«Om mani padme hum, om mani padme hum…».
El movimiento de los remos iba empujando el mar hacia atrás.
Cuando llevaba unos veinte minutos remando le pareció oír el berrido de un corzo. Sacó los remos del agua y aguzó el oído. Volvió a oír el sonido. Aquello no era el berrido de un corzo, era más bien un… grito. Era difícil precisar de qué lado venía; el sonido retumbaba entre las islas, pero si hubiera tenido que elegir, habría dicho que procedía de…
Volvió a hendir los remos en el agua, empezó a bogar con golpes más amplios y más fuertes. No volvió a escucharse más el grito. Pero había llegado de la zona de Labbskärshållet. Un sudor frío le cubrió la espalda y la tranquilidad desapareció. Él ya no era un hombre metido en meditaciones, era sólo un maldito motor ineficaz.
«Debía haber ido en busca de combustible».
La boca se le llenó de una secreción pastosa y Mahler lanzó un escupitajo al motor.
– ¡Maldito motor de mierda!
Aunque el error era suyo. Sólo suyo.
Para evitar tener que amarrar el barco, remó directamente hasta la playa y saltó fuera. Se le llenaron los zapatos de agua y ésta chapoteaba contra las plantas de los pies mientras subía hacia la casa. No tenían encendida ninguna luz y de ella sólo se veía la silueta recortada contra el azul oscuro del cielo.
– ¡Anna! ¡Anna!
No hubo respuesta. La puerta exterior estaba cerrada y cuando tiró de ella ofrecía resistencia, hasta que cedió lo que la sujetaba. Él se estremeció y se llevó el brazo a la cara cuando tuvo la impresión de que alguien le golpeaba, pero sólo era el palo suelto de una escoba que salió por los aires y golpeó contra la roca.
– ¿Anna?
El interior de la casa estaba oscuro como boca de lobo y sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. La puerta del dormitorio estaba cerrada y en el suelo de la cocina había un… montón de nieve. Él parpadeó y el montón de nieve empezó a cobrar forma hasta convertirse en un edredón; era Anna sentada en el suelo abrazando un edredón.
– Anna, ¿qué pasa?
– Ha estado aquí… -respondió su hija con un hilo de voz procedente de una garganta destrozada.
Mahler miró a su alrededor. Por el vano de la entrada se filtraba la luz de la luna, pero era tan tenue que apenas iluminaba el interior. Reparó en la otra habitación, donde no se oía nada. Los animales le daban pánico a Anna, y él lo sabía. Suspiró.
– ¿Era una rata? -preguntó con irritación.
Ella negó con la cabeza y dijo algo que él no logró entender. Cuando se volvió para ir a la otra habitación a ver lo que era, ella soltó:
– Cógela. -Y señaló un hacha pequeña que había en el suelo a sus pies. A continuación se levantó como pudo con el bulto en brazos, cerró de nuevo la puerta de fuera y se sentó de espaldas contra el marco, sujetando la manilla con una mano. La estancia se quedó completamente a oscuras.
Mahler sopesó el hacha entre sus manos.
– ¿Qué es lo que hay, entonces?
– … ahogado…
– ¿Qué?
Anna se obligó a forzar la voz y graznó:
– Un muerto. Un cadáver. Un ahogado.
Mahler cerró los ojos, buscó en su cabeza una imagen de la cocina y recordó que había una linterna sobre la encimera. Fue tanteando en la oscuridad hasta que agarró el tubo de la linterna.
«Pilas…».
Apretó el interruptor y salió un cono de luz que iluminó toda la cocina. Enfocó hacia la pared más próxima a Anna, para no deslumbrarla. Ella misma parecía un fantasma: las greñas empapadas de sudor le caían sobre la cara y miraba al frente con los ojos vacíos.
– Papá -dijo en voz baja sin mirarle-. Debemos dejar que Elias se… vaya.
– ¿Qué estás diciendo? ¿Irse, adonde?
– Irse… morir.
– Calla ahora, que voy a…
Mahler entreabrió la puerta del otro cuarto e iluminó un poco con la linterna. Allí no había nada. Abrió un poco más, recorrió la habitación con el haz de luz.
Entonces vio que estaba rota la ventana que había en la pared de enfrente. La luz se reflejó en los trozos de vidrio esparcidos por el suelo y por la mesa. Había algo encima de la mesa, entre los cristales. Supuso que sería una rata. Dio dos pasos para verla de cerca.
«No. Aquello no era una rata».
Era una mano cortada, una mano de fina piel arrugada por el agua. El dedo índice estaba descarnado por arriba y sólo quedaba el hueso delgado como un palillo.
Mahler tragó saliva mientras le daba la vuelta a la mano con el extremo del hacha. Aquélla yació inerte sobre las esquirlas de vidrio. Él resopló. ¿Qué se había esperado? ¿Que saltara y le agarrara del cuello? Alumbró el exterior a través de la ventana y sólo vio las rocas que sobresalían por encima de la cortina de enebros.
– Está bien -le dijo a Anna al volver a la cocina-. Tendré que salir a mirar fuera.
– No…
– ¿Qué vamos a hacer si no? Irnos a dormir y esperar que…
– … alo…
– ¿Qué?
– Es malo.
Mahler se encogió de hombros y levantó el hacha.
– ¿Fuiste tú quien…?
– Tuve que hacerlo. Quería entrar.
El subidón de adrenalina que lo había mantenido en tensión desde que oyó en el mar el grito de Anna empezaba a aplacarse, y estaba muerto de hambre. Jadeante, se dejó caer en el suelo junto a su hija. Se acercó la cesta frigorífica, extrajo un paquete de salchichas y devoró dos; luego, le ofreció el paquete a Anna, pero ella las rechazó con una mueca.
Él se comió otras dos salchichas más, pero era como si el hecho de masticar sólo le diera más hambre. Cuando se tragó aquella masa pastosa, le preguntó:
– ¿Y Elias?
Anna miró el bulto que tenía en brazos y dijo:
– Tiene miedo. -La voz de Anna sonaba castigada, pero audible.
Gustav sacó un paquete de bollos de canela y se comió cinco. Más masa pastosa que tragar. Bebió unos cuantos tragos del cartón de leche y sintió que seguía teniendo tanta hambre como antes, con la diferencia de que ahora, además, le pesaba el estómago. Se echó hacia atrás y se tumbó en el suelo para hacer que el peso se desplazara y se repartiera.
– Volvemos a casa -anunció Anna.
Mahler iluminó con la linterna el bidón de gasolina guardado debajo del fregadero y dijo:
– Podremos hacerlo si hay combustible en ese bidón. Si no, no.
– ¿No tenemos gasolina?
– No.
– Yo creía que tú ibas a…
– No he podido.
Anna no dijo nada, lo cual a él le pareció peor que si se lo hubiera reprochado. La rabia empezó a agitarse poco a poco en su pecho.
– He trabajado -dijo él- todo el tiempo desde que…
– Ahora no -le atajó Anna-, déjalo.
Él apretó los dientes, se dio una vuelta, se arrastró hasta el bidón de gasolina y lo levantó. No pesaba casi nada, puesto que estaba vacío.
«Menudos idiotas», pensó. «Menudos idiotas, mira que no tener gasolina de reserva…».
Oyó a Anna dando un resoplido desde la puerta y recordó que ella estaba al tanto de sus pensamientos. Se levantó despacio y recogió la linterna y el hacha.
– Tú sigue ahí sentada riéndote -le dijo. Blandió el hacha mientras se dirigía hacia la puerta y añadió-: Y voy yo y… -Anna no se movió.
– ¿Me vas a dejar a salir?
– No es como Elias -observó ella-. Éste ha estado solo, éste…
– ¿Quieres apartarte de la puerta?
Anna le miró a los ojos.
– ¿Y qué hago yo? -le dijo-. ¿Qué hago yo si… te pasa algo?
El padre se echó a reír con acritud.
– ¿Es eso lo que te preocupa? -Sacó el móvil del bolsillo, lo encendió e introdujo su número de pin, se lo dio a su hija y le dijo-: Uno, uno, dos. Si ocurre algo.