Benny bromeó algo nervioso:
– ¿Qué pasa? ¿Tenéis vacaciones en la escuela para discapacitados?
Como nadie se rió tampoco de aquello, Benny colocó el micrófono en el soporte y dijo:
– Muchas gracias. Habéis sido fantásticos.
Se bajó del escenario y se alejó hacia la cocina. Se produjo un momento de confusión ante una interrupción tan abrupta. Después el micrófono se acopló con los altavoces y un ruido estridente e insoportable rasgó el cargado aire.
Todos los presentes se llevaron las manos a la cabeza y algunos empezaron a gritar, haciéndole la competencia al micrófono. David apretó los dientes, corrió hasta el micro e intentó desenchufarlo. La corriente de baja intensidad le transmitió un hormigueo a través de la piel, pero el cable no se desprendía. Después de un par de segundos el ruido metálico era como una sierra de charcutería que atravesaba el cerebro, y él tuvo que desistir y taparse los oídos con las manos.
David se volvió para dirigirse a la cocina, pero se lo impidió la gente que en ese momento se levantaba de las mesas y se agolpaba en dirección a la salida. Una mujer con menos respeto que él hacia las pertenencias del restaurante le empujó a un lado, se dio una vuelta con el cable del micrófono alrededor de la mano y tiró. Sólo consiguió hacer caer el soporte del micrófono. Continuó acoplado.
David levantó la mirada hacia la mesa de mezclas, donde Leo pulsaba todos los botones a su alcance, sin el menor resultado. David estaba a punto de gritarle que cortara la corriente cuando le dieron un empujón y cayó a la parte baja del escenario. En el suelo, y tapándose aún los oídos con las manos, vio cómo la mujer blandía el micrófono por encima de la cabeza y lo estrellaba contra el suelo de piedra.
El ruido cesó. El público se paró en seco, miró a su alrededor. Un suspiro de alivio colectivo cruzó el local. David se puso de pie como pudo y vio que Leo estaba agitando las manos, se pasó el índice por el cuello. David asintió, se aclaró la voz y dijo en voz alta:
– ¡Atención, por favor!
Los rostros se volvieron hacia él.
– Lo lamentamos mucho, pero por problemas… técnicos nos vemos obligados a interrumpir el espectáculo.
Se escucharon algunas risas de burla.
– Queremos darle las gracias a nuestro patrocinador, la compañía eléctrica Vattenfall, y… esperamos verles de nuevo.
Se oyeron algunos abucheos. David extendió las manos en un gesto que quería decir «joder, mil perdones, que esto no es culpa mía», pero la gente ya había dejado de mirarle. Todos se dirigían hacia la salida. El restaurante se quedó vacío en cuestión de minutos.
Leo parecía cabreado cuando David entró en la cocina.
– ¿Qué has dicho de Vattenfall? -le preguntó.
– Una broma.
– ¿Ah, sí? Estupendo.
David estuvo a punto de decir algo acerca de la responsabilidad del capitán cuando se hunde el barco, puesto que Leo era el dueño del restaurante, y que él ya debería tener listo el guión para la próxima vez que se produjera un cortocircuito inverso, pero se contuvo. En parte, porque no podía permitirse ponerse a malas con Leo, y, en parte, porque tenía otras cosas en las que pensar.
Se fue a la oficina y marcó el número del móvil de Eva en el teléfono fijo. Ahora sí que consiguió contactar, pero sólo con su buzón de voz. Le dejó un mensaje para que ella le llamara al restaurante tan pronto como pudiera.
Trajeron cervezas y los cómicos se las bebieron en la cocina, donde tronaban los extractores. Los cocineros los habían puesto en marcha para mitigar el calor de las placas que no se podían apagar, y ahora sucedía lo mismo con los extractores. Apenas podían hablar con el ruido, pero al menos hacía fresco.
Poco a poco la mayoría de sus compañeros se fue marchando, pero David decidió quedarse por si llamaba Eva. En la radio, en las noticias de las diez, dijeron que el fenómeno de la electricidad parecía afectar sólo a la zona de Estocolmo; la tensión eléctrica, medida en voltios por metro, en algunos lugares podía compararse con la de un rayo a punto de descargar. Él notó que se le erizaba el vello de los brazos. Quizá fue un escalofrío, quizá electricidad estática.
Al principio, cuando empezaron a vibrarle las caderas, creyó que se trataba de otro efecto de la tensión existente en el aire, pero luego comprendió que era el móvil. No reconoció el número visible en la pantalla.
– Sí, diga, soy David.
– ¿Es usted David Zetterberg?
– ¿Sí?
Algo en la voz de aquel hombre hizo que se le empezara a formar un nudo de angustia en el estómago. Se levantó de la mesa y salió al pasillo hacia el camerino para oírle mejor.
– Me llamo Göran Dahlman, soy médico del hospital de Danderyd…
Cuando el doctor terminó de informarle, David se vio envuelto en una niebla fría y no sintió las piernas. Apoyado contra la pared, cayó contra el cemento. Se quedó mirando fijamente el teléfono que sostenía en la mano y lo tiró como si fuera una serpiente venenosa. Salió disparado y le pisó el pie a Leo. Éste alzó la vista.
– ¡David! ¿Qué pasa?
De lo ocurrido durante la media hora siguiente David no iba a conservar ningún recuerdo. El mundo se había paralizado, se había vuelto absurdo. A Leo le resultó difícil abrirse paso en medio de un tráfico que sólo respetaba las normas más elementales, ahora que habían dejado de funcionar todos los dispositivos electrónicos. El cómico iba encogido en el asiento del copiloto y miraba las parpadeantes luces de color ámbar sin verlas.
Sólo cuando llegaron al vestíbulo del hospital fue capaz de sobreponerse lo suficiente y declinar el ofrecimiento de Leo para acompañarle arriba. No recordaba la respuesta de Leo ni cómo había localizado la sección. Sólo se encontró allí de buenas a primeras, y el tiempo retomó su ritmo inapelable.
Sí, se acordaba de una cosa. Cuando recorría el pasillo en dirección a la habitación de Eva, parpadeaban todas las luces situadas sobre las puertas y el estruendo de las alarmas era constante. Le pareció totalmente lógico, puesto que aquella catástrofe lo superaba todo.
Eva había chocado con un alce y había fallecido mientras David se dirigía al hospital. El médico le había dicho por teléfono que no había ninguna esperanza, pero que su corazón aún latía. Ahora había dejado de latir. Se había parado a las 22:36. Veinticuatro minutos antes de las once el corazón había dejado de bombear la sangre alrededor del cuerpo.
Un único músculo en el cuerpo de una sola persona, una cagada de mosca en el tiempo, y el mundo había dejado de existir. David estaba junto a la cama de ella con los brazos caídos, con el dolor de cabeza ardiéndole en la frente.
Allí yacía todo su futuro, todo lo bueno que él había imaginado que la vida podía darle. Allí reposaban los últimos 12 años de su pasado. Todo había desaparecido, y el tiempo se contrajo en un único e insoportable ahora.
David cayó de rodillas a su lado y le cogió la mano.
– Eva -le susurró-. Esto no vale. No puede ser así. Yo te quiero. ¿No lo entiendes? No puedo vivir sin ti. Tienes que despertarte ahora. No puede ser sin ti, nada puede ser sin ti. Yo te quiero muchísimo y por eso esto no puede ser así.
Él no paraba de hablar, un monólogo de frases repetidas qué cuantas más veces las decía más auténticas y verdaderas le parecían, hasta el punto de que empezó a crecer en su interior el convencimiento de que aquellas frases iban a surtir efecto. Sí. Cuanto más decía que era imposible, más absurdo se volvía todo, y había conseguido albergar la vana esperanza de que fuera a producirse el milagro si seguía repitiendo aquello; entonces, se abrió la puerta.
– ¿Qué tal? -preguntó una voz femenina.