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– No hay que pagar aparcamiento, por lo menos -comentó David para romper el silencio.

Magnus abrió su puerta y bajó del coche con la cesta en brazos. Sture seguía con las manos sobre el volante. Miró hacia el grupo de gente agolpada ante las verjas.

– Tengo miedo -admitió.

– Sí -repuso su yerno-. Yo también.

El niño dio unos golpecitos en la ventanilla.

– Pero venga, ¡salid ya!

Sture recogió las muñecas antes de salir. Las apretaba muy fuerte entre las manos mientras se iba acercando a Eva.

La zona se hallaba rodeada con una alambrada levantada hacía poco, lo cual le confería el desagradable aspecto de un campo de concentración, cosa que, en el sentido literal de la expresión, también era: un campo de prisioneros. La perspectiva quedaba distorsionada porque la aglomeración de gente se encontrabafuera de la valla, mientras que el interior estaba vacío, salvo unos pocos edificios grises esparcidos por la explanada; esparcidos y cercados.

Había dos entradas y cuatro vigilantes en cada una. Aunque no portaban pistolas -ni siquiera porras, al parecer confiaban en la urbanidad de la gente-, resultaba difícil pensar que aquello fuera Suecia. A David le molestaba menos el aire represivo provocado por la alambrada y el gentío que la impresión de estar en un circo, donde el público esperaba jadeante e impaciente para ver qué se ocultaba detrás de las barreras. Y Eva se encontraba allí dentro, en el corazón de ese circo.

Se acercó un hombre joven y le puso un papel en la mano.

¿Te atreves a vivir sin Dios? El mundo se va a acabar. El hombre va a desaparecer. Por favor, por favor, por favor, regresa al seno de Dios antes de que sea demasiado tarde. Podemos ayudarte.

El papel estaba bien hecho: un texto bellamente impreso sobre una imagen pálida de fondo que representaba a la Virgen María. Le entregó el pasquín un hombre cuyo aspecto guardaba más parecido con el de un agente inmobiliario que con el de un fanático. David le hizo un gesto con la cabeza para darle las gracias y siguió caminando con Magnus de la mano. El hombre dio un paso a un lado y se colocó delante de ellos.

– Esto va en serio. Esto… -dijo, señalando el papel y encogiéndose de hombros-, estas cosas son difíciles de formular. No somos ninguna asociación, ni ninguna iglesia, pero lo sabemos, ¿vale? Todo esto… -Hizo un gesto envolvente hacia la alambrada-… todo esto se va a ir al infierno si no nos volvemos hacia Dios.

Lanzó una mirada compasiva a Magnus, y si hacía un par de segundos David se había dejado seducir por la labia humilde y ese «por favor, por favor, por favor», aquella mirada le hizo desencantarse; quizás el hombre estaba en lo cierto, pero era repulsivo.

– Perdona -le contestó, y se alejó con Magnus. El hombre no hizo ningún intento más para impedírselo.

– Locos -comentó Sture.

David se metió la cuartilla en el bolsillo; al poco vio tirados y esparcidos por la hierba otros folletos arrugados. Ocurrió algo dentro de la aglomeración: se volvió más compacta y apretujada. Se oyó un sonido que David reconoció enseguida; alguien estaba probando un micrófono.

– Uno, dos…

El trío se detuvo.

– ¿Qué hacen? -preguntó Sture.

– Ni idea -contestó David-. Será alguien que va a… actuar.

La impresión de fiesta popular al aire libre no hacía más que aumentar. Pronto aparecería en el escenario el cantante Tomas Ledi para interpretar un par de canciones. A David se le encogió el estómago. Su padecimiento aumentó hasta englobar toda la situación, y temió que aquello fuera un rotundo fracaso ante el suplicio de tener que mirar a un cómico que no es divertido ni ha comprendido qué es lo que está pasando.

El ministro de Sanidad se acercó al micrófono. Se oyeron algunos abucheos dispersos, pero enmudecieron al no hallar acogida. David miró a su alrededor. Pese a que la tele y los periódicos los últimos días no habían hablado de otra cosa más que de los redivivos, él no había sido capaz de considerar aquel drama más que como el suyo propio. Ahora lo veía de otra manera.

Varias cámaras de televisión sobresalían por encima del gentío, otras más estaban reunidas ante la tribuna donde ahora el ministro de Sanidad se colocaba bien la chaqueta, se inclinaba hacia delante y probaba el micrófono…

«Camaradas, asistentes…».

… y dijo:

– Bienvenidos. Como representante del gobierno, antes que nada quiero pediros disculpas. Esto se ha demorado demasiado tiempo. Gracias por vuestra paciencia. Como comprenderéis, esta situación nos cogió por sorpresa y tomamos una serie de decisiones que tal vez ahora pueda parecernos que no fueron tan acertadas…

Magnus tiró de la mano de su padre y él se agachó para oírle.

– ¿Sí?

– Papá, ¿por qué habla este señor?

– Porque quiere gustar a todos.

– ¿Qué dice?

– Nada. ¿Quieres que coja a Baltasar?

El pequeño negó con la cabeza y apretó la cesta con más fuerza contra el pecho. David pensaba que debía de tener los brazos cansados, pero no insistió. Vio a su suegro con los brazos cruzados sobre el cuerpo y el ceño fruncido. Quizá el temor de David ante una actuación desafortunada no iba tan desatinado. Por suerte, el ministro tuvo la sensatez de acabar pronto y ceder la palabra a un hombre vestido con un veraniego traje claro que se presentó como el jefe de neurología de Danderyd.

De sus primeras palabras se desprendía que él no era partidario de aquella presentación tan espectacular, aunque no lo dijo a las claras.

– Vayamos al motivo concreto de mi intervención: se han propagado muchos infundios y especulaciones, pero lo cierto es que la gente puede leerse los pensamientos cuando está cerca de los redivivos. No voy a alargarme explicando que todos nosotros hemos intentado rechazar esos hechos, negarlos o atenuarlos. El fenómeno persiste… -Apuntó hacia la zona con un gesto que David juzgó innecesariamente teatral-. Cuando crucéis esas verjas vais a percibir los pensamientos de quienes se hallen a vuestro alrededor. Aún no sabemos cómo se produce este fenómeno, pero debéis estar preparados para esa experiencia, que no es totalmente… agradable.

El neurólogo guardó silencio un momento y dejó que sus palabras surtieran efecto; era como si hubiera esperado que algunas personas salieran inmediatamente del grupo y abandonaran la zona por miedo a aquella experiencia tan terrible. No sucedió tal cosa. David, cuyo trabajo consistía en manejar los sentimientos del público, se dio cuenta de que la impaciencia estaba empezando a crecer entre los asistentes. La gente cambiaba de pie y se rascaba los brazos o las piernas. No estaban interesados en conocer esas consideraciones, sólo querían entrar a ver a sus muertos.

El neurólogo no se dio por vencido.

– El efecto es menos perceptible ahora que vuestros redivivos han sido instalados por separado. Ésa es una de las razones de que estemos aquí, pero la anomalía aún perdura, y quiero pediros que en la medida de lo posible… -El neurólogo ladeó la cabeza y dijo en un tono ligeramente jocoso-:… que intentéis pensar cosas buenas, ¿de acuerdo?

La gente miraba a su alrededor, se observaban los unos a los otros, algunas personas sonrieron como para demostrar ante los demás la benignidad de sus pensamientos. A David se le agudizó el dolor de estómago, como si fuera una señal premonitoria de que todo aquello estaba a punto de saltar por los aires, y se agachó apretándose el vientre con las manos.

– Bien, eso era cuanto tenía que decir -concluyó el neurólogo-. En la entrada os informarán exactamente de dónde se encuentra la persona a la que buscáis. Gracias.

David percibió un roce de ropas cuando el tropel de gente se puso en movimiento hacia delante. Si se movía, iba a cagarse encima.