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Los otros se dieron cuenta de su preocupación y siguieron gastándole bromas, diciéndole que pronto iba a convertirse en un muerto viviente en busca de carne humana, y el chico les pidió que cerraran el pico. Sus compañeros se rieron de él, y como para demostrarles que no estaba preocupado en absoluto, se agachó junto a los restos más cercanos de lo que antes había sido una persona, una anciana diminuta con el brazo tan partido que le caía por encima de la nuca. El chico puso su brazo herido delante de la boca de ella y dijo:

– Ñam, ñam, venga, come.

La boca partida de la vieja, en la que destacaban unos pocos dientes entre los labios hechos puré, se abrió y se cerró como la de un pez en tierra. El chico se reía mirando a los otros, y en ese instante sucedió lo que Flora había estado esperando que ocurriera: la vieja alargó el otro brazo, agarró al chico y le clavó los dientes en la carne.

El chico empezó a gritar y perdió el equilibrio, pero se levantó rápidamente. Los dientes se negaban a soltarle y la vieja, como si fuera una muñeca de trapo, se levantó también del suelo colgando del brazo del chico.

– ¡Ayudadme, joder! -gritó él, sacudiendo el brazo, pero, pese a que la anciana no era más que un montón de huesos rotos en un saco de piel, tenía los dientes cerrados y se balanceaba con las sacudidas.

Los otros tiraron los cigarrillos, empuñaron los bates y empezaron a golpear el cuerpo de la vieja. No quedaban más huesos que romper, lo único que se oía eran golpes secos, blandos, como si estuvieran sacudiendo una alfombra húmeda. Al final le dieron un golpe encima del hombro con tal fuerza que la cabeza se soltó del brazo y ella volvió a caer al suelo.

El chico del que se había colgado la mujer agitaba el brazo, aullando una repulsión no articulada. Le faltaba un buen trozo de carne en el antebrazo y él saltaba, daba patadas en el suelo como si deseara salir volando, desaparecer, no ser protagonista de aquello.

Le corría la sangre por el brazo, y Markus se quitó la camisa, cortó la manga que ya estaba rasgada y le dijo:

– Ven, vamos a hacer un torniquete…

El herido actuaba como si no lo oyera. Abrió la mochila en un impulso de enajenado, sacó un par de botellas de plástico, las abrió y roció con aquel líquido el montón de cuerpos que aún se agitaban y revolvían.

– ¡Ahora vais a ver, hijos de puta! -Corrió alrededor del montón de muertos, vertiendo todo el líquido que había en las botellas-. ¡Ahora vamos a ver cuánto mordéis, cabrones!

La parálisis que había inmovilizado a Flora se había ido suavizando; los otros cuatro se habían tranquilizado después de dar golpes hasta cansarse, sólo la histeria del herido le atravesaba ahora la cabeza como una sierra, una sierra contra una superficie de metal…

«No…».

No era eso. Era el otro ruido. No había nada que hacer; era demasiado tarde, ella no podía evitar que los chicos hicieran cuanto habían planeado. Miró a su alrededor y al otro lado del patio se vio a sí misma, dirigiéndose hacia la farola. Aún le resultaba difícil mirar, algo le decía que bajara los ojos, pero era como si ya se hubiera acostumbrado. Desplazó el ruido cortante a la parte posterior del cerebro y dejó espacio para pensar libremente.

Haz algo, haz algo, pensó dirigiéndose a la figura que se parecía tanto a ella misma, y que en un abrir y cerrar de ojos se había plantado delante del montón de cadáveres, donde los chicos se disponían ahora a sacar las cerillas de la mochila. Ellos no se percataron, pero evidentemente oyeron el ruido, la vieron con el rabillo del ojo, porque movieron la cabeza, gritando:

– ¿Qué cojones? Joder, joder…

La Muerte abrió los brazos en un gesto de invitación para que se abrazaran a ella, y Flora, como hipnotizada, hacía lo mismo, como si fuera un reflejo de la otra. Los chicos consiguieron encender la cerilla y la Muerte dio un par de pasos y se deslizó dentro del montón de cuerpos, se inclinó y estiró las manos, haciendo un gesto como si estuviera recogiendo bayas, reuniendo algo.

La cerilla voló por los aires.

– ¡Ten cuidado! ¡Sal! -alertó la muchacha a voz en grito.

Al mismo tiempo que aterrizó la cerilla, la Muerte alzó la cabeza y miró a Flora a los ojos. Eran dos copias exactas. No había nada aciago ni negro en sus ojos, sólo eran los ojos de Flora. Durante un segundo pudieron mirarse mutuamente, compartir sus secretos, antes de que la gasolina prendiera con una explosión y un muro de llamas se interpusiera entre ambas.

Los chicos se quedaron como atrapados en el hielo mirando la hoguera. Las llamaradas más altas se elevaban casi a la misma altura que los tejados de los edificios, pero después de unos segundos se consumieron los gases y el fuego prendió en los cuerpos; se oyó el crepitar de las ropas de hospital al carbonizarse y de la carne al abrasarse.

– ¡Venga, vámonos!

Los chicos contemplaron el fuego un poco más, como si quisieran grabárselo para siempre en la memoria, luego se dieron la vuelta y corrieron para abandonar el patio. El tal Marcus, que ahora llevaba el pecho desnudo, se detuvo un instante y miró a Flora levantando el dedo índice como si estuviera pensando decirle algo, pero no se molestó en hacerlo y siguió a los demás. Pasados un par de minutos, sus consciencias estaban ya fuera del alcance de Flora.

Las llamas se consumieron. Ella supo por el silencio reinante dentro de su cabeza que la Muerte había desaparecido. Se acercó a la hoguera, donde sólo quedaban algunas pequeñas llamas aisladas y un olor fuerte y dulzón que se elevaba hacia el cielo. Tal vez porque los muertos tenían tan poca carne, tan poca grasa, el fuego no había prendido en condiciones.

Todo era negro. Los muertos por partida doble yacían encogidos con los codos contra el cuerpo y apuntando con los puños amenazantes, como si boxearan contra la oscuridad. Emanaba del montón un aire asfixiante, y Flora cogió una solapa de la chaqueta y se la puso delante de la nariz y la boca.

«Hace un momento estaban bailando».

Su pecho se llenó de algo totalmente opuesto al estremecimiento experimentado durante la danza de los muertos: una desolación, un vértigo abismal. Una desolación que abarcaba a toda la humanidad y su paso por la tierra. Y el mismo pensamiento que la asaltó entonces volvió a surgir ahora, en una perspectiva totalmente distinta: «Es así».

Norra Brunn, 21:00

David había dejado que Sture le convenciera y ya se estaba arrepintiendo. Leo, efectivamente, le había quitado de la programación, había un mensaje en su contestador automático informándole de ello, sólo que David no había escuchado el contestador. Le sirvieron una cerveza y fue a la cocina con los demás. Todo fueron pésames. Las bromas y las risas que había antes de llegar él se acabaron.

Aquél no era un lugar para conversaciones serias. Cuando no podían hacer bromas no decían nada. Los cómicos individualmente eran lógicamente como el resto de la gente, con la misma capacidad para la tristeza y para la alegría que los demás, pero como colectivo eran un hatajo de bufones incapaces de manejar lo que no se podía formular en una réplica ingeniosa.

Benny Melin se acercó a él justo antes de empezar la representación y le dijo:

– Oye, espero que no te parezca… pero tengo algunas cosas con esto de los redivivos.

– No, no -contestó David-. Haz lo que tengas que hacer.

– Está bien -le dijo Benny, y se le iluminó la cara-. Es una cosa tan grande, casi no hay manera de evitarlo.

– Lo comprendo.

David vio que Benny estaba a punto de probar con él alguna de sus bromas, así que levantó su vaso, le deseó suerte y se retiró. Benny hizo una pequeña mueca. Nunca se deseaban suerte, se decían «que te parta un rayo» o cosas por el estilo, y David lo sabía y Benny sabía que David lo sabía. Desearle a alguien «suerte» era casi un insulto.