Se estaban acercando otras personas, lo notaba. Otras consciencias vivas. ¿Cuántas? Cuatro, tal vez cinco. Llegaban de fuera, de la misma dirección por la que había entrado ella misma.
Sólo entonces, cuando sintió dentro de su cabeza el eco nítido de otras personas vivas, comprendió que lo que antes sólo había sospechado era un hecho confirmado: excepto ella misma, Peter y quienes se acercaban ahora, no había ni una sola persona viva dentro del recinto. Ni vigilantes, ni nada.
Volvió al sitio donde estaba anteriormente y se concentró para leer los pensamientos a los recién llegados. Lo que sintió hizo que el nudo de miedo que tenía en la garganta le cayera en el estómago como una piedra. Leyó excitación, terror. Al tiempo que Flora conseguía desenredar los pensamientos e identificarlos como pertenecientes a cinco personas, esas cinco entraron en el patio.
Eran cinco chicos. Estaban demasiado lejos para que pudiera verlos bien, pero llevaban cosas en las manos. Bastones, o… no. Se le encogió el estómago, y de repente se sintió indispuesta de terror. Lo vio todo. Lo que llevaban en las manos eran bates de béisbol. Sus pensamientos parecían tan excitados y tan caóticos que apenas era posible apreciar ninguna imagen clara, y Flora supo que era porque estaban muy ebrios.
Los muertos seguían bailando su danza, al parecer ajenos a los nuevos espectadores.
– ¿Qué cojones hacen? -soltó uno de los chicos.
– No sé -dijo otro-. Parece que están en la disco.
– ¡La disco de los zombis!
Los borrachos soltaron la carcajada y Flora pensó: «No estarán pensando… no pueden…», pero sabía que sí, que lo pensaban y que podían. Uno de los chicos miró a su alrededor. Se tambaleaba casi tanto como los que habían salido de los portales.
– Oye -dijo-. Aquí hay alguien, ¿no?
Los otros se callaron y registraron el patio con la mirada. Flora apretó los dientes y se quedó inmóvil. La situación era completamente nueva, no estaba acostumbrada a que pudieran leerle el pensamiento con la misma claridad que ella podía leer el de los demás. Se esforzó en no pensar nada. Como no lo conseguía, invocó el zumbido que había empleado contra Peter mientras jugaba al póquer.
– Bah, a la mierda -dijo uno de ellos, agitando la mano-. Sólo es algo.
Se acercaron a los muertos. Uno de los chicos se descolgó la mochila y dijo:
– ¿Les pegamos fuego ya, o qué?
– No -repuso otro agitando su bate de béisbol en el aire-. Vamos a tantearlos un poco primero.
– ¡Joder!, qué feos son.
– Más feos se van a poner.
Los chicos se detuvieron a tan sólo unos metros de los muertos, que en ese momento dejaron su danza y se volvieron hacia ellos. El miedo y la animadversión que los chicos habían irradiado no hacían más que crecer. Y crecer.
– ¡Hola, guapetones! -gritó uno de ellos.
– Uuuuhhhh… -dijo otro, y la imagen de un zombi de Resident Evil le revoloteó a Flora por la cabeza. Cuando la atrapó, tuvo una asociación de ideas. Zombis de películas, monstruos de juegos. Ése era el origen de la excursión de aquellos chicos: habían salido a divertirse un poco con el juego de rol.
«Yo no puedo…».
Antes de que tomara conscientemente una decisión -era difícil pensar con la agitación de los chicos chisporroteándole en la cabeza-, se levantó y les gritó:
– ¡Oye!
De un modo que habría resultado cómico en otras circunstancias, todos volvieron la cabeza al mismo tiempo hacia el lugar de donde procedía la voz. La chica salió de la sombra. Le temblaban las piernas y no había voluntad capaz de detenerlas. Temblando, anduvo la mitad del camino hacia la farola, y allí se paró.
– Os estoy viendo. Sólo para que lo sepáis.
Era todo lo que podía decir, la única amenaza que podía esgrimir. Al tiempo que era consciente de que su voz y sus pensamientos la traicionaban y dejaban claro que tenía miedo, los pensamientos de los chicos rezumaban deseos de destrucción. La humanidad brillaba por su ausencia.
– ¡Una chica! -gritó uno de ellos, y Flora sintió cómo cinco consciencias examinaban su cuerpo, notó pinchazos de atracción, deseos de follarla antes o después de hacer lo que habían venido a hacer. Ella dio un paso atrás de forma instintiva.
– Vete a casa y acuéstate -gritó el que Flora creía que era el líder mientras agitaba el bate contra ella y hacía un gesto obsceno, hacia delante y hacia atrás- antes de que empiece a arder en otro sitio además de en tu cabeza.
– ¡No podéis hacer eso!
El chico exhibió una amplia sonrisa. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y una sonrisa… profesional. Vestía una camisa de color azul claro y vaqueros limpios. Todos ellos llevaban el mismo estilo de ropa y, más que una banda de linchadores, parecía un club de amigos de la Escuela de Comercio, que salían de una fiesta de estudiantes y habían decidido divertirse un poco.
– Dime qué ley lo… -empezó a decir el chico, y Flora vio a un hombre mayor, probablemente el padre del muchacho, vestido de traje a la mesa de la cocina que decía: «Hasta que no cambien las leyes, los redivivos carecen de protección legal porque ya están registrados como fallecidos». Pero no le dio tiempo a decir más, ya que sus amigos le gritaron:
– ¡Markus, cuidado!
Mientras los gamberros centraban su interés en la joven, dando la espalda a los redivivos, éstos habían echado a andar, espoleados por su odio hacia los intrusos. El primero, un viejo delgado como un palo y un palmo más bajo que el susodicho Markus, alargó los brazos y le agarró de la camisa.
Éste dio un salto hacia atrás y se oyó un restallido seco de la tela.
– ¿Me vas a estropear tú a mí la camisa, cabrón? -gritó al ver el siete que le había hecho en la manga de la camisa, y estrelló el bate de béisbol contra la cabeza del muerto.
El golpe fue perfecto, le alcanzó justo encima de la oreja, y se oyó un ruido semejante al de una rama seca al partirla con la rodilla; el difunto salió despedido un par de metros como consecuencia de la violencia del golpe, dio media vuelta en el aire y aterrizó de cabeza, completando el giro, y cayó desplomado sobre el asfalto.
Markus levantó la mano, y uno de los otros chocó los cinco con él. Después cayeron sobre su presa.
Flora no podía moverse. No era sólo el miedo lo que la tenía paralizada; las ganas de sangre y el odio que irradiaban aquellos chicos eran tan fuertes que no le dejaban pensar, no podía controlar su cuerpo porque los pensamientos de los chicos eran tan intensos que eclipsaban los suyos. Ella sólo estaba allí quieta. Mirando.
Los redivivos no tenían ni medio sopapo para aquellos cinco jóvenes bien entrenados. Fueron tirándolos al suelo uno tras otro entre gritos de triunfo. Y siguieron golpeándolos cuando ya estaban en el suelo, como si estuvieran tirando un tabique que tuviera que quedar reducido a trozos pequeños para poder meter los escombros en sacos. Los muertos no intentaron defenderse, pero, incluso después de que les hubieran roto las piernas, seguían arrastrándose hacia los chicos; recibieron algunos golpes más, se oyeron algunos débiles crujidos más, pero no dejaban de moverse, sólo que lo hacían más despacio.
Los chicos bajaron sus bates y se alejaron un par de pasos de la masa bullente que tenían a sus pies. Uno de ellos sacó un paquete de tabaco y ofreció a todo el equipo. Fumaron contemplando su obra.
– ¡Joder! -exclamó uno de ellos-. Creo que me ha mordido uno.
Extendió el brazo y les mostró una mancha oscura sobre la tela blanca. Los otros se echaron hacia atrás, haciendo como si se asustaran, levantando las manos y gritando:
– ¡Ahhh! ¡Le han contagiado!
El chico al que habían mordido esbozó una sonrisa algo insegura y dijo:
– ¡Bah!, dejad de hacer el tonto. ¿Creéis que debería ponerme la antitetánica o algo?