bolsa de patatas y su padre se había bebido tres vasos de vino. Ya no tenía hambre.
La casa temblaba con las detonaciones cada vez más cercanas. David consiguió que Magnus se comiera una tostada con queso y mermelada y se tomara un vaso de leche. Había pasado de considerar a Magnus como una máquina de la que debía hacerse cargo a verlo como el único ser vivo de la tierra. Después del vino, la segunda tendencia había empezado a ser la dominante, y debía hacer verdaderos esfuerzos para no echarse a llorar en cuanto miraba a su hijo.
Éste fue a lavarse los dientes, y tan pronto como desapareció de su vista el pánico se apoderó de David. Echó mano de la botella de vino y bebió lo que quedaba; se quedó contemplando los relámpagos inclinado sobre la mesa de la cocina.
Un minuto después Magnus regresó y se puso a su lado.
– Papá, ¿por qué se mueve la luz más deprisa que el sonido?
– Porque… -David se pasó las manos por la cara-. Porque… buena pregunta. No sé. Tendrás que… -Se interrumpió. Había estado a punto de decir: «Tendrás que preguntárselo a mamá». En vez de eso dijo-: Ahora tienes que ir a acostarte.
Arropó bien a Magnus y le dijo que estaba demasiado cansado para contarle un cuento. Entonces, el pequeño le pidió que le leyera uno, y David le leyó el del leopardo que perdía una de sus manchas. Magnus ya lo había oído muchas veces, pero siempre le parecía igual de divertido cuando llegaban al momento en el que el leopardo se contaba las manchas y descubría que le faltaba una.
Aquella noche David no estaba nada inspirado. Intentó imitar la voz de sorpresa del leopardo, pero la sonrisa de compromiso de Magnus fue tan penosa que tuvo que dejarlo, leyó sólo el cuento tal y como estaba. Cuando se terminó, los dos se quedaron en silencio un buen rato. En el momento en que David hizo un intento de ir a levantarse, Magnus le dijo:
– ¿Papá?
– Sí.
– ¿Va a venir mamá aquí?
– ¿Cómo? ¿A qué te refieres?
El pequeño se acurrucó en la cama con las rodillas encogidas contra la tripa.
– ¿Va a venir así como está ahora, muerta?
– No. Vendrá después. Cuando se ponga buena.
– Yo no quiero que venga y esté muerta.
– No va a venir.
– ¿Seguro?
– Sí.
David se inclinó sobre la cama y le dio un beso al niño en la mejilla y en la boca. Normalmente Magnus solía poner dificultades a eso de jugar al juego de las muecas, pero ahora se quedó quieto y se dejó besar. Cuando David se levantó, Magnus estaba con el ceño fruncido. Estaba pensando algo, quería preguntar algo. David esperó. Magnus le miró a los ojos.
– ¿Papá?, ¿puedes arreglártelas sin mamá?
A David se le paralizaron las mandíbulas. Pasaban los segundos. En algún rincón del cerebro una voz sensata le gritaba: «Di algo, di algo ahora, le estás asustando».
– Duérmete ahora, pequeño. Todo se va a arreglar -logró contestar al final.
Dejó la puerta de la habitación abierta, entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la bañera con la esperanza de que el ruido del agua ahogara el llanto.
David se había imaginado muchas veces la muerte de su esposa. Había intentado imaginársela. Mal. Muchas veces le había asaltado la idea de la muerte de Eva. Eso. Porque esas cosas pasan, cada día hay noticias de ésas en los periódicos. Fotografías de carreteras, lagos o un claro del bosque anodino. Aquí chocó fulano, ahí se ahogó mengano, asesinaron a zutano.
Y él había pensado. Una vida en punto muerto; rutinas, obligaciones, quizá con el tiempo un resquicio de luz en algún sitio. Pero ahora, cuando había ocurrido, el peor de los dolores venía, lógicamente, de algo que él no había podido imaginarse.