(Vía de escape).
Labbskäret, 16:45
Las sombras ya se habían alargado cuando Mahler se levantó de su escondrijo y regresó a la cabaña. Le dolía el cuerpo después de permanecer tanto tiempo sentado en la piedra. Había permanecido fuera más tiempo del estrictamente necesario para tranquilizarse. Quería demostrarle a Anna cómo sería todo si él, el que estaba de más, desapareciera.
En la roca situada fuera de la casa había un viejo soporte para secar las redes, tres grandes ganchos en forma de T. Bajo uno de ellos estaba Anna canturreando y tendiendo la ropa de Elias que había lavado con jabón y agua salada. Parecía muy animada, en absoluto angustiada, como Mahler se había esperado.
Ella oyó sus pasos en la roca y se volvió.
– Hola, ¿dónde has estado?
Mahler dio un manotazo al aire y Anna ladeó la cabeza, mirándole.
«Como si yo fuera un niño», pensó Mahler, y ella se echó a reír y asintió. El sol, en el horizonte, le arrancó un destello burlón en la mirada.
– ¿Has encontrado algo de agua? -preguntó él.
– No.
– ¿Y no estás preocupada?
– Sí, pero… -Anna se encogió de hombros y colgó dos calcetines pequeños en el mismo gancho.
– Pero ¿qué?
– Creía que ibas a ir tú a buscarla.
– Pues a lo mejor no tengo ganas.
– Ah, es eso. Entonces vas a tener que enseñarme cómo funciona el motor.
– No te pases.
Anna le devolvió una mirada de significado elocuente: «No te pases tú», y su padre entró en la casa a regañadientes. El chaleco salvavidas más grande era demasiado pequeño para él, parecía un bebé gigante cuando se ajustó el cinturón sobre la tripa, así que pasó del chaleco. De pronto, todo empezaba a perder importancia. Entró a ver a Elias, tumbado en la cama bajo el cuadro del trol, pero no sintió deseo alguno de acercarse a él. Cogió el bidón de agua y salió.
– Bueno -dijo-, pues tendré que ir yo.
La chica había tendido toda la colada. Se agachó y apoyó las manos sobre las rodillas.
– Papá -le dijo suavemente-. No sigas así.
– ¿Que no siga cómo?
– Que no sigas, simplemente. No hay necesidad.
Mahler pasó junto a ella y bajó hacia la barca.
– Conduce con cuidado -le pidió Anna.
– Claro, claro.
Cuando el ruido del motor se perdió entre las islas, Anna se tumbó de espaldas sobre la roca recalentada por el sol, colocándose de manera que el calor llegara todo lo posible hasta su piel. Después de permanecer un rato allí tumbada, entró en busca de Elias y lo tumbó a su lado en la piedra envuelto en el edredón.
Ella se volvió de lado hacia él, apoyando la cabeza en la mano, y se concentró en un punto de su arrugada frente marrón con manchas negras.
«¿Elias?».
Recibió una respuesta no expresada con palabras; de hecho, ni siquiera era una respuesta, sino más bien una muda constatación de que estaba ahí. Elias había hablado realmente con su madre en contadas ocasiones, la última vez fue cuando ella estaba cortando el césped mientras su abuelo seguía con aquellos ejercicios absurdos.
Ella estaba quitando una piedra que se había quedado atascada dentro del cortacésped, cuando la voz clara y nítida de su hijo le invadió la cabeza:
«¡Mamá, ven! El abuelo está enfadado. Voy a…».
Elias no llegó más allá antes de que su voz se ahogara en un sonido cortante, silbante. Cuando ella entró en la casa, Elias estaba en el suelo con la silla encima y el sonido agudo desapareció, al tiempo que perdió todo contacto con él.
La vez anterior fue de noche. Ella apenas dormía y cuando conciliaba el sueño era por puro agotamiento. Le resultaba difícil dormir sabiendo que Elias estaba en su cama con la vista en el techo y que le dejaba solo cuando desaparecía en el espacio cerrado del sueño.
Se había adormilado en un colchón al lado de la cama de Elias cuando su voz la despertó, pegó un salto, se sentó y le vio allí tumbado en su cama con los ojos abiertos.
– ¿Elias? ¿Has dicho algo?
– «Mamá…».
– ¿Sí?
– «No quiero».
– ¿Qué es lo que no quieres?
– «No quiero estar aquí».
– ¿No quieres estar aquí, en la casa de veraneo?
– «No. No quiero estar… aquí».
El redivivo interrumpió la conversación en cuanto se oyó un silbido, antes de que ese sonido sibilante aumentara de volumen y resultara insoportable. Anna percibió con claridad tangible cómo su hijo se agazapaba en el interior de sí mismo hasta desaparecer. Por unos instantes, mientras madre e hijo hablaban, algo había animado a Elias, pero al cabo de un momento, cuando lo recobró, ya sólo fue posible entablar una precaria comunicación sin palabras.
Y otra cosa más.
Cada retirada de Elias tenía un único motivo: el miedo. Ella lo sabía. Elias temía algo relacionado con aquel sonido silbante.
Sobre la roca a la luz del sol, con esa cara de momia sobresaliendo del edredón, quedaba claro, terriblemente claro, que el cuerpo de Elias sólo era ese caparazón del que hablaban. Ese pellejo seco y arrugado escondía en su interior algo innombrable que no era de este mundo. Elias, ese niño que se había balanceado en los columpios y al que le habían gustado las nectarinas, no iba a volver. Ella lo había comprendido ya durante aquellos primeros minutos en el dormitorio de Mahler en Vällingby.
«Y, sin embargo, sin embargo…».
Ella ahora podía valerse por sí misma. Tendía la ropa y canturreaba canciones, lo cual no habría podido hacer de ninguna de las maneras una semana antes. ¿Por qué?
Porque ahora sabía que la muerte no lo era todo.
Tantas veces como había bajado a Råcksta y se había sentado junto a la tumba y le había hablado en susurros, tendida sobre la lápida. La mujer sabía entonces que el cuerpo de su hijo se hallaba allí abajo, pero también sabía que él no la podía oír, que, en realidad, no quedaba nada de él. Que Elias solamente había sido la suma de columpios, nectarinas, bloques de Lego, sonrisas, cabezonerías, y «mamá, dame otro beso de buenas noches». Cuando todo aquello había desaparecido, sólo quedaban los recuerdos.
Estaba completamente equivocada, y ésa era la razón de que ahora tarareara canciones. Elias estaba muerto, pero no había desaparecido.
Anna abrió un poco el edredón para que le entrara algo de aire. Elias todavía olía mal, pero no como al principio. Era como si lo que podía oler mal se hubiera… consumido.
– ¿De qué tienes miedo?
No hubo respuesta. Le aireó el pijama por encima del vientre y salió una tufarada de aire podrido. Le cambiaría en cuanto se secara la ropa. Se quedaron en la roca hasta que el sol descendió hacia el mar de Åland, empezó a levantarse una brisa fresca y Anna llevó a Elias dentro.
La ropa de la cama olía a moho, así que la sacó fuera y la colgó de un aliso próximo a la casa. Encontró un quinqué y lo llenó de queroseno para cuando se hiciera de noche. Comprobó si funcionaba la chimenea quemando unos papeles y abriendo el tiro. El humo se quedaba dentro. Probablemente la chimenea estaría tapada; quizá algún pájaro había construido su nido en ella.
Anna se untó unas rebanadas de pan con huevas de bacalao, llenó un vaso de leche, salió y se sentó en la piedra. Después de comerse las rebanadas bajó hasta la orilla para comprobar qué era aquella cosa grande y plateada oculta entre la hierba y que ya le había llamado la atención antes.
Al principio no comprendió qué podía ser ese gran cilindro lleno de agujeros. Era el típico objeto que uno tiraba hacia arriba, le sacaba una foto y luego podía asegurar que era un ovni. Más tarde comprendió que era el tambor de una lavadora, que usaban los pescadores como nasa.