– Bien, bien -respondió David-. Váyase de aquí.
David presionó la mano fría de Eva contra su frente, oyó el roce de la tela cuando la mujer se agachó y le puso la mano en la espalda.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
David giró lentamente la cabeza hacia la enfermera y se echó hacia atrás con la mano de Eva aún en la suya. La mujer parecía la propia Muerte. Tenía unos pómulos prominentes y los ojos muy abiertos, atormentados.
– ¿Quién es usted? -susurró él.
– Me llamo Marianne -contestó la sanitaria sin mover apenas los labios.
Se miraron fijamente el uno al otro con los ojos de par en par. Él agarró la mano de su mujer con más fuerza, para protegerla contra quien venía a buscarla, pero la enfermera no hizo ademán de acercarse. En vez de eso se puso a sollozar.
– Perdón… -dijo, apretando los ojos y llevándose las manos a la cabeza.
David comprendió. El dolor de cabeza, el corazón palpitante y espinoso no eran suyos en exclusiva. La enfermera se levantó con lentitud y, tambaleándose, salió de la habitación. Durante un instante a David le asaltó el mundo exterior que estaba fuera del alcance de su retina y oyó una cacofonía de señales, alarmas y sirenas dentro y fuera del hospital. Todo andaba revuelto.
– Vuelve -susurró David-. Magnus. ¿Cómo voy a decírselo a Magnus? Va a cumplir nueve años dentro de una semana, ya lo sabes. Quería una tarta de crepes. ¿Cómo se hace una tarta de crepes, Eva? Además, eras tú quien iba a hacerla, ya has comprado las frambuesas y todo. Están en casa en el frigorífico, cómo voy a volver a casa, abrir la nevera y ver las frambuesas que tú has comprado para hacer la tarta de crepes, y cómo voy a poder cogerlas y…
David lanzó un grito. Un alarido prolongado hasta quedarse sin aire en los pulmones. Apretó sus labios contra los nudillos de ella y susurró:
– Todo ha terminado. Tú ya no existes. Yo ya no existo. Nada existe.
El dolor de cabeza era tan fuerte que no pudo seguir ignorándolo. Le atravesó un rayo de esperanza: él estaba a punto de morir. Sí. Él también iba a expirar ahora. Sintió un chisporroteo, algo se rompió dentro de su cerebro, el dolor seguía creciendo, y alcanzó a pensar, convencido: «Me muero. Ahora me muero. Gracias».
Cuando el dolor desapareció, lo hizo del todo. Las alarmas y las sirenas dejaron de sonar. La luz de la habitación se quedó casi a oscuras. Él podía oír el jadeo de su propia respiración. La mano de Eva, humedecida por el sudor de su marido, le resbaló sobre su frente. La migraña había desaparecido. Él, ausente, se frotaba la mano de ella contra la frente, arañándose con la alianza, quería volver a sentir dolor. Cuando éste desapareció, la opresión en el pecho tomó el relevo.
Tenía los ojos clavados en el suelo. Por eso no vio la larva blanca que cayó a través del techo y aterrizó encima de la manta amarilla que cubría a Eva y siguió hurgando para meterse dentro.
– Cariño -susurró él apretándole la mano-, no íbamos a separarnos nunca, ¿es que no lo recuerdas?
La mano de Eva se estremeció y le devolvió el apretón.
Él no gritó ni hizo ningún movimiento. Se quedó mirando fijamente la palma de su esposa, la estrechó. La mano le devolvió el apretón. Se quedó boquiabierto y se pasó la lengua por los labios. Alegría no era la palabra exacta para describir sus emociones, sino más bien un desconcierto parecido a cuando se despierta de una pesadilla, y las piernas al principio se negaban a obedecerlo cuando se puso de pie para poder mirarla.
La habían limpiado y arreglado lo mejor posible, pero una gran herida le afeaba la mitad de la cara. El alce debió de volver la cabeza, o, tal vez, en un último y desesperado intento por defenderse, había intentado atacar al coche. Su cornamenta había atravesado el cristal y una de sus puntas había golpeado el rostro de la conductora antes de que ésta quedara aplastada por el peso del animal.
– ¡Eva! ¿Me oyes?
No hubo ninguna reacción. David se pasó las manos por la cara; el corazón le latía desbocado.
«Ha sido un… espasmo. No puede estar viva. Basta verla».
Pese a que un vendaje enorme le cubría la mitad del rostro parecía como si fuera… demasiado pequeño. Como si allí debajo faltara hueso, piel, carne. Le habían dicho que había sufrido graves daños, pero hasta ahora él no había sido consciente de la verdadera dimensión de todo aquello.
– Eva, soy yo.
Esta vez no era ningún espasmo. El brazo de su esposa se estremeció, golpeándole la pierna, y ella se sentó en la cama sin previo aviso. David instintivamente dio un paso atrás. A Eva se le deslizó la manta, se oyó un débil tintineo y él no fue consciente de la magnitud de lo que estaba ocurriendo.
Tenía desnuda la parte superior del cuerpo, pues le habían cortado la ropa. El lado derecho de la caja torácica era un agujero abierto, ribeteado por piel desgarrada y sangre coagulada. Allí dentro resonaba un tintineo y un repiqueteo. Por un instante David no pudo ver a una mujer; era sólo un monstruo, y quiso salir corriendo de allí, pero sus piernas no se movieron, y al cabo de unos segundos recuperó la sensatez. Volvió junto la cama.
Luego, determinó el origen de aquel sonido: unas pinzas hemostáticas. Eva tenía puestas dentro del tórax varias pinzas metálicas en los vasos sanguíneos rotos, que se agitaban y chocaban unas contra otras cuando ella se movía. Tragó con la boca seca y dijo:
– ¿Eva?
Ella giró la cabeza hacia él y abrió su único ojo.
Entonces, él lanzó un grito.
Vällingbyplan, 17:32
Mahler caminaba despacio por la plaza, el sudor le recorría el cuerpo por debajo de la camisa. Llevaba en la mano una bolsa de comida para su hija. Las palomas, de color grisáceo como los humos de los tubos de escape, revoloteaban torpemente a un palmo de sus pies.
Él mismo ofrecía el aspecto de un enorme palomo gris con aquella chaqueta raída comprada hacía quince años, cuando empezó a engordar y ya no pudo ponerse la que solía usar. Y otro tanto ocurría con los pantalones. Tenía la roja calva llena de pecas y del cabello sólo le quedaba una corona alrededor de las orejas. De igual manera que las palomas picoteaban los restos de las cajas tiradas alrededor de los puestos de salchichas, cualquiera podría imaginarse fácilmente que Mahler llevaba en la bolsa cascos de botellas vacías, rebuscados en los cubos de la basura.
No era así, pero daba esa impresión. Parecía un perdedor.
A la sombra de una de las tiendas de Åhlens, bajando hacia la calle Ångermannagatan, el hombre hundió los dedos de la mano libre bajo la doble papada y sacó el collar. Era un regalo de Elias. Sesenta y siete perlas de plástico de colores vivos ensartadas en sedal, y atadas alrededor de su cuello para siempre.
Mientras caminaba iba pasando las perlas una a una entre los dedos como si fueran las cuentas de un rosario.
Después de subir tres pisos de escaleras hasta llegar al apartamento de su hija, tuvo que pararse un rato para recuperar el aliento. Luego, abrió la puerta con la llave que llevaba. La vivienda estaba a oscuras, sofocante y maloliente a causa del calor y la falta de ventilación.
– Hola, hija. Soy sólo yo.
No hubo respuesta y se temió lo peor, como siempre.
Pero Anna estaba allí, y viva. Se acurrucaba en la cama de Elias, sobre la sábana con el dibujo del oso Bamse que Mahler le había comprado, y permanecía con la cara vuelta hacia la pared. Dejó la bolsa, saltó sobre los polvorientos bloques de plástico de Lego hasta llegar a la cama y se sentó con cuidado en el borde, a sus pies.
– ¿Cómo estás, hija?
Ella tomó aire por la nariz. Tenía la voz débil.