David se situó en la barra del bar. El personal le saludó con inclinaciones de cabeza, pero ninguno se acercó a hablar con él. Se tomó la cerveza y le pidió a Leo que le sirviera otra.
– ¿Qué tal va? -le preguntó Leo mientras le servía la bebida.
– Va -dijo David-. No mucho más.
Leo dejó la cerveza en la barra. No le pareció oportuno contestar dando más explicaciones. Leo se secó las manos con una toalla y le dijo:
– Salúdala de mi parte. Cuando mejore.
– Lo haré.
David notó que estaba a punto de empezar a llorar otra vez, se volvió de espaldas, mirando hacia el escenario, y se bebió de un trago medio vaso de cerveza. Se encontraba mejor. Cuando podía estar en paz y nadie tenía que aparentar que comprendía la situación.
«La muerte nos aísla de los demás».
Se encendieron las luces del escenario y Leo, a través del micrófono fantasma, dio una calurosa bienvenida a todos, les rogó que dirigieran sus miradas hacia el escenario y empezó a dar palmadas para recibir con un aplauso al animador de la tarde: Benny Melin.
El local estaba lleno, y los aplausos y silbidos que precedieron a la aparición en escena de Benny fueron para David como una punzada de nostalgia por volver a aquel mundo, el verdadero mundo irreal.
El humorista hizo una breve inclinación y cesaron los aplausos. Subió un poco el micrófono, lo bajó otro poco y terminó colocado en la misma posición que estaba desde el principio.
– Bueno, no sé cómo lo llevaréis vosotros, pero yo estoy un poco preocupado por lo de Heden. Un suburbio lleno de muertos.
El local estaba ahora en silencio; tensa expectación. Todos estaban preocupados por lo de Heden, temían que apareciera algún aspecto nuevo en todo ello en el que no habían pensado hasta ahora.
Benny arrugó la frente como si estuviera tratando de reflexionar sobre un problema complicado.
– Me pregunto sobre todo una cosa.
Pausa retórica.
– ¿Querrá el camión de los helados ir allí a vender? -Hubo risas de alivio. No tanto como para arrancar aplausos, pero casi. Benny continuó-: Y si conduce hasta allí, ¿venderá algo?
»Y si vende algo, ¿qué será lo que venda?
Benny alzó la mano en el aire y dibujó una pantalla hacia la que todos tenían ahora que mirar.
– Tenéis que verlo delante de vosotros. Cientos de muertos atraídos fuera de sus casas por… -Benny tarareó la melodía que solía acompañar al camión de los helados y luego pasó enseguida a interpretar a un zombi que caminaba tambaleándose y con los brazos extendidos. La gente soltaba alguna risita, y entonces Benny clamó-: Frigopiiié, frigopiiiié…
Llegaron los aplausos.
David apuró la cerveza y se escabulló por detrás del bar. No podía soportar aquello. Opinaba que Benny y los demás estaban en su derecho de bromear con algo que era de actualidad, sí, estaban obligados a hacerlo, pero él no estaba obligado a escucharle. Salió enseguida a través del bar y cruzó las puertas hasta la calle. Una nueva salva de aplausos celebraba las ocurrencias a sus espaldas y él se alejó del ruido.
Lo doloroso no era que se hicieran bromas. Hay que hacer bromas, siempre hay que hacer bromas si queremos sobrevivir. Lo duro era que hubiera ocurrido tan pronto. Después del hundimiento del Estonia, por ejemplo, tuvo que pasar medio año antes de que alguien tratara de hacer alguna broma sobre el remolque del barco o sus compuertas, y aun entonces con un éxito más bien escaso. Lo del World Trade Center había ido mucho más deprisa, ya dos días después del atentado alguien comentó algo acerca de una nueva compañía de vuelos de bajo coste, Taliban Airways, y la gente se rio. Aquello quedaba tan lejos que no parecía de verdad.
Evidentemente, los redivivos estaban dentro de la misma categoría: no eran una realidad, no hacía falta mostrar ningún respeto. Por eso la presencia de David había sido difícil para los otros cómicos; él lo convertía en algo real. Pero en el fondo, los redivivos no eran más que eso: un chiste.
Pasó entre los numerosos coches aparcados a lo largo de la calle de Surbrunnsgatan, y vio ante sí el cuerpo sin cabeza de Baltasar dando sacudidas en las rodillas de Eva, y se preguntó si él podría alguna vez volver a reírse de algo.
El paseo desde Norra Brunn acabó con sus últimas fuerzas. La cerveza que se tomó tan deprisa chapoteaba dentro de su estómago y cada paso constituía una prueba de superación personal. De buena gana se habría acurrucado sin más en el portal más cercano, y habría dormido lo que quedaba de aquel día tan terrible.
Tuvo que apoyarse contra la pared dentro del portal y descansar un par de minutos antes de subir al apartamento. No quería presentarse en tan mal estado como para que Sture se ofreciera a quedarse allí. Quería estar sólo.
Sture no se ofreció. Después de informarle de que Magnus había estado dormido todo el tiempo, le dijo:
– Bueno, entonces será mejor que vuelva a mi casa.
– Sí -dijo David-. Gracias por todo.
Sture le miró inquisitivo.
– ¿Podrás arreglarte sólo?
– Sí, me las arreglaré.
– ¿Seguro?
– Seguro.
David estaba tan cansado que su conversación se parecía a la de Eva; sólo podía repetir lo que decía Sture. Se despidieron dándose un abrazo, David tomó la iniciativa. Esta vez él apoyó la cabeza en el pecho de Sture durante un par de segundos.
Cuando su suegro se hubo marchado, él se quedó un momento de pie en la cocina y miró la botella de vino, pero decidió que estaba demasiado cansado hasta para eso. Fue a ver a Magnus; permaneció un rato contemplando a su hijo, que estaba casi en la misma postura en la que él le había dejado: la mano debajo de la mejilla, los ojos deslizándose suavemente bajo los tenues párpados.
David se metió en la cama con mucha cautela, apretujándose en el reducido espacio que quedaba entre la pared y el cuerpo de Magnus. Pensó quedarse sólo unos segundos, contemplando el hombro frágil y liso que sobresalía por encima del edredón. Cerró los ojos y pensó…, no pensó nada. Se durmió.
Tomaskobb, 21:10
Mahler descubrió la baliza cuando tomó tierra en la isla más cercana. Estaba construida con unas tablas que habían perdido el color y él no la había visto en la oscuridad. El canal, por lo tanto, discurría de frente. Se volvió a subir al bote y arrancó el motor. Rugió, se entrecortó y se paró.
Inclinó el depósito, bombeó la gasolina y esta vez el ingenio se puso en marcha y la mantuvo el tiempo suficiente como para que Mahler pudiera salir de la isla; después se volvió a parar.
Con los brazos apoyados en las rodillas observó detenidamente las islas, de un azul aterciopelado en la oscuridad de aquella noche de verano. En las islas planas sobresalían algunos árboles aislados, recortándose negros contra el cielo como en los documentales de África. Sólo se oían las vibraciones lejanas de los motores del ferry que acababa de pasar.
«No está tan mal».
Era mejor saber dónde estaba que tener gasolina. Ahora por lo menos sabía lo que le esperaba. Con los remos le llevaría una media hora llegar hasta la isla, deslizándose sobre el mar en calma. Ningún peligro. Era cuestión de tomárselo con calma y todo saldría bien.
Metió los remos en los toletes y se puso manos a la obra. Remaba con movimientos cortos, respirando profundamente el aire cálido de la noche. A los pocos minutos ya había cogido el ritmo y apenas notaba el esfuerzo. Era como la meditación.