Выбрать главу

Sacó el teléfono y marcó el número de Elvy. Milagrosamente no cogió el teléfono ninguna de las viejas ni aquel tipo tan repugnante, sino la propia Elvy. Su voz parecía cansada.

– Abuela. Soy yo. ¿Qué tal?

– No muy bien. No muy… bien.

Escuchó al fondo las voces subidas de tono propias de una discusión. Los sucesos del día habían provocado diferencias en el seno del grupo.

– Abuela, escúchame. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste esta mañana?

Elvy suspiró.

– No, no sé…

– La mujer de la tele, me dejaste que la viera…

– Sí, sí. Eso…

– Espera. Ella te dijoellos tienen que volver a mí, ¿no?

– Lo intentamos -dijo Elvy-, pero…

– Abuela, escucha, ella no se refería a los vivos sino a los muertos.

Flora le contó todo lo ocurrido en el patio. Lo de la panda de chicos, el fuego, su gemela, las larvas. Mientras hablaba, advirtió en otro rincón de su consciencia que se acercaba gente al recinto. Éstos tampoco traían buena disposición. Se acercaban la ira, el odio. Quizá los gamberros habían buscado a otros amigos, o eran otros nuevos que venían con la misma idea.

– Abuela, tú también la has visto. Tienes que venir aquí. Ahora. Si no ellos… desaparecerán.

Se hizo un silencio al otro lado del hilo que se prolongó varios segundos, a continuación Elvy dijo, ahora con otro ímpetu en la voz:

– Cojo un taxi.

Después de cortar la comunicación, Flora se dio cuenta de que no habían acordado dónde se iban a encontrar, pero eso ya lo solucionarían, sus consciencias estaban tan compenetradas como si tuvieran un walkie-talkie cada una, al menos en aquel recinto. Más complicado iba a ser hallar la manera de que Elvy entrara allí. Ya verían cómo se las arreglaban.

Flora se levantó. Se acercaba gente peligrosa, con malas intenciones.

«¿Qué digo?, ¿qué hago?».

Salió corriendo del patio. Sabía que en el recinto había al menos un redivivo que pensaba de una manera similar a la suya, que pensaba usando el mismo tipo de imágenes. Flora buscaba el 17 C.

Mientras corría, los muertos salían de los portales y se juntaban en los patios. Ahora no bailaban. Todavía había caras que sólo miraban a través de las ventanas, pero cada vez eran menos. Ese silbido tan parecido al rechinar de un torno de dentista crecía en el aire. La muchacha percibió que a lo lejos se acercaban más personas. Habían abierto las verjas, seguro.

Ella siguió corriendo con la angustia aguijoneándole el pecho, se avecinaba una catástrofe, una cascada de terror que ella era incapaz de contener o evitar. Encontró el número 17 y entró corriendo en el portal, pero se detuvo, porque…

… un muerto estaba bajando por las escaleras. Era un hombre mayor, con las piernas amputadas; se arrastraba sobre la tripa reptando hacia abajo, poco a poco. Cada vez que bajaba un peldaño se golpeaba la barbilla contra el cemento, con un ruido que hacía que a Flora le doliera la boca. Él estaba cerca, ella le oyó mascullar:

«A casa… A casa… A casa…».

Alargó la mano para coger a Flora cuando ésta pasó a su lado, pero ella se zafó y continuó subiendo escalones hasta llegar al apartamento 17 C, y abrió la puerta.

Eva estaba en la entrada, a punto de salir. Su rostro no era más que una mancha pálida bajo la luz débil que desde el rellano entraba por la puerta e iluminaba el vendaje que le cubría la mitad del rostro.

Flora no se lo pensó dos veces. Entró y la sujetó por los hombros. La muchacha supo lo que iba a decirle en cuanto se estableció un contacto entre ellas. Cerró su conciencia a cuanto pasaba a su alrededor y pensó:

«Sal fuera. Haz lo que te digo».

La muerta forcejeó para liberarse de las manos de la joven, y esa fracción de lo que fue Eva aún viva en el cuerpo de Eva le respondió:

«No. Quiero vivir».

«No vas a sobrevivir. La puerta está cerrada. Hay dos formas de salir».

Flora le envió las dos imágenes de las almas que habían abandonado la cárcel de la carne. Las almas que fueron pescadas, y los que desaparecieron. No eran suyas las palabras, ella sólo las transmitía.

«Deja que suceda. Entrégate».

El alma de Eva se acercaba a la superficie, y el sonido sibilante aumentó de potencia en algún lugar detrás de Flora. Como una gaviota que hubiera volado sobre el mar, el Pescador se dejó caer ahora contra el reflejo plateado que se vislumbraba, contra la presa.

«Sólo quiero… despedirme».

«Hazlo. Eres fuerte».

Antes de que el Pescador tomara forma, antes de que el alma de Eva se hubiera convertido en la presa del Pescador, Eva abandonó su pecho y voló con una velocidad de la que sólo lo incorpóreo es capaz. Un susurro rozó la piel de Flora cuando una vida pasó junto a ella, la llama de una consciencia jadeó dentro de su cabeza y luego desapareció. El cuerpo de Eva se derrumbó a sus pies.

«Suerte».

Aquel sonido silbante se alejó. El Pescador recogió su pesca.

Svarvargatan, 22:30

David durmió y soñó. Corría por los pasillos del laberinto donde se encontraba encerrado. A veces llegaba hasta una puerta, pero siempre estaba cerrada. Algo le perseguía muy de cerca, siempre estaba detrás de él, a punto de doblar la esquina y darle alcance. Tenía el semblante de Eva, lo sabía, pero no era ella, sólo algo que había adoptado su forma para atraparle con mayor facilidad.

Él golpeaba las puertas, gritaba, y sentía cómo se acercaba todo el tiempo aquello que era la antítesis del amor. Lo peor era que también tenía la sensación de que había dejado atrás a Magnus, que él se hallaba en algún cuarto oscuro donde aquella cosa terrible podía atraparlo.

Él corría por un pasillo interminable hacia otra puerta que ya sabía que iba a estar cerrada. Entretanto, advirtió un fenómeno curioso en la luz del pasillo. Todos los corredores por los que había pasado estaban iluminados por anodinos tubos fluorescentes, pero ahora llegaba otro tipo de luz. La luz del día, la luz del sol. Miró hacia arriba mientras avanzaba. Había desaparecido el techo del pasillo y vio un cielo de verano.

Cuando puso la mano sobre el pasador de la puerta supo que la puerta se iba a abrir, y así fue. La puerta se abrió, todas las paredes desaparecieron y él se encontraba de pie en el césped de la playa de Kungsholmen. Eva estaba allí.

Él supo qué día era, reconoció el instante. Se acercaba por el canal un fueraborda grande de color naranja. Sí. Él lo había mirado, recibió un reflejo naranja en los ojos y luego se había vuelto hacia Eva y le había preguntado:

– ¿Te quieres casar conmigo?

Y ella había dicho sí.

– ¡Sí! ¡Sí!

Se dejaron caer en la manta y se abrazaron e hicieron planes, y se prometieron que sería para siempre, para siempre, y el hombre del barco naranja les había pitado burlándose, y ahora era ese día y el barco se acercaba, dentro de un instante tendría que hacer la pregunta, pero justo antes de que las palabras salieran de sus labios, Eva le cogió la cara entre sus manos y le dijo:

– Sí, sí, pero ahora debo irme.

David meneó la cabeza. La movía de un lado a otro sobre la almohada.

– No puedes irte.

Los labios de Eva sonreían, pero tenía los ojos tristes.

– Pronto nos volveremos a ver -le aseguró ella-. Sólo pasarán unos años. No tengas miedo.

Él se quitó el edredón de encima, alzó los brazos hacia el techo del dormitorio, extendió sus brazos hacia ella en el césped al mismo tiempo que un grito desgarrador se interpuso entre los dos.

El césped, el canal, el barco, la luz y Eva fueron desapareciendo hasta convertirse en un solo punto. Y entonces él abrió los ojos y descubrió que estaba tumbado en la cama de Magnus con los brazos en cruz. Oyó un sonido penetrante, tan fuerte que parecía como si fuera a reventarle los oídos, procedía de su lado derecho y él no podía mirar hacia ese lado. Tenía una larva blanca encima del estómago, enroscada.