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El redivivo ya había arrancado la batería de otro coche con mando a distancia antes de que a su abuelo se le ocurriera comprar un tren de Brio con los raíles de madera. Incluía una locomotora maciza y tenía tan pocas piezas sueltas que aguantaría bien los intentos de los dedos -aún débiles- de Elias de desmontarla.

Mahler había estado por la mañana en Norrtälje y había comprado una locomotora más. Ahora estaba pegando una tira de cinta adhesiva en la mesa para crear dos zonas, con una línea divisoria, y colocó una locomotora en cada una de las zonas. El primer paso que se describía en el libro para el entrenamiento del autismo era un ejercicio de imitación. Dispuso tres raíles rectos en cada zona, trajo luego a Elias desde el dormitorio y lo sentó en una silla en la cocina.

Elias miraba por la ventana hacia el jardín, donde Anna cortaba la hierba con un cortacésped manual.

– Mira -le dijo su abuelo, mostrándole su locomotora a Elias. No hubo respuesta. La colocó sobre la mesa y la puso en marcha. Se escuchó un zumbido hueco cuando el tren empezó a moverse despacio sobre el tablero de la mesa. Elias giró la cabeza hacia el sonido y alargó la mano. Mahler retiró la locomotora.

– Ahí.

Señaló la locomotora idéntica situada delante de Elias. Éste se echó sobre la mesa e intentó coger la locomotora que aún zumbaba en la mano de Mahler. Él la apagó y volvió a apuntar a la locomotora de Elias.

– Ahí. Ésa es la tuya.

Elias se dejó caer de nuevo sobre el respaldo de la silla, indiferente. Mahler alargó el brazo sobre la mesa y puso en marcha la locomotora de Elias. Ésta avanzó por la superficie hasta que la mano torpe de Elias cayó sobre ella, la agarró y la levantó a la altura de los ojos, y a continuación trató de desmontar las ruedas que estaban dando vueltas.

– No, no.

Gustav dio la vuelta a la mesa y consiguió sacar la locomotora de las agarrotadas manos de Elias para luego depositarla otra vez sobre la mesa.

– Mira.

Colocó su propia locomotora en el otro lado de la mesa y la puso en marcha. Elias se estiró para cogerla.

– Ahí -le animó Mahler, señalando la locomotora parada de Elias-. Ésa. Haz lo mismo.

Elias echó la parte superior de su cuerpo encima de la mesa, se hizo con la locomotora de Mahler e intentó desmontarla. A Mahler no le gustaba estar en aquel ángulo, pues veía en la cabeza de Elias un agujero donde antes había estado la oreja. Se frotó los ojos.

«¿Por qué no entiendes? ¿Por qué eres tan tonto?».

La locomotora crujió cuando contra todo pronóstico el niño consiguió desguazarla y las pilas se desparramaron por el suelo.

– ¡No!, Elias, ¡no!

Mahler sacó los trozos de la locomotora de la mano de Elias y se enfadó, aunque sabía que era una estupidez; empezaba a sentirse terriblemente cansado de todo aquello. Dio un golpe con su propia locomotora y señaló el botón de arranque con un exceso de claridad pedagógica.

– Aquí. Aquí se arranca. Aquí.

Apretó el botón. La locomotora empezó a moverse lentamente hacia Elias; éste la agarró y arrancó una de las ruedas.

«Desisto. No es capaz. No sabe nada».

– ¿Por qué tienes que romperlo todo? -le gritó-. ¿Por qué tienes que destrozar…

De repente Elias echó el puño cerrado hacia atrás y arrojó la locomotora contra la cara de Mahler. Le acertó justo encima de la boca y le reventó el labio. Tras una película roja, Mahler oyó cómo la locomotora golpeaba el suelo con un sonido sordo, mientras que un sabor metálico le alcanzaba la cabeza. Clavó los ojos en Elias, cada vez más furioso, y cuyos labios de color marrón oscuro estaban contraídos en una mueca. Parecía… malo.

– ¿Qué haces? -le dijo Mahler-. ¿Qué haces?

El redivivo movía la cabeza hacia delante y hacia atrás como si una fuerza invisible la impulsara desde la parte posterior. Las patas de la silla se levantaban y golpeaban contra el suelo a consecuencia de esa oscilación. Antes de que su abuelo tuviera tiempo de reaccionar, Elias se desplomó sobre el asiento como si se hubiera quedado sin fuerzas, y se deslizó hasta el suelo como si de pronto el esqueleto se le hubiera convertido en gelatina. Acto seguido, Mahler vio a cámara lenta cómo la silla iba a caer encima del niño, lo cual le dio tiempo para advertir que el respaldo le golpearía en la mejilla; luego, un silbido penetrante como el torno de un dentista le atravesó el cerebro, obligándole a cerrar con fuerza los ojos.

Se llevó las manos a las sienes y las masajeó, pero el silbido desapareció tan deprisa como había llegado. Elias estaba tendido en el suelo, inmóvil, con la silla encima. Mahler corrió hacia él y la levantó.

– ¿Elias? ¿Elias?

Se abrió la puerta de la terraza y entró Anna.

– ¿Qué hacéis…?

Se tiró de rodillas junto a Elias y le pasó la mano por la mejilla. Mahler parpadeó, inspeccionó la cocina con la mirada y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

«Aquí hay alguien».

El sonido sibilante volvió a aparecer, más débil en esta ocasión, y desapareció. Elias levantó la mano hacia Anna; ésta se la cogió y la besó. Ella miró enfadada a Mahler, aún sentado y girando la cabeza de un lado a otro en un intento de ver algo que no era posible ver. Él se pasó la lengua por la incipiente hinchazón del labio, cuyo tacto era resbaladizo como el plástico.

La presencia se había desvanecido.

Anna le tiró de la camisa.

– No puedes hacer esto.

– ¿No puedo hacer… qué?

– Detestarle.

Gustav agitó los dedos, señalando de forma inconcreta distintos puntos de la cocina.

– Alguien ha estado… aquí.

Aún sentía la huella de una presencia en la piel de su espalda. Alguien los había mirado a él y a Elias. Se levantó, fue hasta el fregadero y se lavó la cara con agua fría. Después de secarse con un paño de cocina sintió la cabeza más despejada. Se sentó en una silla.

– No puedo soportar esto.

– No -le contestó Anna-. Ya lo veo.

Mahler levantó del suelo la locomotora medio rota y calculó su peso con la mano.

– No me refiero sólo a… esto. Me refiero… -Entrecerró los ojos y miró a Anna-. Hay algo que no entiendo. Aquí está pasando algo.

– No quieres escuchar -dijo Anna-. Ya has decidido.

Movió a Elias de lado de manera que estuviera echado sobre la alfombra de trapos que había delante de la cocina. Cuando uno lo miraba de verdad era imposible engañarse; tal vez Elias hubiera hecho ciertos progresos y se hubiera acercado a una especie de consciencia, pero su cuerpo había encogido aún más. Asomaban por las mangas del pijama unos brazos que sólo eran huesos cubiertos de piel apergaminada y su cara, una calavera pintada y adornada con una peluca. Era imposible imaginarse allí dentro un cerebro blando, húmedo y en funcionamiento.

Mahler apretó el puño y se golpeó la pierna.

– ¿Qué es lo que no entiendo? ¿Qué es lo que yo no entiendo?

– Que está muerto -contestó Anna.

Mahler estaba a punto de negarlo cuando se oyeron los pasos firmes de unos zuecos de madera en el porche, y se abrió la puerta de fuera.

– ¿Hay alguien en casa?

Gustav y Anna se miraron a los ojos y compartieron por un segundo el mismo sentimiento: pánico. Los zuecos de Aronsson seguían avanzando dentro de la casa y Mahler se apresuró a levantarse y se colocó como un dique de contención en la abertura de la puerta de la cocina.

Aronsson alzó la mirada señalando el labio de Mahler.

– No me digas. ¿Te has pegado con alguien? -Y, echándose a reír ante su propia ocurrencia, se quitó el sombrero y se abanicó la cara-. ¿Qué tal con este calor?

– Bueno, bien -repuso Mahler-. Justamente ahora estamos algo ocupados.