Выбрать главу

Miró el camino hasta la tienda. No tenía fuerzas.

Estaba seguro de poder llegar a su destino con el combustible que le quedaba. La vuelta era más insegura.

Tal vez hubiera gasolina en algún sitio de la casa. Había visto un bidón debajo del fregadero, pero no había comprobado si había algo en él. Era cierto que los bidones de agua se los había encontrado vacíos, pero la gasolina podía uno tenerla almacenada durante mucho tiempo.

Probablemente en el bidón había gasolina de reserva para una situación similar a la de ellos. Sí, lógicamente. Seguro que había gasolina en el bidón. Y si no había, pues para eso tenían los remos.

No le gustaba aquella situación. Debería volver a subir a la tienda. Sin gasolina iban a estar abandonados a…

«¿A qué?».

A los elementos. A la buena de Dios.

Pero seguro que había gasolina en aquel bidón.

Se sentó de nuevo en el bote. Y se alejó de tierra y de todo vestigio de normalidad.

* * *

Eran las 20:30 cuando se acercaba a la zona donde debía girar hacia el sur. No era capaz de reconocer con exactitud su posición. El sol sólo era una línea roja en el horizonte y el anochecer confería a las islas un aspecto diferente. Aún podía divisar el poste de la isla de Manskär, pero le parecía que estaba demasiado desplazado a la derecha.

«Debo de haberme alejado demasiado».

Dio la vuelta al bote y volvió por el mismo camino. Seguía sin saber dónde estaba. Con la luz del crepúsculo declinando lentamente, era cada vez más difícil calcular la distancia. Qué era una sola isla grande y qué un grupo de islas pequeñas.

Gustav se mordía los nudillos.

No tenía carta náutica de las islas ni combustible de reserva. Lo único que tenía para guiarse, su única salvación, eran las pocas referencias en tierra que conocía, y ninguna de ellas estaba la vista.

Ahogó el motor tanto como se atrevió sin arriesgarse a que se le parara, y lo dejó en punto muerto. Trató de tranquilizarse, escudriñar las islas, repasar mentalmente el recorrido que había hecho. Mientras tuviera localizada la ruta de los ferries no había riesgo de que se perdiera totalmente. Miró a su alrededor. Un ferry procedente del mar de Åland se acercaba a gran velocidad. Era uno de los que cubría la ruta hacia Finlandia. Tenía encendidas más luces que en un carnaval.

Mahler no quería abandonar esa ruta, pero el barco le obligaba a ello. Se acercó despacio a las islas y dejó la vía libre. Si el ferry se lo llevaba por delante, sobre el capitán no caería ni la más mínima sombra de culpabilidad, puesto que habría que añadir las luces de navegación a la lista de cosas que Mahler debería tener y no tenía.

Pasó el ferry. A través de las ventanas iluminadas Mahler pudo ver un montón de personas despreocupadas. Le habría gustado estar con ellas ahí dentro. Volar sencillamente a través de la ventana, aterrizar en el bar, beber cubatas hasta que estuviera vacía la cartera, escuchar música pop carente de contenido y mirar de reojo a las chicas que desaparecieron de su vista hacía más de treinta años. Quizá escuchar a algún estonio solitario contarle su triste historia mientras el alcohol lo cubría todo con un velo de disculpa.

Pasó el ferry. Pasaron sus luces y Mahler se quedó de nuevo sólo en la oscuridad.

Miró el reloj; eran las nueve pasadas. Comprobó el depósito del combustible: estaba casi vacío. Al volcarlo, el motor empezó a carraspear, pero regresó a su zumbido normal cuando Mahler volvió a colocar el depósito en posición horizontal.

«No es ninguna catástrofe», trató de convencerse a sí mismo.

En el peor de los casos tendría que desembarcar en alguna isla y esperar que pasaran las breves horas de la noche. Ponerse en marcha a la mañana siguiente, o remar, en caso de que tuviera que hacerlo. Quizá fuera lo mejor acercarse ya a alguna isla, mientras aún le quedaba combustible, y seguir el viaje al día siguiente.

Anna y Elias iban a preocuparse, evidentemente, pero podían arreglárselas solos.

Y, además: ¿se preocuparían siquiera?

Estarían más bien aliviados.

Mahler giró y se dirigió a la isla más próxima para pernoctar allí.

Heden, 20:50

Sólo cuando el color de la ventana se volvió gris oscuro se plantearon Flora y Peter salir del cuartucho. No se había oído ningún ruido ni percibido ninguna conciencia por los alrededores en varias horas, pero no podían estar seguros.

Flora se quedó de piedra cuando Peter le abrió la puerta. Si antes le parecía desnutrido, ahora estaba consumido. Tan pronto como entraron en el cuarto se abalanzó sobre la fruta que llevaba Flora en la mochila. El cuarto apestaba. En el mismo momento que Flora lo estaba pensando -que la habitación apestaba a deposiciones-, Peter dijo entre dos bocados:

– Lo sé. Lo siento. No he podido vaciarlo. El trapo que cubría el cubo del rincón tenía una manta encima, pero incluso así se filtraba el olor.

– Peter, no puedes vivir así.

«Dame una alternativa».

Flora se echó a reír. Ahora que todos los demás habían desaparecido oía con toda claridad la voz de Peter dentro de su cabeza. Allí no hacía falta hablar en voz alta.

«No sé», pensó ella.

«No. Saldremos esta tarde», fue la respuesta.

Aguardaron. Se distrajeron apostando cerillas al póquer, pero el juego se convirtió más que nada en una competición a ver quién de los dos era más hábil para disimular sus pensamientos. Al empezar, ambos sabían las cartas del otro, pero después de un rato debían esforzarse para descubrir el par del otro y las escaleras incompletas en medio del ruido, de las cifras y las canciones que ambos utilizaban a modo de pantalla.

Cuando ambos se volvieron tan expertos en enmascarar sus jugadas que tratar de traspasar los filtros del otro les provocaba dolor de cabeza, trataron de evitarlo; debieron esforzarse para no leerse los pensamientos mutuamente.

– ¿Qué carta es? -preguntó Peter, sujetando un naipe con la parte de atrás vuelto hacia Flora mientras él lo miraba.

La respuesta llegó inmediatamente: el siete de trébol. Lo intentaron muchas veces, pero fue en vano. Por más que Flora intentaba interponer algún otro tipo de sonido entre la cabeza de Peter y la suya, no podía hacer que la telepatía dejara de funcionar. A no ser que el emisor introdujera conscientemente algún elemento que distorsionara sus pensamientos, era imposible no leerlos.

Durante las horas pasadas en el sótano, ella conoció mejor a Peter de lo que lo había hecho nunca, probablemente mejor de lo que él quería que ella lo conociera. Por otro lado, él también la conoció mejor a ella. Y ella sabía lo que él pensaba de lo que veía, y él sabía lo que ella pensaba de lo que veía, y hacia las ocho la situación empezó a volverse insoportable, una forma de tortura en el reducido sótano. Miraban cada vez más a menudo hacia la ventana para ver si se hacía pronto de noche y podían salir al exterior de una vez.

Cuando el reloj marcaba las nueve y el cuarto había quedado envuelto en las sombras, con la ventana como un rectángulo gris oscuro, Peter inquirió:

– ¿Salimos, entonces?

– Sí.

Menudo alivio usar la voz otra vez. La lengua hablada es limitada, no está tan cargada de significados ni de contenidos velados como la del pensamiento. La cosa había llegado tan lejos que casi habían empezado a aborrecerse mutuamente de pura saciedad reveladora, y los dos lo sabían. Ella lo sabía todo de la homosexualidad latente de él, de su tacañería con otras personas, del desprecio que sentía hacia sí mismo. Ella supo también del esfuerzo de Peter para superar sus carencias, de su anhelo de ternura y contacto con otras personas al tiempo que sentía terror ante tal cosa, lo que se manifestaba en ese aislamiento que él mismo había elegido.