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Entonces, el efluvio a perfume barato llenó la habitación. Él lo reconoció de inmediato. Tenía el cuello agarrotado y era incapaz de girar la cabeza, pero vio por el rabillo del ojo un atisbo rosa, e intuyó que era su propia imagen de la Muerte, la mujer del supermercado. En su ángulo de visión apareció una mano con pulseras de colores vivos en la muñeca y anzuelos en las puntas de los dedos.

«¡No! ¡No!».

Estiró los brazos para proteger a la larva. Los anzuelos se detuvieron muy cerca de su mano. No podían tocarle, pues él estaba vivo. La larva se retorció y le cosquilleó la palma de la mano, y una súplica le atravesó la piel y la carne, y se le metió hasta el tuétano.

«Suéltame».

David meneó la cabeza; bueno, lo intentó. Quería salir corriendo de la cama con la larva dentro de sus manos ahuecadas, huir de la casa, dejar la tierra, este mundo en el que las condiciones eran ésas, pero se quedó paralizado de miedo cuando la muerte se presentó al borde de su cama. Negándose a ceder.

La larva se hinchó bajo la palma de su mano y los anzuelos desaparecieron de su vista poco a poco. La súplica se debilitó y la voz de Eva también. Un velo de oscuridad tras otro se interpusieron entre ella y esa parte de su amado capaz de oírla. David sólo escuchó un susurro:

«Si me amas… suéltame…».

David sollozó y levantó las manos.

– Te amo.

La larva extendida sobre su vientre era ahora de color rosa. Parecía enferma. Moribunda.

«Qué he hecho, qué he hecho…».

Los anzuelos estaban allí otra vez. El anzuelo del dedo índice enganchó la larva y la levantó. David abrió la boca para lanzar un alarido, pero algo pasó antes de que profiriera el grito.

Se abrió una raja allí donde el anzuelo se había clavado en la larva. La mano seguía delante de sus ojos como si pretendiera mostrarle lo que pasaba. La fisura se hizo más grande, y entonces pudo comprobar que la larva ya no era una larva, sino una crisálida. De la hendidura emergió una cabeza más pequeña que la de un alfiler.

De la crisálida salió una mariposa y el envoltorio cayó, y se deshizo. La mariposa se quedó un momento quieta encima del anzuelo como para secarse las alas o para ser vista, después de lo cual, aliviada, voló hacia lo alto. David la siguió con la mirada y la vio desaparecer por el techo.

Cuando bajó otra vez la vista, se había desvanecido la mano con los anzuelos. Volvió a mirar al techo, hacia el punto por donde se había marchado la mariposa.

«Ha desaparecido».

Magnus se agitó a su lado.

– Mamá… -dijo en sueños.

Su padre se levantó de la cama con cuidado para no despertarle. Cerró la puerta para que no lo oyera. Después se tumbó en el suelo de la cocina y lloró hasta quedarse sin lágrimas, se sintió vacío. El mundo estaba vacío de nuevo.

«Yo creo».

La felicidad existe en algún lugar y en algún momento.

Heden, 22:35

Flora había cambiado de opinión.

Lo normal era que el cuerpo necesitase un alma en la que sustentarse, pero resultaba más extraño que el alma precisase de un cuerpo. Lo que allí quedaba de Eva era algo que podía quemarse y enterrarse como cualquier otro despojo.

«¿Por qué nacemos? ¿Para qué sirve?». Ésa era la gran incógnita, y de eso Flora no sabía nada. Eso no entraba dentro de la percepción de la Muerte. La muchacha permaneció unos minutos de rodillas junto a aquel cuerpo vacío, y oyó cómo todo el recinto se convertía en un caos.

«No tengo fuerzas…».

Era absurdo. Por la mañana había estado hablando y fumando con Maja con toda normalidad; ahora iba a ir a salvar almas.

«¿Salvar?».

Ella no sabía nada de eso. Lo único que sabía acerca del Sitio al que eran llevadas era que se trataba de un lugar del cual no podía saberse nada, salvo cuando se estaba en él. Y que había Otro Sitio del que no se podía decir nunca nada.

¿Por qué ella? ¿Por qué Elvy?

«Abuela…».

Seguro que ya habían pasado veinte minutos desde que llamó a Elvy. Tal vez ya estuviera junto a las verjas. Flora corrió escaleras abajo pese a que salir le daba un miedo horrible. De repente, volvió a sentirse como una niña. La abuela se lo explicaría, ella sabría lo que tenían que hacer.

«Pero soy quien lo sabe…».

La vida nunca volvería a ser igual.

El patio estaba vacío. No. El hombre de piernas amputadas con que se había encontrado antes en las escaleras no había llegado más allá de la puerta del portal y se arrastraba hacia delante apoyándose sólo en los brazos. Todo estaba tranquilo a su alrededor, el ruido dentro de la cabeza era indescriptible, una cacofonía insoportable de voces, oraciones, rabia, gritos pidiendo ayuda y aullidos abominables.

Flora se acercó corriendo hasta el redivivo, se agachó a su lado y le puso la mano en la espalda para transmitirle su conocimiento, pero él se resistió, no quería abandonar aquella ruina de cuerpo. Todo lo contrario, se revolvió e intentó agarrarle la mano, enseñando los dientes.

«Vamos, idiota. ¿Es que no comprendes…?».

Una rabia fruto de la impotencia fue creciendo dentro de ella y dio un salto hacia atrás, mientras el muerto se revolvía, y la amargura de él entró en liza con la de ella; ambos se miraron a los ojos, y ella estuvo a punto de darle una patada en la cara, pero logró frenarse a tiempo y lo dejó allí, arrastrándose.

Salió por el arco del patio y se detuvo en seco.

Todos los redivivos habían abandonado sus patios y se habían dirigido hacia la alambrada. El recinto era un hervidero de gente. Las verjas estaban abiertas y ya habían entrado algunos furgones policiales, y seguían llegando más. Los agentes salían de ellos con las armas en alto. Los muertos intentaban moverse hacia las verjas, pero eran contenidos por la policía. Todavía no habían disparado ningún tiro, pero sólo era una cuestión de tiempo. Había aproximadamente un policía por cada treinta muertos.

«Debo…».

La chica corrió hacia la pululante aglomeración. Cuando el hombre sin piernas se había revuelto contra ella y le había enseñado los dientes, Flora había visto algo dentro de él. Hambre. Había consumido su carne y necesitaba carne nueva para poder continuar con su no-existencia. Probablemente se habría dejado morir de inanición si no le hubiera llegado desde fuera la rabia que le había llevado a querer alimentarse. Ahora se arrastraba todo lo deprisa que podía en dirección al origen de su furia.

Flora se acercó a un agente rodeado de muertos y se tiró al suelo un segundo antes de que ella previera que la conciencia de él iba a ceder para evitar las balas, cuando el policía empezó a disparar con su arma reglamentaria a los cuerpos que lo rodeaban.

Una pistola de fogueo le habría prestado el mismo servicio. El efecto era el mismo, aunque los restallidos eran más fuertes. Los cuerpos se sacudían ligeramente cuando recibían el impacto de las balas, pero ni se paraban siquiera, y al cabo de un minuto el policía había desaparecido bajo una masa de brazos y piernas escuálidos vestidos con pijamas azules.

Se oyeron entonces más disparos procedentes de diferentes sitios. Flora alcanzó la verja, se cruzó con un furgón de policía conducido por una mujer que gritaba por la radio algo de que enviaran refuerzos. Flora siguió corriendo hacia abajo, hacia la carretera, y después de recorrer unos cien metros vio a Elvy, que venía apresurada por el sendero de tierra.