Sin embargo, no tenía el cuerpo encogido. Se mantenía derecho, rígido, tenso, con las piernas estiradas y mirando a un punto fijo delante de él. Sus ojos se encontraban demasiado hundidos en el cráneo para poder determinar a dónde dirigía la mirada exactamente, pero tenía la cabeza mirando directamente al frente.
Una rana brincaba entre sus piernas. Flora creyó por un instante que se trataba de una rana de verdad, pero, después de observar los saltos mecánicos durante unos segundos, comprendió que era de juguete. Arriba y abajo, arriba y abajo saltaba la rana y el muerto seguía sus movimientos con la boca abierta. A través de la ventana llegaba un débil clic clac, clic clac.
Los movimientos se fueron volviendo poco a poco más lentos y los saltos de la rana cada vez más torpes. Al final, no eran más que pequeñas sacudidas agónicas de sus patas, y después se paró del todo.
El muerto se inclinó hacia delante y puso la mano encima de la rana, le dio un par de golpecitos. Al ver que no pasaba nada, levantó la rana hasta la altura de los ojos, la observó detenidamente y toqueteó con sus dedos huesudos la chapa reluciente de la rana. Encontró una cuerda y estuvo dándole vueltas un buen rato. Luego, volvió a poner la rana en el suelo, donde ésta empezó de nuevo a saltar, observada con el mismo interés.
Flora dejó de mirar por la ventana y se rascó la cabeza, que aún era un campo de gritos llenos de angustia, un tormento que ella llevaba dentro y no era suyo. Entró en el patio más cercano, donde observó las fachadas grises, las hileras de ventanas arregladas y el vacío entre los portales ahora que la gente había ido donde estaban los suyos.
«El infierno. Esto es el infierno».
Tal vez antes había pensado que ese lugar daba miedo -toda aquella basura y las peleas en apartamentos desprovistos de muebles-, pero aquello no era nada en comparación con lo que sentía ahora. Habían limpiado hasta el último grano de suciedad de la zona de acceso y un olor a desinfección flotaba en el aire. Habían arreglado y acondicionado los apartamentos, los muertos tenían un sitio donde vivir y, en realidad, sólo eran tumbas nuevas. Sentados, quietos en la tumba, con la vista fija en un movimiento que se repetía eternamente. El infierno.
La chica se dirigió al centro del patio, donde quizá alguna vez se planeó erigir un parque infantil, pero sólo habían llegado a colocar los postes de los columpios y un par de bancos. Se dejó caer pesadamente en uno de ellos y se apretó las muñecas contra los ojos hasta que llegó a ver soles explotando.
«Pero el campo… las presencias…».
De uno de los portales salieron un par de personas cabizbajas, un hombre y una mujer. El hombre iba pensando algo de «considerarla muerta» y la mujer era una niña pequeña, se echaba en los brazos de su madre.
Flora se descolgó la mochila, la dejó a su lado en el banco y se acurrucó. El patio de Peter se encontraba a unos doscientos metros, y ella no se sentía ahora con fuerzas de ir hasta allí. Sólo deseaba que aquel campo se debilitara un poco, pero por todas partes se percibía un movimiento intenso, una cacofonía de repugnancia y repulsa que no hacía más que alimentarlo.
El cristal de una ventana se rompió en algún lugar detrás de ella. Flora miró hacia allí, pero sólo alcanzó a ver el reflejo de los trozos que cayeron al suelo y se dispersaron. En algún sitio resonó un grito, pero era difícil de comprender, y eso la tranquilizó. La presión comenzaba a aflojar. Ella sonrió.
«Ahora empieza».
Sí. Empezó como una aspiración lejana, como una nube de mosquitos en una noche de verano: uno puede oírla pero no puede verla. Se iba acercando, atravesando todos los demás sonidos.
Algo se acercaba.
Aquel sonido agudo, ahora penetrante, se materializó físicamente, convirtiéndose en una fuerza dirigida directamente contra ella que la obligó a agachar la cabeza hacia la derecha.
Quizá tuviera que ver con su percepción extrasensorial, pero ella pudo localizar exactamente el origen del ruido; procedía de un punto situado diez metros a su izquierda, en diagonal, y ella comprendió también el significado de ese sonido: no debía mirar en esa dirección.
La fuente de aquel ruido cambió de posición, alejándose de ella.
«¡No tengo miedo!».
Haciendo un gran esfuerzo con los músculos del cuello, como si tratara de enderezarse bajo un gran peso, giró la cabeza hacia arriba a la izquierda, y vio…
Se vio a sí misma saliendo fuera de sí.
La chica que estaba cruzando el patio lucía un traje demasiado grande, exactamente igual que el suyo, una mochila idéntica, el mismo pelo rojo y despeinado. La única diferencia era el calzado. La chica llevaba su calzado favorito, las zapatillas deportivas rotas, pero aquella chica las tenía nuevas.
La muchacha se detuvo, como si hubiera notado la mirada de Flora en la espalda. Dentro de su cabeza no cesaba ni un instante el chirrido metálico, como de un esmeril, y fue incapaz de levantarse y seguirla cuando ésta echó a andar de nuevo y se dirigió a la entrada del patio siguiente. A Flora no le quedaban fuerzas en las piernas, se hundió en el banco, sollozó y desvió la mirada. El chirrido enmudeció.
Flora cerró los ojos, se tumbó en el banco con la mochila de cojín, se volvió de espaldas al sitio donde había visto a la chica y se rodeó a sí misma con los brazos.
«La he visto», pensó. «Ella ha estado aquí y yo la he visto».
Heden, 12:55
No resultó fácil encontrar el 17 C. Habían puesto carteles nuevos iguales a los que indican las distintas secciones en los hospitales, pero sin quitar los viejos. El resultado era una mezcla de indicaciones contradictorias para localizar los números de las calles entre edificios idénticos. Aquello parecía más bien un laberinto en donde la gente iba dando vueltas como las ratas en la caja de Skinner, y no había nadie a quien preguntar cómo se llegaba.
Además, era difícil pensar o concentrarse. La confusión de otras personas -otras cifras, otros pensamientos- se abría paso dentro de su mente tan pronto como David creía haber comprendido el sistema, y era como tratar de hacer una cuenta mientras alguien sentado a tu lado está repitiendo números al azar. Y si no eran las cifras ni la propia búsqueda, entonces era el miedo, ese tremendo desasosiego ensordecedor que yacía en el fondo de todo.
«Un trago. Alcohol. Tranquilo».
Le entraron unas terribles ganas de beber, y no sabía si las ganas eran suyas o eran de Sture. Probablemente fuera una combinación de las ganas de ambos, y una mezcla de vino y whisky giraba dentro de una boca imaginaria.
Lo desagradable de la telepatía no era tanto el hecho en sí de que él pudiera leer los pensamientos de Sture, de Magnus o los de otros como el no saber cuáles eran los suyos propios.
Ahora comprendía por qué la situación en el hospital se había vuelto insostenible. Sin embargo, lo normal era que los pensamientos ajenos fueran más débiles, un rumor de fondo de voces, imágenes. Al cabo de diez minutos de confusión, empezó a poder distinguir su propia consciencia en medio del rumor, pero cuando los redivivos habían estado más juntos unos de otros, debía de ser casi imposible, con todos los «yoes» y los «míos» entrando y saliendo, entremezclándose como acuarelas.