El pequeño Olle al bosque se fue [14].
La vocecilla de Elias logró traspasar el caparazón de miedo que envolvía a su madre y ésta le comprendió. Anna dejó de pensar en otras cosas cuando el ahogado alcanzaba los pies de la roca, justo por debajo de ella, y la pestilencia a cadáver le saturaba las fosas nasales. En ese momento, ella sólo se preocupó de cantar:
Las mejillas coloradas y el sol en la mirada,
y de comer zarzamoras le quedó la boca morada.
No podía pensar cosas buenas, pero podía cantar mentalmente. El ahogado se detuvo. Le temblaron los huesos, se le hundieron los hombros. Una máquina a la que de pronto se le hubiera acabado el combustible.
Ojalá no tuviera que ir yo solo por aquí.
Unas lágrimas silenciosas le surcaron las mejillas cuando la luz de la luna iluminó los labios del monstruo, pringados por un líquido oscuro, pero ella no pensó en la sangre de su padre ni en nada que pudiera llevarla por la senda de la rabia y el odio, sino que siguió canturreando:
Brummelibrum, ¿quién anda ahí?
Los matojos se agitan, pero un perro sólo es.
La ironía de la letra de la canción hizo que a Anna le temblara todo el cuerpo, pero ella ya no estaba dentro de su cuerpo, se encontraban cerca y advertía los cambios de aquel ser, veía lo mismo que él, pero actuaba como directora y ordenó a su mente que siguiera cantando.
El ahogado dio la vuelta y se marchó por donde había venido en dirección al estrecho, hacia las rocas, hacia el cuerpo de su padre. No lo pensó, sólo constató que estaba ocurriendo.
Esperó medio minuto mientras terminaba de entonar la canción, después envolvió a Elias en el edredón y caminó hacia el bote. La luna brillaba amarilla dentro de un pequeño charco en la roca, y cuando la hierba le rozó las piernas vio algo…
«¿Amarillo?».
… y no era amarillo. Anna volvió a mirar otra vez hacia allí. Lo que brillaba encima de la roca era el móvil. Se le había caído. Cantando aún la misma canción -no se atrevía a cambiar por miedo a perder la concentración- recuperó el teléfono, lo puso encima de la tripa de Elias y siguió en dirección al bote.
El osezno es un glotón: todo lo que asoma embucha.
Anna tumbó a Elias dentro, evitando mirar hacia el estrecho, mientras empujaba el bote desde el borde de la playa, dio un par de zancadas en el agua y subió a bordo. El bote flotó y se deslizó hacia mar abierto entre el suave oleaje del agua. Se sentó en la bancada central, desde donde pudo ver las bolsas con la compra y los bidones de agua. En medio del silencio sólo se oían los chirridos procedentes del estrecho, como si estuvieran limpiando pescado. Le empezó a temblar la mandíbula inferior y se abrazó a sí misma.
«Él trataba de… Sólo quería… Trataba de ayudar». Demonio repugnante…. «Con sus manitas Olle le tiende la cesta al oso…».
Debía seguir adelante, pues el monstruo sabía nadar.
Colocó los remos en los toletes con manos temblorosas y remó hacia la otra boca del estrecho. Sabía que estaba remando en dirección contraria, pero era incapaz de pasar cerca y quizá ver…
Cuando había batido los remos unas cincuenta veces y ya sólo tenía el azul intenso del mar de Åland a sus espaldas, soltó los remos, dejando que colgaran libremente en los toletes, y se agachó junto a Elias, se acurrucó a su lado en la cubierta y dejó que llegaran los sentimientos. Dejó de huir, dejó de cantar, dejó…
La brisa del sur los llevaba cada vez más lejos, más lejos. Dejaron atrás el escollo de Gåskobb y pronto el faro centelleante de Söderam fue lo único visible entre el cielo y el mar.
Heden, 22:00
Flora se quedó mirando el negro montón de cuerpos retorcidos.
Lo había deseado aquella tarde en el jardín de Elvy, sí; entonces, supo que iba a suceder algo que iba a cambiar Suecia para siempre. Ahora había sucedido, y ¿qué había cambiado?
«Nada».
El miedo fomentó el miedo, el odio fomentó el odio y, al final, sólo quedaba un montón de cuerpos quemados. Como en todas partes, como siempre.
Algo se movió entre los despojos.
Al principio creyó que eran dedos que de algún modo se habían librado del fuego y ahora intentaban salir; luego vio que eran larvas, larvas blancas que salían de algunos cuerpos. El tufo de la hoguera era insoportable pese a protegerse la nariz, y Flora retrocedió un par de metros.
Sólo salieron siete las larvas, aunque habría allí unos quince redivivos desde el principio.
«Ella se llevó a los otros».
Flora sabía que las larvas eran personas, no, las larvas eran la esencia humana de la persona, y se manifestaba ante sus ojos de una forma comprensible. En realidad, tampoco su gemela era su gemela, o algo que pudiera comprenderse en absoluto con conceptos humanos. Eso lo había comprendido durante el segundo que ambas se miraron a los ojos.
La otra Flora, la que calzaba sus mejores zapatillas deportivas, sólo era una fuerza que se manifestaba de un modo diferente e inteligible para cada uno. Lo único que no cambiaba eran los anzuelos, puesto que la misión de la fuerza era pescar, buscar. Tampoco los anzuelos eran algo real, sino una imagen comprensible para los hombres.
Las larvas que se habían liberado de aquella masa negra se revolvían sin un lugar donde estar, ahora que su morada humana había quedado destruida.
«Perdidas», concluyó Flora. «Están perdidas».
Ella no podía hacer nada. Se habían descarriado a causa del miedo y ahora estaban perdidas. Mientras ella miraba, las larvas seguían hinchándose, volviéndose primero de color rosa, y luego rojo.
Flora pudo oír a lo lejos los gritos de angustia cuando las personas-larva se dieron cuenta de lo que ella ya sabía: ahora iban a ser conducidas inexorablemente hacia el otro sitio. Ése del que no se puede decir nada. Nada.
Las larvas siguieron engordando, la fina piel se estiró y los gritos se volvieron más fuertes, a Flora le daba vueltas la cabeza, pues ella sabía que nada de aquello estaba sucediendo en realidad. Se veía sólo porque ella lo miraba. Se estaba representando ante sus ojos un drama invisible tan antiguo como la humanidad.
Las larvas se rasgaron una tras otra en silencio, salvo un audible plop final. Manó de ellas un incoloro líquido gelatinoso que se evaporó al entrar en contacto con el calor de los huesos calcinados. Los gritos cesaron.
«Perdidas».
La muchacha se alejó de la hoguera, se sentó en el banco a varios metros de allí e intentó pensar. Sabía demasiado, decididamente demasiado. Los conocimientos que brotaron en su mente durante aquel segundo en que se vio a sí misma eran demasiado, ella no podía sobrellevarlos.
«¿Por qué? ¿Por qué ha pasado esto?».
Ella lo sabía todo, aunque era imposible expresarlo con palabras. Había sucedido algo en el orden superior y en nuestro pequeño planeta se había manifestado de esta manera: los muertos habían resucitado dentro de una zona delimitada. A veces, el aleteo de una mariposa provocaba un huracán. Visto desde una perspectiva más amplia, aquello no era nada, uno de esos accidentes que ocurrían a veces, a lo sumo una nota a pie de página en el libro de los dioses.
De repente se irguió en el banco. Recordó algo que Elvy le había dicho al otro lado de la verja… ¿hoy? Seguía siendo aún el mismo día en que ella había estado paseando con Maja y… sí, seguía siendo el mismo día.