– Papá, ¿qué te pasa?
– Me duele un poco el estómago. Se me pasará.
Sí. La presión remitió fugazmente y fue capaz de ponerse derecho; entonces, miró por encima de las cabezas de miles de personas que se dividían en dos grandes grupos mientras se agolpaban ante las verjas. Sture sacudió la cabeza y dijo:
– Esto va a tardar horas de esta manera.
«Eva, ¿estás ahí?».
A modo de prueba, David envió un pensamiento lo más fuerte posible, pero no obtuvo respuesta. ¿Dónde empezaba, exactamente, ese «campo» del que hablaban, y por qué podían las personas oírse exclusivamente unas a otras y no a los redivivos?
Se acercó a ellos y les saludó un policía que merodeaba ocioso en medio de aquel pacífico tropel de gente. Ellos le devolvieron el saludo y el agente señaló la cesta que Magnus llevaba en los brazos.
– ¿Qué llevas ahí?
– A Baltasar.
– Es su conejo -explicó David-. Cumple años hoy y… -Se calló, sospechando que holgaba tal aclaración.
El policía sonrió.
– Felicidades, entonces. ¿Has pensado entrar con el conejo?
Magnus miró a su padre.
– Sí, eso es lo que habíamos pensado -contestó éste. No se atrevió a mentir por miedo a que el niño dijera otra cosa.
– No es muy apropiado.
Sture dio un paso al frente.
– ¿Y eso por qué? -preguntó-. ¿Por qué no puede llevar consigo el conejo?
El agente mostró las palmas de las manos en un gesto inequívoco: «Yo sólo cumplo órdenes».
– No está permitido llevar animales dentro, es cuanto sé -contestó-. Lo siento.
El policía se alejó y Magnus se sentó en el suelo con la cesta en las rodillas.
– Yo no entro.
Sture y David se miraron el uno al otro. Ninguno de los dos quería quedarse fuera con el niño, evidentemente, y quedaba descartado dejar a Baltasar en el coche. David miró enfadado al policía, que seguía dando vueltas con las manos a la espalda, le habría gustado pulverizarle con el pensamiento.
– Vamos a alejarnos un poco más allá.
Describiendo un cuarto de círculo amplio, se alejaron del gentío y llegaron a una zona de bosque en donde David, para su alivio, comprobó que habían colocado dos aseos públicos. Se disculpó y entró en el que parecía menos castigado por los actos de vandalismo, se sentó y explotó en una especie de liberación. Cuando hubo terminado, descubrió que no había papel. Intentó utilizar el folleto que le habían dado, pero el papel satinado sólo empeoró la situación. Se quitó los calcetines, se aseó con ellos y los tiró al agujero.
«Así… ahora…».
Se sintió mucho mejor. Todo iba a salir bien. Se ató los cordones de los zapatos en torno a los pies desnudos y salió. Abuelo y nieto estaban esperándolo, y parecía que guardaban algún secreto.
– ¿Qué pasa? -preguntó David.
Sture se abrió un poco la chaqueta, como si fuera un contrabandista, y le enseñó el bolsillo interior, donde sobresalía la cabeza de Baltasar. El niño soltó una risita y Sture se encogió de hombros. «Si cuela, cuela». David no tenía ninguna objeción al respecto. Ahora se encontraba limpio por dentro, aliviado y optimista. Justo lo que el neurólogo había ordenado.
Volvieron hacia las verjas. Sture se quejaba de que Baltasar estaba tratando de mordisquearle la camisa y Magnus se reía. David miró a Sture, que sobreactuaba con su chaqueta, y sintió un enorme agradecimiento. Aquello no habría sido posible sin él. La preocupación por ver cómo podrían introducir de extranjis a Baltasar parecía haber desviado totalmente la atención de Magnus del encuentro inminente.
Llegaron a la entrada a tiempo de presenciar otra presentación. La muchedumbre había disminuido considerablemente durante su ausencia, por lo que los vigilantes no podían ser especialmente estrictos en el control de identificación de los familiares, pero sucedió algo delante, en la tribuna, antes de que volvieran a la fila.
Dos señoras mayores subieron al escenario y conectaron el sistema de sonido de los altavoces; una de ellas se acercó al micrófono antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar.
– ¡Atención! -gritó, y asustada por la fuerza de su propia voz, se retiró un poco. La otra señora se llevó la mano a la oreja. La que había hablado cobró ánimo, avanzó otra vez y repitió-: ¡Atención! Sólo quiero decir que esto es un error. Los muertos han despertado porque sus almas han regresado. Esto tiene que ver con nuestras almas. Todos nosotros estamos perdidos si no…
No tuvo tiempo de decir nada más. Los altavoces se apagaron y su fórmula para no condenarse sólo pudieron oírla quienes estaban justo allí delante. Un hombre muy corpulento vestido de traje, probablemente algún tipo de guardia de seguridad, subió al escenario, alejó a la señora del micrófono sin contemplaciones y la hizo bajar de la tribuna. La otra señora bajó detrás.
– Papá -preguntó Magnus-, ¿qué es el alma?
– Algo que algunas personas creen que llevamos dentro de nosotros.
El niño se palpó el cuerpo con las manos en un intento de sentirla.
– ¿Y dónde está?
– En ningún sitio concreto. Es, como si dijéramos, un pequeño fantasma invisible del que surgen todos los pensamientos y los sentimientos. Algunos creen que cuando morimos abandona el cuerpo.
– Yo lo creo -contestó el chico.
– Sí -dijo David-, pero yo no.
Magnus se volvió hacia su abuelo, que tenía la mano en el pecho como si estuviera a punto de darle un infarto.
– ¿Abuelo? ¿Tú crees en el alma?
– Sí -respondió Sture-. Totalmente. También creo que estoy a punto de tener un agujero en la camisa. ¿Podemos acercarnos ya?
Se pusieron al final de la cola. Había todavía unas doscientas personas delante de ellos, pero la fila avanzaba a buen ritmo. Dentro de diez minutos estarían dentro.
Heden, 12:15
Cuando Flora llegó a Heden y vio la afluencia de personas y lo deprisa que avanzaban las colas, aumentaron sus esperanzas de conseguir entrar. Ella no tenía el mismo apellido que su abuelo ni ninguna manera de demostrar su parentesco. Había telefoneado a Elvy por la mañana para que le firmara una autorización, pero, como de costumbre, sólo había podido hablar con una vieja, que le dijo que Elvy estaba ocupada.
Se colocó en una de las filas que avanzaba hacia las verjas. Los últimos días había hablado a menudo con Peter, que había evitado ser descubierto durante las tareas de limpieza y había permanecido escondido en su sótano. No obstante, la tarde anterior se le había acabado la batería y no tenía ninguna posibilidad de salir hasta algún sitio donde hubiera alguna toma de electricidad mientras continuara la febril actividad de adecentar la zona.
«Joder, cómo tienen que haber trabajado».
Buena muestra de ello era la proeza de levantar en dos días aquella valla, que a buen seguro tenía más de tres kilómetros de longitud, que se extendía alrededor de toda la zona. Una de las pocas veces que Peter se había aventurado a salir, le había contado que aquello estaba lleno de soldados y que el trabajo no cesaba ni durante la noche. Habían conseguido mantener alejada a la prensa, o habrían llegado a algún tipo de acuerdo, y nadie había escrito nada sobre Heden hasta que el primer ministro dio a conocer oficialmente la noticia.
Flora avanzó poco a poco, colocándose la mochila que llevaba llena de fruta para Peter. Le resultaba insoportable estar entre la gente, así que se puso a contar mentalmente los números primos: «Uno, tres, cinco, siete, once, trece, diecisiete…».
Ese miedo palpable en las calles no era nada comparado con el allí reinante. Orientara hacia donde orientase sus antenas, captaba las mismas señales. La gente parecía como siempre, probablemente con la mirada algo más perdida o más decidida, pero por dentro percibía monstruos abisales y terror ante la idea de encontrarse frente a lo absolutamente desconocido, frente alo otro.