«¡Basta!».
Así estaban las cosas. Durante un breve instante, cuando intentaba arrancar el motor, él también la había oído. ¿Por qué entonces y no ahora? ¿Qué fue lo que hizo él en ese instante para que…?
Alzó la mirada y sintió un estremecimiento al no reconocer la línea costera. Iban dejando atrás islas desconocidas y sin ningún rasgo orientativo. Un par de segundos después de que él pensara eso, Anna también se puso de pie y oteó por la borda. Mahler recorrió con la mirada las islas que iban surcando con pánico creciente. Nada. Sólo islas. Era como despertarse en una habitación desconocida donde uno se hubiera acostado borracho como una cuba: su desorientación era total, le embargaba la sensación de encontrarse en otro mundo.
Anna señaló por encima de la borda de babor y gritó:
– ¿No es ése el islote de Botveskär?
Él entornó los párpados para proteger los ojos de los destellos del sol y divisó una baliza blanca a lo lejos, en el extremo de una isla. ¿Era Botveskär? «Entonces, la baliza blanca que está enfrente será Rankarögrund, y… sí, coincidía el mapa». Giró hacia el este y en un minuto volvió a salir a la ruta marítima. Miró a Anna y pensó «gracias». Ella asintió con la cabeza y volvió junto a Elias.
Después de navegar un cuarto de hora en silencio se acercaron a Remmargrund. Mahler oteaba hacia el sur para localizar el estrecho por donde debían entrar cuando oyeron un ruido por encima del rugido del motor; un sonido más grave, un traqueteo de frecuencia más baja. Él miró alrededor sin localizar el ferry que esperaba ver.
«Foumfoumfoum».
Se preguntó si no sonaría sólo dentro de su cabeza. Aquel fragor no se parecía en nada al ruido silbante que le había taladrado cuando estaba en la cocina. Volvió a mirar a su alrededor y esta vez sí descubrió el origen del ruido: la hélice de un helicóptero. Anna se agachó y cubrió a Elias con la manta tan pronto como él asoció el sonido con el helicóptero.
Mahler trató de pensar alguna alternativa de actuación y sólo halló una: continuar sentado sin hacer nada. Estaban solos en el mar en una pequeña embarcación. No había manera de protegerse ni de esconderse. El aparato, una nave del ejército, ahora lo veía, estaba casi encima de ellos, y las imágenes deApocalypse Now le pasaron por la cabeza veloces como centellas: el dedo en el disparador, misiles, explosiones en el agua, el bote hecho pedazos, ellos volando muchos metros por los aires, hasta el punto de que quizá alcanzaran a vislumbrar la costa desde otra perspectiva antes de que todo se apagara.
«Suecia», pensó. «Suecia». No se hace así. Aquí. Ahora.
El helicóptero pasó por encima de ellos y Gustav se puso tenso, esperaba oír una voz procedente de un megáfono que dijera: «Apaga el motor» o algo por el estilo, pero el aparato giró súbitamente hacia el sur y se fue empequeñeciendo en el cielo. Mahler sonrió con alivio al tiempo que se reprendía a sí mismo.
Las islas. La libertad. Sí. Y a menos de una milla náutica de Hamnskär, la mayor base militar de este archipiélago. Pero ¿qué más daba?
«¿Dónde esconderemos la carta que nadie puede encontrar? En el cajón de la correspondencia, por descontado».
Quizá sólo fuera una ventaja.
Siguió con la vista al helicóptero cada vez más pequeño y vio el estrecho, giró y siguió los pasos del enemigo.
El nivel del agua estaba tan bajo que muchos de los escollos más traicioneros sobresalían por encima de la superficie o se intuían como manchas verdes donde las olas rompían de un modo diferente. Para su propia sorpresa, recordaba bien el camino. Llegaron a su destino tras otros veinte minutos a velocidad media.
Su mayor preocupación, por supuesto, era que hubiese gente en la casa. Mahler no lo creía, dadas las fechas, pero no podía asegurarlo. Redujo la velocidad y avanzó a dos nudos por el estrecho que discurría entre las islas. No había ningún barco en el embarcadero y ésa era una prueba cien por cien segura de que no había nadie allí.
El viaje les había llevado casi una hora y Mahler había tenido tiempo suficiente de refrescarse con el viento. Apagó el motor y se deslizó hasta el embarcadero. Aquí entre las islas no corría apenas el viento y el silencio era maravilloso. El sol de la tarde se reflejaba en el mar y todo respiraba calma.
Habían estado aquí un par de veces antes, comiéndose unos bocadillos en las rocas y bañándose; les gustaba esta isla pelada en la frontera del mar de Åland. Gustav solía soñar con poder comprar algún día una de las dos casetas de pescadores con que contaba esa isla; otras construcciones no había.
Anna se levantó y miró por encima de la borda.
– ¡Qué bonito es!
– Sí.
Las rocas, lisas en la orilla, empezaban a cubrirse bajo un manto de enebro conforme se avanzaba hacia el interior del islote, donde había prados de brezos y algunos alisos. Era una isla de vegetación poco variada y pequeña, podía rodearse en un cuarto de hora. Era un mundo que podía abarcarse con la vista.
Atracaron en silencio y se dirigieron con Elias y el equipaje hacia una de las cabañas. Mahler era quien más había hablado los últimos días. Se quedaron en silencio cuando ya no fue necesario decir nada.
Colocaron a Elias sobre un lecho de brezos envuelto en la manta y empezaron a buscar la llave. Miraron en la letrina que estaba a cincuenta metros de la casa y observaron que los excrementos que había en el agujero estaban secos. Hacía tiempo que no había estado nadie allí. Miraron debajo de las piedras sueltas próximas a las escaleras, en los agujeros y bajo los maderos, pero la llave no aparecía.
Mahler extendió las herramientas encima de la roca, buscó con la mirada la aprobación de Anna y la obtuvo. Introdujo la palanqueta en el resquicio de la puerta, golpeó con el martillo para que entrara más y la forzó. La cerradura cedió inmediatamente. El marco de la puerta estaba algo pasado: la placa de la cerradura quedó suelta y la puerta se abrió.
Por el quicio salió una tufarada de aire cerrado. Era una buena señal, eso indicaba que la cabaña no estaba tan mal aislada como hubieran podido imaginarse. Por si se veían obligados a permanecer allí mucho tiempo. Mahler revisó la cerradura. Un buen trozo de la madera del marco se había resquebrajado y al dueño le iba a resultar difícil la reparación. Mahler suspiró.
– Tendremos que dejarle un poco de dinero cuando nos marchemos.
Anna miraba a su alrededor, familiarizándose con la isla, reposada a la luz de la tarde, y dijo:
– O mucho dinero.
La casa de dos habitaciones tenía unos veinte metros cuadrados. Carecía de electricidad y agua corriente, pero la cocina disponía de un hornillo de gas con dos placas conectado a una bombona grande de propano. Sobre la encimera había un depósito de agua con su grifo. Mahler lo levantó. Estaba vacío. Se dio una palmada en la cabeza.
– Agua -dijo-. Se me ha olvidado el agua.
Anna estaba a punto de entrar en la otra estancia para acostar a su hijo, pero en ese momento se detuvo y señaló al redivivo con un gesto de la cabeza.
– A ver, eso es algo que no entiendo. ¿Por qué no le damos agua del mar y ya está?
– Sí -admitió Mahler-. Seguro que podemos hacerlo. Pero ¿y nosotros? Nosotros no podemos beber agua del mar.
– ¿No hay ni una gota de agua potable?
Mahler inspeccionó la cocina mientras Anna acostaba a Elias. Halló la mayor parte de las cosas que había esperado encontrar y por eso no se había molestado en traer: platos, cubiertos, dos cañas de pescar y una red, pero nada de agua. Finalmente abrió el frigorífico, también conectado a una bombona de gas, y encontró un frasco deketchup y unas latas de sardinas en salsa de tomate. Desenroscó un poco la bombona de gas y verificó que estaba vacía.