«Éstas son mis manos».
Encogió los dedos.
«Mis dedos. Se mueven».
Sonó el teléfono en la entrada. No tenía fuerzas para levantarse y contestar. Alguien, quizá Esmeralda, cogió el teléfono y dijo algo.
«No soy nadie especial».
«¿Ha sido siempre así?».
Los santos que habían luchado y perecido en el nombre de Dios; san Francisco bailando de pasión delante del Papa; santa Brígida ardiendo de fervor divino en su celda…
¿Tendrían semejantes dudas? ¿Habría días en los que santa Brígida sospechara que había interpretado algo mal, que ella se lo había inventado todo? ¿Días en los que san Francisco sólo quisiera mandar por ahí a sus discípulos con un «dejadme en paz, no tengo nada sensato que decir»?
¿Sería así?
No había nadie a quien preguntar, todos ellos estaban muertos y la leyenda envolvía sus nombres, borrando su aspecto humano.
Pero ella había visto.
Tal vez hubiera otros que habían visto, serían miles a lo largo de la historia. Quizá lo que caracterizaba a los santos, a las mujeres santas y a los hombres fuera que se aferraban a lo que habían visto, que no dejaban que su visión palideciera y muriera, sino que se agarraban y se negaban a desprenderse de ella, veían el olvido como un instrumento del diablo y se mantenían firmes. Quizá fuera ahí donde radicaba todo el secreto.
La anciana cogió la colcha y la apretó con fuerza.
«Sí, Señor. Me mantendré firme».
Cerró los ojos y trató de descansar. Llegó la hora de irse justo cuando su cuerpo había empezado a relajarse.
Koholma, 11:00
Elias había hecho avances. Grandes avances.
El primer día no había mostrado el más mínimo interés por los ejercicios del libro que Mahler había intentado realizar con él. Éste le había acercado una caja de zapatos y le había dicho:
– Me pregunto qué puede haber dentro. -Elias no se había movido, ni antes ni después de que él abriera la tapa y le mostrara el perrito de peluche.
Gustav había colocado una peonza de colores encima de la mesilla del redivivo y la había hecho girar. La peonza había completado sus vueltas y había caído al suelo. El redivivo ni siquiera la había seguido con la mirada. Pese a todo, Mahler había insistido. El hecho de que Elias agarrara el biberón cuando se lo daban indicaba que era capaz de reaccionar si tenía un motivo para hacerlo.
Anna no se oponía al programa de entrenamiento, pero tampoco parecía entusiasmada con él. Se pasaba las horas muertas junto a su hijo, dormía en un colchón al lado de su cama, pero no hacía nada concreto para mejorar su estado, ésa era la opinión de Mahler.
El coche teledirigido fue lo que rompió el hielo. El segundo día, Mahler le había puesto pilas nuevas y lo había guiado hasta la habitación de Elias con la esperanza de que la visión de aquel juguete que tanto le había gustado despertara algo de vida en él. Y lo hizo. La actitud de Elias cambió nada más aparecer el coche en la habitación haciendo un ruido sordo. Luego siguió al coche con la cabeza en su viaje por la habitación. Cuando Gustav lo detuvo, Elias extendió la mano hacia él.
Mahler no se lo dio, sino que le hizo dar unas vueltas más. Entonces sucedió lo que el abuelo había estado esperando y deseando. Despacio, muy despacio, como si se moviera a través del barro, empezó a levantarse de la cama. Elias se paró un momento cuando se detuvo el coche, y luego siguió incorporándose.
– ¡Anna! ¡Ven y mira!
Ella llegó justo a tiempo de ver a Elias levantando las piernas por encima del borde de la cama. Se llevó la mano a la boca, gritó y corrió hacia él.
– No le estorbes -pidió Mahler-. Ayúdale.
Anna sujetó a Elias por debajo de los brazos y él se puso en pie. Apoyándose en Anna, dio un paso de prueba hacia el juguete. Mahler lo movió un poco hacia delante y hacia atrás. Cuando Elias estaba a punto de llegar hasta él y extendió la mano, Mahler condujo el coche en dirección a la puerta.
– Déjale cogerlo -le imploró Anna.
– No -contestó Mahler-. Entonces se parará.
El niño giró la cabeza hacia el coche, volvió el cuerpo en la misma dirección y caminó hacia la puerta. Anna iba detrás con las mejillas surcadas por las lágrimas. Cuando Elias llegó hasta la puerta, Mahler condujo el coche fuera hacia la entrada.
– Déjale cogerlo -suplicó la madre con la voz rota-. Lo quiere tener.
Mahler siguió alejando el coche en cuanto Elias estaba a punto de alcanzarlo, hasta que Anna se paró sujetando a Elias con los brazos.
– Para -insistió Anna-. Detente. No puedo soportarlo. -Mahler detuvo el coche. Anna sujetó a Elias por el pecho con ambas manos-. Vas a convertirlo en un robot -le reprochó ella-. No cuentes conmigo.
Gustav suspiró y bajó el mando.
– ¿Prefieres que sea un paquete? Esto es absolutamente fantástico.
– Sí -admitió Anna-. Sí, lo es, pero está… mal. -Anna se sentó en el suelo, con Elias encima de sus rodillas, cogió el coche y se lo dio al niño.
– Toma, corazón.
El redivivo deslizó los dedos sobre los detalles de plástico, como si buscara una vía hacia dentro. Anna asentía con la cabeza, le acariciaba los cabellos. El pelo se había vuelto más fuerte y ya no se le caía, pero tenía algunas calvas en la parte superior de la cabeza, allí donde se le había desprendido durante los primeros días.
– Se pregunta cómo puede moverse -dijo Anna sorbiendo el llanto de la nariz-. Se pregunta qué es lo que hace que se mueva.
Mahler dejó el mando.
– ¿Tú cómo lo sabes?
– Lo sé -contestó Anna.
Mahler se rascó la cabeza, entró en la cocina y cogió una cerveza. Desde que llegaron, Anna ya le había informado varias veces de cosas que ella sabía sencillamente, cosas relacionadas con la voluntad de Elias, y a Mahler le irritaba que ella usara ese supuesto conocimiento para poner freno a sus ejercicios.
A Elias no le gusta esa peonza… Elias quiere que le ponga la cremayo…
Cuando Mahler le preguntaba cómo podía ella saberlo, recibía siempre la misma respuesta: ella lo sabía, eso era todo. Él abrió la cerveza, se bebió la mitad de un trago y se puso a mirar por la ventana. La lluvia torrencial no había bastado para salvar los árboles. Muchos dejaban caer sus hojas aunque sólo estaban a mediados de agosto.
Creía que esta vez Anna llevaba razón. Muchos de los viejos juguetes de Elias no habían despertado en él el más mínimo interés, así que probablemente era el propio movimiento del coche el que le había hecho reaccionar. ¿Cómo podían aprovechar eso para seguir avanzando?
Arma dejó a Elias con el coche en el suelo y entró en la cocina.
– A veces -observó Gustav, mirando aún a través de la ventana-, a veces creo que no quieres en absoluto que mejore.
Mahler notó cómo su hija inspiraba antes de contestarle, y sabía más o menos lo que iba a decir, pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo la interrumpió un chasquido estridente procedente de la entrada.
Elias estaba sentado en el suelo con el coche entre las manos. De alguna manera había logrado arrancar toda la parte delantera del chasis, de tal modo que las piezas y los cables quedaban expuestos. Antes de que Mahler tuviera tiempo de evitarlo, su nieto agarró el bloque con las pilas, lo arrancó y lo alzó a la altura de los ojos.
Mahler extendió las manos en un gesto de impotencia y miró a su hija.
– Bueno -le dijo-. ¿Estás contenta ahora?