No había nada que juzgar ni que despreciar, pero era demasiada intimidad.
Cuando salieron al aparcamiento de bicicletas, Flora se volvió hacia su amigo y le preguntó:
– ¿Oye? ¿No sería mejor olvidar esto?
– No sé -respondió Peter-. Vamos a intentarlo. Después de comprobar que no había nadie fuera en el patio, se separaron y se fueron cada uno por su lado. Peter fue a vaciar su cubo y a buscar agua, mientras que Flora se dirigió al patio donde se había visto a sí misma.
Antes de que su conversación telepática se volviera asfixiante habían hablado de la visión de Flora. Al principio, Peter no comprendía a qué se refería, pero cuando ella le envió el sonido silbante posterior a la aparición, entonces él dijo o pensó:
– Lo he visto, pero no eras tú. Era un lobo.
– ¿Un lobo?
– Sí. Un lobo grande.
Y en el momento que él lo decía, ella vio una imagen que debía de pertenecer a la infancia de Peter.
«La bici avanza dando bandazos por un sendero sembrado de guijarros y flanqueado por abetos. En un recodo, aparece a cinco metros de mí un enorme lobo de ojos amarillos y pelaje gris. Es mucho más grande que yo. Mis manos se aferran en torno al manillar. Tengo tanto miedo que no soy capaz de gritar. El lobo permanece quieto, pero sé que voy a morir: dará dos brincos en cualquier momento y se abalanzará sobre mí. Sin embargo, y tras observarme durante un buen rato, se pierde en el bosque. Noto una calidez en los pantalones: me he meado encima. No puedo moverme durante varios minutos. Y cuando al fin puedo, no me atrevo a pasar por ahí, doy media vuelta y cojo el camino de vuelta».
La imagen llegaba con tanta fuerza que ella sintió cómo se le aflojaba su propia vejiga, pero su consciencia alcanzó a intervenir antes de que ocurriera algo y recobró el control de los músculos.
«Para mí la muerte es un lobo», pensó Peter, y Flora pudo comprobar que lo que ella había creído que no era más que una ocurrencia suya, en realidad era su convicción más profunda: la Muerte era ella misma. Entre las muchas concepciones existentes sobre lo que puede ser la Muerte, buscando entre las representaciones habituales -el hombre de la guadaña, el carro fantasma, la calavera, el ángel de la muerte…-, Flora había quedado prendada de la Muerte como una hermana gemela. La idea se le había ocurrido dos años antes cuando se encontraba de pie con una vela delante del espejo tratando de invocar a la Dama de Negro, pero sólo consiguió verse a sí misma. De ahí surgió la idea.
Los patios estaban silenciosos y vacíos. Se había instalado un tendido eléctrico con cables provisionales y en cada patio lucían un par de farolas. Flora se movía con cuidado, tratando de permanecer en la sombra, pero parecía que su cautela era innecesaria. No se veía un alma, las ventanas estaban a oscuras y el recinto parecía más que nunca una ciudad fantasma.
«Ciudad fantasma».
Eso era precisamente. Los redivivos estaban a oscuras en los apartamentos. ¿Sentados, tumbados, de pie, dando vueltas? Lo raro era que ella no tenía ni pizca de miedo. Al contrario. Cuando sus pasos retumbaban suavemente contra las paredes, sentía una paz semejante a la que uno puede experimentar en un cementerio una tarde tranquila, y ella estaba entre amigos. Lo único que le preocupaba era el posible regreso de ese sonido silbante.
Había renunciado a localizar a su abuelo, pero era casi igual de difícil dar con el número que iba buscando, el 17 C. No había ninguna farola en los pasadizos donde estaba el plano para orientarse, y Flora no entendía la organización interna entre los patios. En esos momentos se encontraba justo en el patio donde empezaba la numeración, era el primer patio al que ella había accedido, el que se hallaba más cerca de la valla.
Se abrió uno de los portales. Ella se quedó petrificada, se arrimó a la pared y se encogió. Al principio no comprendió por qué su sensibilidad extrasensorial no le había avisado, pero sólo le llevó un par de segundos darse cuenta de que la persona que salía del portal era uno de los muertos. Pese a estar firmemente convencida de que se encontraba entre amigos, el corazón le empezó a latir con más fuerza y ella se apretó aún más contra la pared, como si con eso pudiera adentrarse aún más en la sombra, volverse más invisible.
El muerto -o la muerta, era imposible ver si se trataba de un hombre o de una mujer- se quedó parado fuera del portal, balanceándose. Dio unos pasos a la derecha, se detuvo. Dio unos pasos a la izquierda, se paró otra vez. Miró a su alrededor. Otra puerta se abrió más allá y por ella salió otro redivivo. Éste se dirigió directamente al centro del patio, donde se detuvo debajo de la farola.
Flora se estremeció cuando se abrió la puerta del portal situado justo al lado de ella. La muerta era una mujer, a juzgar por el pelo largo y gris. La ropa del hospital le colgaba suelta sobre el cuerpo esquelético, como una mortaja. La mujer dio un par de pasos alejándose de la puerta, unos pasos lentos y vacilantes, como si caminara sin botas de clavos sobre una superficie de hielo.
La chica contuvo la respiración. La muerta se dio la vuelta, temblorosa, y deslizó, desde el interior de unas cuencas vacías, lo que debía ser la mirada sobre el lugar donde se hallaba Flora, pero sin ver o sin darle ninguna importancia a la presencia de la muchacha. Quien captó su interés, en cambio, fue el muerto que estaba debajo de la farola, y se sintió atraída hacia la luz como una polilla. Flora observaba boquiabierta; parecía como si la mujer acabara de ver a su amado y, atraída por una fuerza más poderosa que la muerte, se encaminaba hacia él.
Varios redivivos más se unieron al grupo. De algunos portales salía sólo uno; de otros, dos o tres. Cuando se juntó un grupo de quince debajo de la farola, empezó algo que a Flora le hizo estremecer, la sensación de estar presenciando un rito tan ancestral que parecía perdido en la noche de los tiempos.
Fue imposible ver quién había empezado, pero poco a poco comenzaron a moverse en el sentido de las agujas del reloj. Pronto habían formado un círculo, con la farola en el centro. A veces, alguien chocaba con otro o se tambaleaba y caía fuera, pero enseguida recuperaba su lugar dentro del círculo. Se movían dando más y más vueltas, y sus sombras se deslizaban sobre las fachadas de los edificios. Los muertos estaban bailando.
Flora recordó algo que había leído sobre los monos en cautiverio, o tal vez se trataba de gorilas. Si clavaban una estaca donde estaban, no había que aguardar mucho antes de que los simios formaran un corro a su alrededor y comenzaran a moverse en círculo. Era el más primitivo de todos los ritos: la adoración del eje central.
A Flora se le saltaron las lágrimas. Su campo visual disminuyó y se le empañó. Permaneció mucho, mucho tiempo, como hipnotizada, mirando a los muertos, que seguían dando vueltas en su círculo sin interrupción ni variación alguna. Si alguien le hubiera dicho entonces que era aquella danza la que mantenía la tierra en rotación, ella habría asentido y habría contestado: «Sí. Lo sé».
Cuando la fascinación fue atenuándose, Flora miró a su alrededor. En muchas de las ventanas con vistas al patio vio óvalos pálidos que no estaban allí antes. Eran espectadores, muertos demasiado débiles para salir, o muertos que no querían participar, imposible saber cuál era el motivo. Sin saber lo que significaba, pensó:
«Es así».
Se levantó para seguir su camino. Quizá en aquellos momentos se estaba repitiendo el mismo espectáculo en todos los patios. No había alcanzado a dar más que un par de pasos cuando se detuvo.