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Los disparos de las pistolas ahora sonaban lejanos, eran detonaciones amortiguadas, como si estuvieran celebrando una fiesta de fin de año en algún lugar alejado. Flora se encontró con su abuela, la cogió de la mano y le dijo:

– Ven.

Mientras se apresuraban cogidas de la mano hacia las verjas, dentro de Flora se fue abriendo paso un presentimiento: «Es demasiado tarde».

Elvy le apretó la mano con más fuerza, diciendo:

– Algo. Sólo podemos… Cómo he podido yo… yo…

«No lo sabíamos», le envió Flora.

Otro par de furgones policiales avanzaban por la explanada en dirección a las verjas. Uno de ellos se paró a su lado y bajó la ventanilla delantera.

– ¡Alto! ¡No podéis estar aquí!

Flora miró hacia las verjas. Los muertos salían ahora en tropel hacia la carretera, en dirección a la ciudad.

– Mierda -se oyó decir a una voz en el interior del vehículo-. Subid. Rápido.

Flora miró a Elvy y pudieron compartir sus pensamientos durante un par de segundos. La anciana se sentía muy avergonzada por haber malinterpretado el mensaje y no haber cumplido con su deber. No estaba preocupada por lo que pudiera pasarle a ella, ya era mayor y aquélla era su oportunidad de hacer algo. Flora, por su parte, sabía que nunca podría volver a una vida normal después de aquel segundo dentro de la Muerte.

Debían intentarlo.

Se alejaron del furgón, en dirección a los redivivos, pero súbitamente se abrió una puerta lateral del vehículo y un par de policías bajaron y las cogieron.

– ¿No entendéis sueco? No podéis estar aquí.

Las metieron en el furgón a la fuerza; una vez dentro, las cogieron otras manos y las sujetaron. Volvieron a correr la puerta y la cerraron. El vehículo retrocedió marcha atrás varios metros, hasta que el policía que se encontraba al lado de la conductora ordenó:

– Da una vuelta.

La conductora le preguntó qué quería decir y el copiloto le hizo con la mano un gesto circular, apuntando a la masa de muertos que se acercaban al furgón. La conductora comprendió lo que quería decir, resopló y aceleró.

La chapa resonaba al colisionar con los muertos, que salían despedidos cuando el vehículo arremetió contra ellos. A través de la ventanilla lateral, Flora vio cómo los atropellados volvían a levantarse de nuevo.

Se tapó los oídos y se dejó caer en las rodillas de Elvy, pero a través del cuerpo sentía los golpes cuando el vehículo chocaba contra la carne muerta.

«Esto se ha acabado», pensó. «Se ha acabado».

Mar de Ålands, 23:30

A Anna no le preocupaba saber dónde se encontraban. No se veía ninguna isla, el faro de Söderarm había desaparecido detrás del horizonte y ellos flotaban en una amplia calle de plata sobre un mar sin límites. En algún sitio estaba Åland y más allá Finlandia, pero no eran más que nombres carentes de significado, ellos estaban en el mar, sólo en el mar.

Algunas olas suaves chapoteaban contra el casco. Elias yacía a su lado. Todo era como debía ser, y si no lo era, eso ya no tenía ninguna importancia. Estaban fuera, lejos de tierra, y podían seguir flotando eternamente.

El sonido que rompió aquel silencio era tan impropio que Anna al principio lo tomó por una broma del universo:

Eine kleine Nachtmusic en una feísima versión electrónica. Después rebuscó el teléfono móvil dentro del edredón. Pese a que lo había cogido precisamente por si se encontraba en una situación como aquélla, le parecía imposible que alguien pudiera ponerse en contacto con ella aquí, ahora, cuando no había nada.

Por un instante estuvo a punto de tirarlo por la borda, le molestaba el ruido. Después reflexionó y pulsó el botón para responder.

– ¿Sí?

Al otro lado, una voz que se debatía en medio de la agitación. O quizá fuera que la cobertura era mala.

– Hola, me llamo David Zetterberg. Quería hablar con Gustav Mahler.

Anna miró a su alrededor. La luz de la pantalla la había deslumbrado lo suficiente como para que no pudiera distinguir la línea que separaba el mar del cielo; estaban flotando en el espacio.

– Él… no se encuentra aquí.

– Perdón, he de hablar con él. Él tenía un nieto que… Deseo decirle una cosa.

– Puede decírmela a mí.

Anna escuchó el relato de David, le dio las gracias y desconectó el móvil. Después permaneció un rato mirando a Elias, luego lo cogió en sus rodillas y colocó su frente junto a la de él.

«Elias, he de decirte una cosa…».

Ella notó que él la escuchaba. Le contó lo que acababa de saber.

«No debes tener miedo…».

La voz del niño resonaba en la cabeza de Anna.

«¿Seguro?».

«Sí, seguro. Quédate aquí hasta… hasta que llegue el momento. Quédate dentro de mí».

Ella sintió a través del edredón cómo se hundía el cuerpo de Elias, convirtiéndose en un peso muerto. Entró dentro de ella.

«¿Mamá? ¿Cómo es eso?».

«No lo sé. Yo creo que uno se siente… ligero».

«¿Se puede volar?».

«Quizá. Sí, creo que se puede».

Un zumbido se alzó sobre el mar, sonaba como si se acercara algún transbordador, pero la única luz visible era la de la luna y las estrellas. El silbido se hizo cada vez más fuerte, iba acercándose al bote y Anna se arrepintió. Ella tenía a Elias consigo, estaba otra vez dentro de ella, como lo había estado cuando empezó su existencia, y ella ya no quería abandonarlo. Mientras estaba pensando eso, sintió cómo Elias empezaba a salir de ella.

«No, no, mi niño. Quédate, quédate. Perdona».

«Mamá, tengo miedo».

«No tengas miedo. Yo estoy aquí».

El sonido silbante ya estaba dentro del barco y ella vio por el rabillo del ojo izquierdo una sombra que ocultaba la luna. Alguien se había sentado en la bancada, pero ella no podía mirar hacia allí.

«Mamá, ¿volveremos a vernos?».

«Sí, cariño. Muy pronto».

Elias estaba a punto de añadir algo, pero su voz se volvía cada vez más débil e ininteligible a medida que la larva blanca salía de su pecho, al tiempo que desde el cúmulo de oscuridad sentado en la bancada salía un zarcillo con un anzuelo en el extremo.

Anna cogió la larva con la mano hueca y la retuvo un par de segundos.

«Siempre pensaré en ti».

Y dejó que saliera de ella.

Tisenvik/Rådmansö

Mayo de 2002 – diciembre de 2004

No hay muchas cosas que uno pueda hacer solo. Escribir un libro como éste, desde luego, uno no lo hace solo. Yo he ido colocando los bloques de plástico hasta convertirlos en letras y luego en palabras, pero quiero dar las gracias a un grupo de personas que me ha ayudado con todo lo demás.

Susan Sprøgoe-Jacobsen, del Instituto de Medicina Forense de Umeå, me dedicó una parte de su tiempo para explicarme con detalle qué ocurre con los cuerpos enterrados.

El capellán Stefan Bendtz arregló las cosas para que yo pudiera visitar el depósito de cadáveres del hospital Danderyd, y Kenneth Olsson y Bjorn Hamberg me acompañaron en una visita guiada que me ayudó a escribir algunas partes del libro.

Sara Tengwall, especialista en microbiología en Lindköping, ideó un modelo para la resurrección de un cuerpo muerto con palabras como «oxidativ fosforyling».

Håkan Jaensson, del periódico Aftonbladet, fijó el estilo de los reportajes desde el cementerio de Skogskyrkogården.

A ellos hay que añadir a Jan-Erik Pettersson, de la editorial Ordfront, que desde el principio se atrevió a apostar por la novela negra, así como a mi editora, Elisabeth Watson Straarup, que vigila con entusiasmo mis excesos lingüísticos.